Thomas Merton. Sonia Petisco Martínez

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Thomas Merton - Sonia Petisco Martínez BIBLIOTECA JAVIER COY D'ESTUDIS NORD-AMERICANS

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de la década de los cuarenta de una nueva generación de teológos protestantes, entre ellos Karl Barth, Dietrich Bonhoeffer, Rudolf Bultman o Paul Tillich, quienes desde la II Guerra Mundial hasta finales de los años sesenta intentaron acomodar la tradición cristiana al contexto de un mundo moderno secularizado y a las nuevas necesidades de la vida moderna.

      Entre las propuestas del nuevo movimiento estaban disolver la creencia en un ídolo, en un Dios abstracto; trascender la separación rígida entre mundo sagrado (espacios limitados por las paredes del recinto monástico) y mundo secular (fuera del monasterio), o descartar la existencia de una realidad metafísica superior, pero absolutamente disociada de la vida terrenal. Aparecía, así, una nueva libertad más allá de la autoridad eclesial extrínseca o de la sanción favorable o desfavorable con criterios de moralidad exclusivamente heterónomos.

      Al joven Merton de The Seven Storey Mountain o al Merton de Thirty Poems o Figures for an Apocalypse comprometido con el espacio sagrado de su abadía y formado en la separación pre-copernicana entre lo secular y lo sagrado o en la creencia en la necesidad de la autoridad institucional como intermediaria indiscutible entre Dios y el hombre, todas estas ideas de los nuevos teólogos le habrían parecido heréticas. Pero, gracias a su evolución personal durante tres décadas, el maestro de Getsemaní se abrió a la corriente de pensamiento moderno, y sus perspectivas filosóficas y teológicas cambiaron. Al igual que ellos, en la poesía escrita con posterioridad a 1957 supera la división entre lo sagrado y lo profano, entre lo terrenal y lo supraterrenal, y enfatiza la importancia de la libertad y autenticidad personal más allá de cualquier religión puramente formalista basada en el ritual externo. Sus últimos poemas son la manifestación viva, como veremos, de un poeta que se ha liberado de lo que él mismo describió como “a lunar landscape of meaningless gestures and observances,”182 y su naturaleza oscila entre lo concreto y lo desconocido, lo presente y lo presentido.

      No obstante, Merton nunca pudo aceptar todas las conclusiones a las que los nuevos teólogos más radicales llegaron, entre ellas la proclamación de “la muerte de Dios”:

      what is involved in the Death-of-God movement is a repudiation of all discussion of God, whether speculative or mystical: a repudiation of the very notion of God, even as ‘unknowable’ […] The cornerstone of the whole […] movement […] is the formal belief that revelation itself is inconceivable. To say that God is dead is to say that He is silent, that He cannot be conceived as speaking to man […] The whole concept of revelation has now become obsolete because modern man is simply incapable not only of grasping it but even of being interested in it at all.183

      Si bien no puede negarse el hecho de que nuestro monje apreció en esta nueva generación de teólogos la crítica de una religiosidad formal y abstracta que reconocía a un Dios celestial pero no se preocupaba por el sufrimiento humano en la tierra, sin embargo criticó duramente el que éstos substituyesen la adoración de Dios por la idolatría del “Mundo” y eludiesen todo cuestionamiento de la visión pragmática, tecnológica y socio-política del mismo como una mónada autónoma y autosuficiente. Elegir el mundo y rechazar a Dios significaría, en opinión de Merton, la perpetuación del dualismo agustiniano pero vuelto del revés, lo que le hizo rechazar de plano la devoción nada crítica del secularismo moderno en su totalizadora modernidad.

      Con todo, cabe subrayar que los ensayos mertonianos sobre renovación monástica recogidos en Contemplation in a World of Action incluyen las mismas inquietudes e iniciativas de estos grandes pensadores, intentando acomodar la fe anclada en siglos de tradición cristiana a un presente que reconocían y aceptaban como una era post-cristiana: “Christianity too must be profoundly concerned with twentieth-century man, with technological man, ‘post-historic’ man, indeed ‘post-Christian’ man.”184

      A esta síntesis entre tradición cristiana occidental y modernidad contribuyeron especialmente el teólogo suizo Karl Barth y el moralista alemán Dietrich Bonhoeffer. Merton leyó los sermones de Barth y su libro Dogmatics in Outline, y lo que le atrajo de él fue la fusión que éste hizo entre lo ortodoxo y lo iconoclasta. Compartió su énfasis en que el hombre debe trascender la religión humana – entendida como el esfuerzo a veces demasiado cerebral y premeditado del hombre por entrar en comunión con Dios por sus propios medios – y abandonarse a la gracia y a la fe genuina del niño, en el sentido más inocente y evangélico de la palabra “niño.” Sin embargo, no estuvo tan de acuerdo con Barth en su separación radical típica de la escolástica tradicional entre naturaleza y gracia, entre lo sagrado y lo profano, entre Dios y el hombre, lo que Merton denominó “Barthian radicalism.”185 Esta escisión entre lo natural y lo divino característica de una ortodoxia muy conservadora que fue muy criticada a principios de los años sesenta alimentaba la inacción en el terreno de lo social por lo que el monje claramente va a preferir la filosofía de Dietrich Bonhoeffer acerca de “la sacralidad de lo mundano.” Una filosofía que, como describe Merton en el prefacio de Conjectures, posibilita una mayor apertura a una vida y una experiencia más allá de los muros del claustro.

      En su libro Ethics, podemos observar de forma clara la orientación humanística de Bonhoeffer hacia una ética del compromiso social basada en la doctrina de la Encarnación: “Just as in Christ the reality of God entered into the reality of the world, so, too, is that which is Christian to be found only in that which is of the world, the ‘supernatural’ only in the natural, the holy in the profane, and the revelational only in the rational.”186 Merton descubre en esta ética que condena la inacción como una traición a Cristo en medio de los males sociales, un humanismo que armonizó extraordinariamente con la conciencia social que en él mismo estaba despertando en esos momentos y que quedó reflejada en la poesía posterior a 1957.

      Gracias a su diálogo con Bonhoeffer, Merton se encamina hacia un nuevo humanismo, hacia una atalaya moderna a la que también contribuiría la lectura de Albert Camus, a quien se acercó con cierta reticencia y sólo incitado por el poeta polaco Czeslaw Milosz. Camus le conmocionaría profundamente como se lo comunicó en una carta a Henry Miller nada más terminar de leer La Peste.187 De su escritura le interesaría especialmente su dimensión política – en concreto su crítica de las instituciones cristianas en lo que respecta al terreno de la acción – y su visión del artista o escritor en el mundo actual como “artiste engagé” que encuentra un equilibrio entre la soledad y la solidaridad: “the artist of today becomes unreal if he remains in his ivory tower or sterilized if he spends his time galloping around the political arena. Yet between the two lies the arduous way of true art […] the artist, if he must share the misfortune of his time, must also tear himself away in order to consider that misfortune and give it form.”188

      Merton haría suyo el antiromanticismo de Camus que rechaza cualquier sentimentalismo en libros de poemas como Original Child Bomb o “Letter to Pablo Antonio Cuadra Concerning Giants” incluida en Emblems of a Season of Fury. Esta apropiación le distancia del tono piadoso o del triunfalismo místico de sus primeras etapas poéticas. Además, la dicotomía que estableció en muchas de sus composiciones y escritos de crítica social entre el verdadero yo y el falso yo se relaciona de forma directa con el discurso de Camus en su constante afirmación de que el mayor peligro de las sociedades llamadas libres era la radical y progresiva alienación de la persona de su auténtico ser mediante un conformismo que nada se interroga.

      En su comentario sobre La Peste, Merton resalta el eje central de la crítica de Camus: vivir con honestidad en medio de este drama absurdo e irracional en el que el hombre se ve atrapado. El monje profundiza en la comparación que establece el escritor francés entre la plaga y el nazismo o los diferentes nacionalismos que emergieron en Europa con la II Guerra Mundial y detecta en su narración las raíces de un verdadero humanismo con el que se identifica: “a humanism rooted in man as authentic value, in life which is to be affirmed in defiance of suffering and death, in love, compassion, and understanding.”189 Un humanismo compasivo y altruista, personificado en los personajes del Dr.

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