Tristes por diseño. Geert Lovink
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Bienvenido al nuevo estado de lo normal. Las redes sociales están reformateando nuestras vidas interiores. En tanto la plataforma y el individuo se vuelven inseparables, las redes sociales se vuelven idénticas a lo «social» en sí mismo. Sin mayor curiosidad sobre lo que traerá «la próxima web», hablamos de cualquier suerte de información que se nos permita digerir durante los días aburridos. La antigua confianza en la estacionalidad de los periodos de expectativa que vienen y van ha sido destruida. En cambio, un nuevo realismo se ha impuesto, como publicaba en un tuit Evgeny Morozov: «El utopismo tecnológico de los 90 postulaba que las redes debilitan o reemplazan las jerarquías. En realidad, las redes amplifican las jerarquías y las hacen menos visibles»1. Una posición amoral respecto al intenso uso de las redes sociales hoy en día sería el no emitir un juicio superior y ahondar en cambio en el tiempo superficial de las almas perdidas como nosotros. ¿Cómo se puede escribir una fenomenología de las conexiones asincrónicas y los efectos culturales, formular una crítica despiadada de todo lo mentalmente programado en el cuerpo social de las redes, sin mirar lo que pasa dentro? Embarquémonos, por tanto, en un viaje al interior de este tercer espacio denominado lo tecno-social.
Nuestro querido Internet podría ser descrito como una «hidra inversa con cien culos»2, pero de todas formas lo adoramos: es el basurero de nuestro cerebro. Apenas somos conscientes del frenesí online que nos rodea, no podemos ni pretender siquiera que nos importa la cínica lógica de la publicidad3. Los escándalos de las redes sociales se nos presentan, como escribió Franz Kafka una vez, «como un camino en otoño: tan pronto como se barre, vuelve a cubrirse de hojas secas». De la manipulación comportamental a las fake news, lo que leemos siempre gira en torno a la bancarrota de credibilidad de Silicon Valley. No obstante, muy pocos han sufrido consecuencias serias de algún tipo. La evidencia, aparentemente, no es suficiente: el estiércol se rastrilla, los datos se filtran y los delatores delatan; y sin embargo nada cambia. Ninguno de los temas verdaderamente relevantes logra resolución. No hay un Internexit en camino. No importa cuántas intrusiones y violaciones de privacidad ocurran, no importa cuántas campañas de concienciación y debates públicos se organicen, la abrumadora indiferencia permanece.
Contémplese el rápido retorno a la normalidad que siguió el escándalo de Cambridge Analytica de marzo de 2018. La centralización de la infraestructura y servicios que nos proveyeron de tanto confort se veía como inevitable, incluso ineluctable4. ¿Por qué no hay todavía alternativas viables a las plataformas principales? Algún día comprenderemos el Thermidor digital; pero ese «algún día» parece no llegar nunca.
¿Cuál es el destino de la crítica sin consecuencias? Como Franco Berardi me explicó cuando lo visité en Bolonia para discutir este proyecto editorial, es la verdad la que nos pone tristes. Nos faltan modelos de rol y héroes. En cambio, lo que tenemos son paranoicos buscadores de la verdad. En tanto nuestras respuestas a la alt-right y a la violencia sistémica resultan tan predecibles e impotentes, Franco me sugirió dejar de hablar. No responder. Rechazar volvernos noticias. No alimentar a los trolls. La tecno-tristeza, como se explica en este libro, no tiene fin, no toca fondo. ¿Cómo hacemos para revertir la aceleración de la alienación, un movimiento que inevitablemente termina en un trauma? En vez de gestos vacíos y patéticos, deberíamos ejercitar una nueva táctica de silencio, dirigiendo la energía y recursos liberados hacia la creación de espacios temporales de reflexión.
En su libro de 2018 Anti-Social Media: How Facebook Disconnects Us and Undermines Democracy, Siva Vaidhyanatham lucha contra la creciente brecha entre buenas intenciones y cruda realidad: «La dolorosa paradoja de Facebook es que la devoción sincera de la compañía a hacer un mundo mejor invitó a nefastos partidos a secuestrarla para difundir el odio y la confusión: la firme creencia de Zuckerberg en su propia experiencia, autoridad y núcleo ético, lo cegaron a él y a su compañía del daño que estaba facilitando y causando. Si Facebook hubiese estado menos obsesionado con hacer un mundo mejor, podría haber evitado contribuir a las fuerzas que han hecho al mundo peor»5. Véase aquí el estancamiento realmente existente ahora que el mundo está digitalizado. Como dijo Gramsci, «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos».
En el papel, nuestros desafíos globales se ven enormes; en pantalla, fracasan en ser traducidos a la vida diaria. En vez de mirar justo a los ojos a estas fuerzas titánicas, nos encontramos adormecidos, con un humor agridulce, distraídos, raros y algunas veces directamente deprimidos. ¿Deberíamos interpretar el intenso uso de las redes sociales como un mecanismo de supervivencia? La nuestra es una era profundamente no heroica, no mitológica, simplemente chata. Después de todo, los mitos son historias que necesitan tiempo para desarrollar una audiencia amplia, para construir sus tensiones, para representar su drama. No: nuestro tiempo está marcado por las micropreocupaciones del frágil yo. Cada uno tiene sus razones para apagarse y para cubrirse en su coraza. Mientras que las corporaciones pueden crecer por las noches hasta convertirse en estructuras gigantescas, estrafalarias en su infraestructura, nuestro entendimiento del mundo se queda atrasado, o se reduce incluso.
El limitado entendimiento restringe nuestra habilidad para encuadrar el problema. No estamos enfermos6. El alarmismo se ha desgastado a sí mismo. Si queremos golpear al capitalismo de plataformas, un análisis desde la economía política no será suficiente. ¿Cómo podríamos construir una identidad colectiva, una auto-hermenéutica con la que podamos vivir? En efecto, ¿qué autoimagen sería la que fuera más allá de interpretaciones legibles por la máquina? ¿El selfie como máscara? «Me encanta ese en el que llevas gafas de sol, en el que sonríes con orgullo». Incapaces de precisar un problema o articular una respuesta, el irresistible atractivo de hacer swipe, actualizar y dar like parece más fuerte que nunca. Con Slavoj Žižek, podemos decir que sabemos que las redes sociales son malvadas, pero que continuamos usándolas.
«Lo que hace nuestra situación tan ominosa es el generalizado sentido de bloqueo. No hay una forma clara de salir de este, y la elite dominante está claramente perdiendo su habilidad de dominar»7. Nuestro ambiente y sus condiciones operativas han sido dramáticamente transformados y aun así nuestro entendimiento de tales dinámicas se ha quedado rezagado. «El alambre de púas de la red permanece invisible», como señaló una vez Evgeny Morozov.
El problema tiene todavía que ser identificado: ya no hay más «social» fuera de las redes sociales. En la jerga italiana, el término «red social» ha sido acortado: «¿Estás en lo social?». Esta es nuestra Sociedad de lo Social8. Nos quedamos mirando a la caja negra, preguntándonos sobre la pobreza de la vida interior de hoy en día. Para superar ese punto muerto, este libro propone integrar una crítica radical. Busca alternativas a través de la organización de un encuentro subjetivo con la multitud y sus dependencias íntimas de sus aparatos móviles.
La cultura de Internet exhibe signos de una crisis existencial de mediana edad. Como alguna vez escribió Julia Kristeva, «no hay nada más triste que un Dios muerto». La novedad se ha ido, la innovación se ha ralentizado, la base de usuarios se ha estabilizado. En contraste con la nostalgia de los años noventa, no podemos decir realmente que hubo una vez un periodo feliz de adultez temprana. Como en la mayoría de culturas no occidentales, fue directamente hacia el matrimonio a una edad joven –con todas las restricciones que conlleva–. ¿Quién se atreve a referirse a los «nuevos» medios ya? Solo los outsiders