Leer casi lo mismo. AAVV

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merced, señor mío, y no digo esto porque quiero examinar el ingenio de vuestra merced, sino por curiosidad no más: ¿ha hallado en su escritura alguna vez nombrar piñata?

      –Sí, muchas veces –respondió el autor.

      –¿Y cómo la traduce vuestra merced en castellano? –preguntó don Quijote.

      –¿Cómo la había de traducir –replicó el autor– sino diciendo olla?

      –¡Cuerpo de tal –dijo don Quijote–, y qué adelante está vuesa merced en el toscano idioma! [...] Osaré yo jurar [...] que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas!

      Traducir el Quijote en el siglo XXI es algo que se sale por completo de esta olla; algo que rebosa de dificultades. Es una aventura que a veces parece tan fantástica como las visiones del desventurado hidalgo, porque significa el ascenso a una montaña que se compone de tradiciones literarias y lingüísticas de 400 años, de manera que la traducción de una obra tan vasta y polifacética ya se adentra en la teoría del caos. Porque el traductor ha de tener siempre a la vista el conjunto de las repercusiones en el contexto de la obra y saber que el cambio de una sola palabra puede alterar toda la constelación, como el aleteo de una mariposa en China puede cambiar el tiempo atmosférico en Europa.

      Pero, a pesar de la dificultad de adentrarme en una novela que tiene ya 400 años, tuve la extraña impresión de moverme en un terreno conocido. Puede que la razón (o sinrazón) fuera justamente que el anacronismo inherente a toda traducción de una obra clásica es en este caso inherente también a la obra misma. Don Quijote es un caballero anacrónico que parece exigir también una traductora anacrónica.

      Como se sabe, al comienzo de El Quijote hay un juego con el punto de vista narrativo. Después de ocho capítulos en los que un narrador anónimo construye alegremente la trama, la novela acaba generando a su propio autor ficticio y lo que leemos se revela como una traducción. Al mismo tiempo, el héroe deja de ser sólo un personaje y se convierte en lector de sí mismo. Porque cuando Don Quijote dice que ya sabe lo que dirá el sabio encantador que un día escribiese sus hazañas, lee en su propia vida no vivida aún como en un libro. ¿Y no sería igualmente posible que hubiera leído ya sus futuras traducciones? Esta perspectiva fracturada tiene tantas facetas que yo, como traductora de esta traducción ficticia, tengo la extraña sensación de que me encuentro ya en alguna parte del texto de Cervantes. No se trata de una identificación con el traductor ficticio que en El Quijote (este libro de los muchos nombres) quedará sin nombre, y que traduce por dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo el manuscrito de Cide Hamete Benengeli (y en sólo mes y medio, por lo cual hubiera merecido más que un nombre). No: es el mismo Cide Hamete quien parece quejarse de las omisiones de su traductor, de manera que uno se pregunta cuánta sabiduría lingüística y profética debe poseer un original que es capaz de comentar su propia traducción. Puede que en algún lugar entre los pliegues y refracciones del original se encuentre ya oculto el traductor desde el principio. Todo lo cual es, en mi opinión, una invitación de Cervantes para que nos unamos a ese juego de perspectivas y agreguemos la propia de cada uno de la cual, de todas formas, no solo es imposible escapar sino que más bien hay que buscar para poner en marcha este proceso de la postmaduración del cual habla Benjamin.

      A pesar de los logros incuestionables de las traducciones anteriores (las cuales, por cierto, he dejado de lado durante el trabajo principal de la traducción, para no sufrir influencias tempranas, retomándolas sólo a partir de las últimas revisiones), resulta evidente que El Quijote necesitaba una nueva traducción para que pudieran actuar nuevas enzimas lingüísticas que continuaran el proceso de maduración.

      Pero, ¿qué objetivo tendría una nueva traducción con respecto a sus predecesoras? ¿Sólo intentar adaptar la obra a la época actual?

      La tarea de traducir nuevamente a los clásicos consiste, a mi juicio, en traducir no solamente el contenido, sino también y sobre todo la forma. Friedrich Schlegel (1967 [1801]: 281), el teórico del romanticismo alemán, describió así la prosa cervantina: «En ninguna otra prosa el orden de las palabras es hasta tal punto simetría y música; ninguna otra emplea los estilos cual si se tratase de masas de color y de luz». Y es justamente a estas masas de color y de luz a las que debe aplicarse el autor de una nueva traducción de El Quijote.

      Era necesario liberar a Don Quijote y a Sancho de la bidimensionalidad a la que han sido condenados, como puede verse en las numerosas ilustraciones de que han sido objeto: siempre el flaco alto sobre su caballo esquelético, y el pequeño gordito sobre su rucio. Congelación pictórica que ha tenido su correspondencia en el lenguaje, como si ambos se hubieran congelado lingüísticamente al modo de un grabado de Gustave Doré. Lo demuestra también un comentario de Heinrich Heine, que dice que lo grande de la obra es justamente la caracterización y el lenguaje de sus dos protagonistas: el hecho de que Don Quijote hable siempre desde lo alto de su caballo, mientras que Sancho lo hace siempre desde la albarda de su burro. No se da cuenta de que Don Quijote se acomoda sobre el lomo del burro cuando le conviene, y que Sancho trata constantemente de subirse al alto caballo del lenguaje y de la retórica. Y que esta dinámica lingüística entre los dos personajes es precisamente el alma de El Quijote. Porque el verdadero, el absoluto protagonista de El Quijote, en mi opinión, es el lenguaje. Y eso no solamente es lo fascinante en la aventura de traducirlo, sino analizar y asimilar este lenguaje en otra lengua constituye también el hilo de vida que hace perdurar a las obras literarias.

      Don Quijote y Sancho Panza pasan por algunos molinos de viento y por algunas ventas y castillos, pero básicamente permanecen en el camino sobre sus respectivos jumentos y no hacen otra cosa que eso: hablar. Y hablando evolucionan. Los dos exploran un terreno desconocido, y Cervantes lo muestra en los matices, en las vibraciones más finas de las frases, puesto que con cada palabra el tono puede cambiar, de lo sincero a lo paródico, de lo cómico a lo trágico, de lo auténtico a lo fingido. La tarea de una nueva traducción, entonces, consiste en devolverles a las dos figuras su multidimensionalidad, y en mostrar cómo se va desarrollando su relación a través de su lenguaje.

      Algunos traductores intentan recrear la pátina de un lenguaje antiguo. Pero eso es justamente lo que Cervantes llamaría afectación, y que quería evitar a todo precio. Además, dejando a un lado el hecho de que en la época de Cervantes la lengua alemana estaba forjándose aún a partir de las numerosas lenguas regionales, sería completamente vano intentar apropiarse un lenguaje de otra época. ¿Y la fabla de la caballería? Aquí el traductor puede lanzarse con gusto en lo arcaico e inventarse un lenguaje antiguo, porque también en Cervantes estos pasajes son arcaicos y artificiales. Pero cuando Cervantes no echa mano al lenguaje de los libros de caballería, sus personajes hablan un español moderno para su época, así que tampoco deben hablar de una manera anticuada en la traducción (siempre, claro está, que no utilicen términos históricamente imposibles en la época de Cervantes).

      Eso no significa que traduciendo el Quijote haya que meterse en la camisa de fuerza del lenguaje contemporáneo. Como ya dije, un movimiento de la traducción debe también ser un recorrido por la propia tradición lingüística. Así que la traducción del Quijote fue para mí un viaje fascinante a través de la lengua y la literatura alemanas. Pude explorar no sólo el mundo de Cervantes, sino todo el universo lingüístico alemán entre los siglos XVI y XXI. Fueron casi seis años de cabalgatas a través de sus diccionarios antiguos y modernos, sin olvidar las colecciones de refranes. Así que me puse a sacar palabras y expresiones del pozo o del alfiletero de la lengua, comenzando con Lutero y pasando, por ejemplo, por Fischart (que en el siglo XVI había reinventado en alemán a Gargantúa y al Amadís), por la literatura barroca, por Grimmelshausen, Goethe, Jean Paul y Kleist, por E.T.A. Hoffmann y Brentano, por los hermanos Grimm y su diccionario de la lengua.

      También el expresionismo de Döblin o Georg Heym, así como Robert Walser,

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