La formación de los sistemas políticos. Watts John
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Estas grandes narrativas sobre el «declive» y la «transición» generan, no obstante, considerables problemas para el historiador de la política. En primer lugar, muy pocas de ellas exploran, o ni tan siquiera rastrean, los procesos de cambio que pretenden identificar. Por ejemplo, según un estudio publicado por W. K. Ferguson en 1962, Europe in Transition, el crecimiento del comercio y el de la economía monetaria, sumados al declive del señorío, habrían desestabilizado el viejo orden, facilitando la aparición del estado centralizado y socavando las tendencias particularistas de la nobleza y el clero. Es una tesis atractiva y comprensible, aceptable para la investigación moderna, pero pronto se observa que muchos de los supuestos cambios que contempla son muy locales y que los desarrollos económicos y políticos que identifica están generalmente desfasados. Los progresos mercantiles de Italia, Flandes y el norte de Alemania, por ejemplo, no produjeron estados centralizados en dichas áreas y, aunque el reino capeto tardío sí que parezca un producto clásico de la economía política del siglo XIII, no hay nada en el trabajo que explique su doble desintegración durante los dos siglos siguientes, ni se da ninguna razón real para su subsiguiente recuperación. En el prefacio se admite que el carácter transicional del periodo se establece realmente no por el movimiento o el desarrollo, sino por «la coexistencia de elementos medievales y modernos en un constante estado de fluctuación», un reconocimiento de que el libro no ofrece ninguna explicación real sobre los procesos de cambio.14
El libro de Ferguson es típico en relación con todo ello. Muchos manuales hacen uso de un periodo de «crisis» para explicar la brecha entre los potentes estados del siglo XIII y los de finales del XV, pero no por ello dejan de ser selectivos a la hora de elegir los ejemplos, ni corrigen la tendencia a relatar una «transición» que acaba sustituyendo toda explicación global por una mera descripción simbólica. Las obras generales se mueven normalmente desde un siglo XIII de «expansión y hegemonía», plasmado en «el triunfo de la monarquía francesa», a través de un siglo XIV de guerra, hambruna y peste, en el que «las derrotas francesas y los ideales de caballería», la «fragmentación alemana» y «una Europa de violencia» marcarían la tónica, hasta un siglo XV enmarcado por el florecimiento cultural de Italia y Borgoña, la «recuperación» de Francia, la nueva monarquía de Inglaterra y la unificación de España.15 Los manuales tienen que simplificar, por supuesto, ¿pero debe ser realmente la política del continente explicada de este modo? La noción de «declive» solo tiene una especie de sentido superficial para la Iglesia occidental y en menor medida, quizás, para el Imperio. Asimismo, si «crisis» y «recuperación» describen a grandes rasgos lo que ocurrió en el reino de Francia de los Valois, o –aun a más grandes rasgos– captan el progreso de la corona de Castilla desde la deposición y muerte de Alfonso X en 1284 hasta los éxitos de Fernando e Isabel dos siglos más tarde, estas narrativas no encajan muy bien con las trayectorias de muchas otras sociedades políticas europeas, ya fueran reinos, como Inglaterra, Polonia y Hungría, principados como Bretaña, Flandes o Sajonia, o ciudades-estado como Florencia, Núremberg o Novgorod. La evidente adaptación y supervivencia de antiguas instituciones como el derecho romano y la tenencia feudal, las cruzadas, los monasterios o incluso el Imperio y el papado, y el florecimiento de instituciones que solo tienen una existencia limitada en muchas partes de Europa fuera de nuestro periodo –como las ligas y los estamentos representativos– sugieren que el «declive» y el «renacimiento», o la «medievalidad» y la «modernidad», no son términos muy útiles para abordar el periodo. Conectar los siglos XIV y XV a las épocas de antes y después, mejor conocidas, debe continuar siendo un objetivo fundamental para los historiadores del periodo, pero seguro que hay mejores formas de lograrlo.
2. TRES GRANDES NARRATIVAS
La estabilidad de los viejos leitmotivs de declive y transición es en cierta medida sorprendente, dado que más o menos en el último medio siglo se han elaborado tres interpretaciones relativamente complejas y ambiciosas sobre la dinámica de la Baja Edad Media. A pesar de que ninguna de ellas es primordialmente política por naturaleza, todas ofrecen alguna explicación del curso de los hechos políticos y sitúan el periodo en el marco de un razonamiento más amplio del desarrollo histórico. Dada su calidad estructural, en ocasiones rigurosa, se podría haber esperado que ofrecieran una corrección de las antiguas interpretaciones, pero, en cambio, han acabado tendiendo a asimilarse a aquellas otras aproximaciones más vagas. Hay muchos puntos en los que los tres relatos se solapan y refuerzan, pero conviene observarlos uno a uno para valorar sus fortalezas y debilidades, antes de acudir a las razones de su fracaso a la hora de modificar la visión tradicional.
La crisis social y económica
La primera narrativa se centra en la percepción de que la Baja Edad Media presenció una profunda crisis social y económica. En algunos relatos es una crisis del feudalismo: la descomposición de un orden sociopolítico basado esencialmente en la extracción de excedentes campesinos por los señores laicos y eclesiásticos y su reemplazo gradual (cuando menos, en Occidente) por unas condiciones económicas y sociales más cercanas al capitalismo. En otros relatos es un conjunto menos preciso de convulsiones provocadas por una mezcla de superpoblación, guerra, cambio climático y enfermedades epidémicas. Se apunta a que las hambrunas que golpearon buena parte de la mitad