Escultura. Johann Gottfried Herder
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Este problema cobraría actualidad en 1728, cuando el cirujano William Cheselden, a quien Herder se remite ampliamente, llevó a cabo una exitosa operación de cataratas cuyos resultados parecían confirmar empíricamente lo que para Molineux y Locke no había sido sino una conjetura o un experimento mental. En cualquier caso, las reflexiones de Diderot derivaban, por un lado, de los escritos del matemático Nicholas Saunderson,53 ciego de nacimiento, y, por otro, de sus contactos personales con otro ciego de Puisseaux. Lejos de extraer de ello las conclusiones de Herder, Diderot consideraba sólo la relatividad de los mundos en que vivirían los ciegos y los videntes, aunque negando a los primeros una auténtica noción de la belleza. Herder, por su parte, lo que defiende en Escultura (y asimismo en cierto fragmento de 1769),54 es la existencia de una belleza específica del sentido del tacto, a saber, no la belleza de las superficies, de los colores, las luces y las sombras, sino la belleza de los cuerpos.
Finalmente, encontramos una fuente de particular importancia para Herder, y para este libro en concreto, en otro texto en donde se tematizaban estos problemas. Se trata del Tratado de las sensaciones de Condillac, de 1754. En él se habla de la manera en que actúan los diversos sentidos en el desarrollo del conocimiento humano, pero con especial atención al sentido del tacto. De hecho, Condillac toma como punto de referencia el mito de Pigmalión y Galatea, que es justamente el que Herder menta en el subtítulo de Escultura (Algunas observaciones sobre la forma y la figura a partir del sueño plástico de Pigmalión). Como es sabido, el mito de Pigmalión y Galatea nos habla de un rey de Chipre que se enamoró de una estatua de Afrodita (que, según otras versiones, habría esculpido él mismo); pidió entonces a la propia Afrodita que le proporcionase una esposa semejante a esa imagen, y la diosa decidió concedérsela, en efecto, dando vida a la estatua misma, a la que llamaría Galatea. Condillac parte de esta historia para imaginar a la estatua cobrando vida poco a poco a través de la activación sucesiva de cada uno de sus sentidos, siendo el del tacto el único que le permitiría acceder a las noción de un espacio corpóreo y, en fin, a distinguirse a sí misma como sujeto de sus representaciones, y no como un mero conjunto de ellas.
Herder, por así decir, asume implícitamente la argumentación de Condillac, pero a un tiempo la invierte, en la medida en que no es el tacto de la estatua, de Galatea, lo que le interesa, sino más bien su vivificación a través del tacto de Pigmalión. De algún modo, el mito lo recoge no como ejemplo de siniestra transformación de la figura inerte en un cuerpo realmente vivo,55 sino como ilustración de la capacidad de la obra de arte para ofrecerse como una suerte de criatura viviente en el sentido de dispensadora de vida, de creación activa, interrogante, significativa, porque orgánicamente ligada a los nutrientes históricos de los que ha nacido y a aquellos otros en los que se inserta.
Así pues, cabría decir que el sentido del tacto le sirve como vehículo para una exploración del arte de la escultura en cuanto que celebración del cuerpo humano. En esta medida, Herder procede aquí a lo que Jason Gaiger ha calificado como una rememoración o «anamnesis del tacto»,56 e Inka Mülder-Bach una suerte de «restitutio in integrum» de los sentidos,57 tradicionalmente sometidos, al menos en Occidente, al predominio del sentido, más espiritual, de la vista. La ceguera de la que habla Herder a propósito de la escultura debe ser entendida, desde luego, en términos metafóricos. Es verdad que en sus tiempos aún se identificaba la gran escultura con la monocromía del mármol y el bronce,58 mientras que, por otro lado, ni se concebía una pintura monocroma, ni se atribuía a los grabados o al dibujo otro rango que el de formas de expresión auxiliares. En todo caso, no es de creer que Herder negase a la escultura –es decir, a la estatuaria– su plena disponibilidad para la contemplación. Al revés: las estatuas, aun cuando apreciables eventualmente por la mano de un ciego, y por ello mismo, se distinguen de la pintura (y de los relieves) por el hecho de que no se ofrecen sólo a un punto de vista privilegiado, sino que están hechas en tres dimensiones para ser contempladas desde las más distintas posiciones, no necesariamente frontales.
Ya en 1763 afirmaba Herder que la visión sólo se fija un instante y «resbala» enseguida sobre el objeto, de modo que lo bello aparece como una suerte de experiencia «eléctrica», mientras que «el sentido del tacto interviene y hace estremecer con todos los nervios».59 Así pues, cuando Herder defiende en Escultura la lentitud con que debe actuar el tacto frente a la celeridad con que la vista puede captar una pintura (aun cuando un vistazo no bastase para una auténtica comprensión o disfrute de la misma), lo que reclama son los derechos que asisten a la facultad de la imaginación (es decir, a la imaginación creativa) en el buen trato con el arte: el lento examen, la generosa demora como expediente hermenéutico y heurístico, como modelo de experiencia de la obra de arte. Y del tacto como su implícito fundamento sensorial, como el sentido más universal de todos, aunque desde siempre injustamente preterido, pero sólo desde cuya base, a través de la imaginación, incluso en forma de asociaciones sinestésicas de los sentidos, pueden llegar a articularse los demás.
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Me gustaría terminar esta breve presentación con unas pocas observaciones de orden diverso, pero que supongo pertinentes. Ante todo, no debemos olvidar que el lector actual de este libro de Herder se encuentra, sin duda, ante un panorama escultórico de una apariencia absolutamente diversa a la de aquel escenario clásico al que se refería nuestro autor. Como es bien sabido, las esculturas actuales hace tiempo que han superado ese estadio de la estatuaria en donde podía ser relevante su reconocimiento a través del sentido del tacto. Ya hemos sugerido que, junto a la enérgica reivindicación del tacto, Herder invocaba también los derechos del cuerpo como un todo, y de su figura en acción como paradigmática encarnación de las pasiones y de los ideales de lo humano. No obstante, y en notorio contraste con su admirado Winckelmann, él era demasiado consciente de la imposibilidad de una recreación contemporánea de aquellos modelos clásicos en los que se sustentaba su concepción de la escultura.60 Por otro lado, como es lógico, se mostraba incapaz de imaginar una forma de escultura en donde el cuerpo –y el tacto, a fin de cuentas– pudiera quedar excluido por completo. Él podía, como decía Nietzsche, sentirse agitado por la inquietud de la primavera por venir... «¡pero él no era la primavera!», ni tampoco su profeta. En cualquier caso, no es evidente que fuera una primavera lo que esperaba a la escultura...
Ahora bien: podemos mirar la cosa con otros ojos. Por una parte, es bueno recordar que las ideas de Herder sobre el tacto no pasaron desapercibidas a los historiadores del arte. Baste citar un par de ejemplos. Uno, sin duda el más eminente, es el de Aloïs Riegl de la Spätrömische Kunstindustrie (1901),61 en donde, en el marco de su sutil reivindicación del barroco, se valía de dos categorías fundamentales, la de lo táctil (o háptico) y la de lo óptico. En las obras determinadas por la primera, lo que dominaría sería todo aquello relacionado con la experiencia del espacio, de su ocupación, de la profundidad; en suma, de lo irreductible a la mera visión de una imagen, de aquello que Herder llamaba una «tabla plana» de la naturaleza. El otro historiador en donde hallamos claros ecos de lo mismo es en Heinrich Wölfflin, aunque en este caso en unos términos más secos y abstractos, por ejemplo, en el primer capítulo de sus Conceptos fundamentales de la historia del arte (1915), donde formula su distinción entre «imagen táctil» e «imagen visual».62
Por otra parte, si bien se mira, estas categorizaciones no dejan de mantener puntos de contacto con bastante de lo que ha venido sucediendo en la escultura moderna y postmoderna. Obviamente,