La caja de los hilos . Antonio Moreno Ruiz
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“Cristo”, de San Damián.
Cuando en mi vida ocurren acontecimientos tristes e inexplicables. Esos que te llenan de rabia, impotencia y dolor. Yo sigo su consejo y miro una imagen de un Crucificado muy especial que tengo en mi dormitorio, el Cristo de San Damián 28:
Es una imagen muy especial que data del siglo XII. Un icono románico-bizantino anónimo pintado sobre tela y pegado sobre madera que, según la tradición, habló a san Francisco de Asís mientras rezaba ante él.
“Francisco, ve y repara mi casa que, como ves, está toda en ruinas”, le dijo. Desde entonces, Francisco inició la reforma material de la iglesia en la que estaba (la de San Damián, de ahí el nombre del icono), y la reforma eclesial universal que suscitó la orden franciscana.
Espero que hoy también te “hable” a ti que no encuentras consuelo. Contemplar cada detalle del icono, cada detalle del misterio de Cristo en la cruz, puede ayudarte a entender mejor el misterio del dolor que todos compartimos.
El artista que lo pintó quiere hacer visible lo invisible, quiere llevarnos a través de ella a contemplar el más allá, el misterio insondable de Dios. Mostrando al Crucificado nos hace ver al Resucitado. Y es que el mensaje de la Cruz es el de la resurrección. En el viacrucis con los jóvenes en la JMJ 2019, el Papa se dirigía al Señor y le decía: “en la cruz te unes al viacrucis de cada joven, de cada situación, para transformarla en camino de resurrección”.
En el icono, en primer lugar, vemos a Cristo lleno de luz. Su figura irradia claridad y viene a iluminarnos. Es un Cristo luz, un Cristo glorioso. Tras sus brazos y sus pies, el fondo de la cruz es negro, simbolizando la oscuridad del sepulcro, la oscuridad de la muerte que Cristo ha vencido. Yo lo veo como encajonado en este icono, como dentro de un féretro.
Pero su cuerpo no está en tensión, agarrotado, dolorido… No cuelga de la cruz, sino que está de pie, relajado, con sus miembros colocados de forma armoniosa. ¿No te parece casi que baila? Primer mensaje: tras la muerte, tu dolor, se transformará en alegría; tu llanto, en risa; tu lamento, en danza.
Tiene los brazos extendidos, dispuestos a abrazarte. Sus manos están abiertas y hacia arriba, como levantándote hacia el cielo, como mostrándote el camino, como presentándote al Padre.
Vámonos con este movimiento hacia arriba a la parte alta del icono. Vemos una escena de la Ascensión del Señor.
Y abajo el letrero con la frase: Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum, “Jesús, Nazareno, el Rey de los judíos”, que nos remite directamente al Evangelio según san Juan.
Los otros evangelistas dicen: “Jesús, el Rey de los Judíos”. Al añadirle “Nazareno”, Juan nos está hablando de la humanidad de Cristo. Y el autor del icono está haciéndonos ver que este que ha subido al cielo es un hombre de la calle como tú. Que pasó por la vida ordinaria de un pueblo, de un barrio como el tuyo, que tuvo que trabajar para sobrevivir como tú, que sufrió las penurias de cualquiera de nosotros. Cristo ha divinizado toda humanidad.
Vemos a Cristo pintado en un círculo con movimiento ascendente, como subiendo una escalera. ¿Será aquella por la que Jacob veía subir y bajar a los ángeles del cielo y en la que la tradición ha visto una imagen de la cruz? El círculo representa el mundo, el universo. En la iconografía representa la plenitud, la perfección. Pero Jesucristo se sale del círculo, rebasa toda plenitud humana, está por encima de todo.
En su mano lleva una cruz, símbolo de la victoria sobre la muerte, sobre el pecado –que se representa con el fondo oscuro del círculo– y alarga la mano hacia arriba, hacia el Padre. Cristo aparece como sumo y eterno sacerdote vestido de blanco y con estola dorada. Un coro de ángeles lo recibe en la Gloria. Le da la bienvenida con rostros llenos de alegría. Es el misterio que celebramos en los sacramentos, en la Eucaristía… Cristo se presenta ante el Padre como víctima y con su muerte nos salva y nos lleva con él al cielo.
En la cúspide, un semicírculo. No podemos ver el círculo entero porque representa a Dios, y a Dios no lo podemos conocer del todo, es incognoscible, es el “todo otro”.
¿Por qué ocurren desgracias? ¿Por qué el mal en el mundo? ¿No podría Dios, en su poder infinito, haberlo creado perfecto? No lo sabemos, aunque confiamos en que Él saca, del mal, el bien.
La mano sobre el semicírculo representa al Padre. Es la mano que envía a su Hijo al mundo para salvar al mundo y que lo recibe ahora triunfal en su Gloria. Los dos dedos se interpretan de dos maneras. Unos dicen que representa la doble naturaleza de Cristo: verdadero Dios y verdadero hombre. Otros, que simboliza al Espíritu Santo, a quien la liturgia se refiere como “dedo de la derecha del Padre”.
Bajamos hasta los brazos de la cruz donde vemos escenas muy similares. (He puesto los dos recortes juntos para que se vea mejor el paralelismo.)
De las llagas de las manos brotan chorros de sangre que resbalan por el brazo hasta regar a los personajes de abajo que veremos luego.
Junto a cada mano, vemos representadas a las mujeres que llegaron al sepulcro (señalan con la mano el color negro que lo recuerda) y encontraron movida la piedra. Entraron y no hallaron el cuerpo del Señor.
Los dos ángeles de abajo les explican, como en el Evangelio: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado” 29 y le señalan a ese Cristo que ha vuelto a la Vida. Junto a la Cruz, cinco personajes principales que reciben el baño de la sangre de Cristo que los limpia, los purifica, los justifica… ¡los salva!
Son seres salvados, por eso todos tienen la misma estatura. “Son hombres perfectos que han alcanzado la talla de Cristo” 30. Por eso todos están iluminados por la luz que brota de Cristo y tienen una cara muy similar a la suya, pues han recuperado plenamente la “imagen y semejanza” perdida en parte por el pecado.
Los personajes son fácilmente identificables, no porque yo sepa mucho de iconografía, sino porque tienen el nombre escrito debajo. En el puesto más importante, a la derecha de Cristo, están María, su madre, y el discípulo amado, Juan. La mano de María sobre el mentón, en la tradición de los iconos, significa dolor, asombro y reflexión. Es un dolor sereno, un dolor que no llega a reflejarse en su rostro. Es la serenidad de la que no pierde la esperanza. Su actitud reflexiva ante lo incomprensible de la Cruz nos hace recordar que “María atesoraba todas estas cosas, reflexionando sobre ellas en su corazón” 31.
Juan, situado junto al Señor, al igual que en la última cena, es testigo privilegiado de cómo, de su costado, brota sangre y agua. Así lo narra en su Evangelio: “El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis” 32.
Con la mano parece preguntar a María por ese misterio. María responde señalando hacia su hijo. Así veneramos los católicos a María: ella siempre nos remite a Jesús: