Dios te salve, Reina y Madre. Scott Hahn
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Una última cuestión: ¿cómo deberíamos acercarnos a este libro? Mi propio juicio me dice que sería un error considerarlo un manual de cabecera. Hay que ponderar y digerir su rico contenido. Podría servir como libro de texto para una clase de estudios marianos. Sería ideal para un grupo mariano de estudios. Con la Biblia en una mano y este libro en la otra, los lectores ganarían interés y entusiasmo en los debates acerca de los tipos de María en la Escritura y los dogmas de la Iglesia. Únicamente mediante el estudio, la reflexión y la oración podrán llevarnos estas verdades reveladas a apreciar y amar a María, reina y madre, y, consecuentemente, a amar al Dios de misericordia que nos la ha dado.
Cuando Santa Teresa de Lisieux escribió su canto de alabanza, se justificó de esta manera: «en ti ha hecho cosas grandes el Todopoderoso. Quiero ponderarlas y bendecirle por ellas».
Scott Hahn ha ponderado las maravillas que Dios ha obrado en María y quiere compartirlas con nosotros. Nos invita a fijar la vista amorosamente en nuestra madre y reina, modelo y ejemplo para todos sus hijos. Un día nos tomará de la mano y nos conducirá suavemente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Que este libro, fruto del amor, consiga la respuesta que se merece.
Fiesta de Santa María Reina, 22 de agosto.
P. KILIAN HEALY, O. Carm.
INTRODUCCIÓN:
TODO HIJO DE MADRE
CONFESIONES DE UN HIJO PRÓDIGO DE MARÍA
A pesar de mi piedad recién encontrada, sólo tenía quince años y estaba demasiado pendiente de quedar «guay».
Apenas unos meses antes, había dejado atrás varios años de delincuencia juvenil y había aceptado a Jesús como mi Señor y Salvador. Mis padres, que no eran unos presbiterianos particularmente devotos, se dieron cuenta del cambio que había dado y lo aprobaban de corazón. Si le había tocado a la religión mantenerme alejado de un arresto juvenil, bienvenida fuera.
El celo por mi nueva fe me consumía la mayor parte del tiempo. Un día de primavera, me di cuenta de que algo más me estaba consumiendo. Tenía una infección de estómago, con todos sus desagradables síntomas. Expliqué mi situación al profesor encargado de curso y me envió a la enfermería del colegio. Tras tomarme la temperatura, la enfermera me dijo que me echara mientras telefoneaba a mi madre.
Por lo que pude oír de la conversación, deduje que me iría a casa. Sentí un alivio inmediato y me quedé dormido.
Me desperté con un sonido cortante como una cuchilla. Era la voz de mi madre que rezumaba materna compasión.
«¡Ah!», dijo cuando me vio tumbado allí.
De repente, caí en la cuenta. Mi madre me va a llevar a casa. ¿Qué pasará si mis amigos la ven sacándome de la escuela?, ¿y si intenta echarme el brazo por encima? Seré el hazmerreír...
La humillación estaba a las puertas. Ya podía oír a los compañeros que se burlaban de mí. ¿Viste a su madre secándole la frente?
Si hubiese sido católico, habría descrito los siguientes quince minutos como un purgatorio. Para mi imaginación evangélica, se trataba del mismísimo infierno. Aunque miraba fijamente al techo que tenía sobre la camilla de la enfermería, todo lo que podía ver era un largo e insoportable futuro como «el niño de mamá».
Me senté para estar cara a cara ante una mujer que se me acercaba con una pena mayúscula. En realidad era su pena lo que me resultaba más repugnante. En toda compasión materna está implícito lo que necesita su «pequeño» chico; y tal pequeñez y necesidad no quedan nada «guay».
«Mamá, musité antes de que ella pudiera pronunciar palabra. ¿Qué te parece si sales por delante de mí? No quiero que mis amigos te vean llevándome a casa».
Mi madre no dijo palabra. Se dio la vuelta, dejó atrás la enfermería, salió del colegio y se fue directamente al coche. Desde ese lugar, me fue mimando hasta casa, preguntándome cómo me sentía y asegurándose de que me iría a la cama con los remedios habituales.
¡Por los pelos...!, pero estaba totalmente seguro de que había escapado con mi imagen de «tío guay» intacta. Me quedé dormido con una paz casi perfecta.
No fue hasta esa noche cuando volví a pensar en mi quedar «guay». Vino mi padre al cuarto, para ver cómo me sentía. Bien, le dije. Entonces me miró con seriedad.
«Scottie, dijo, tu religión no vale mucho si se queda en meras palabras. Tienes que pensar en cómo tratas a los demás». A continuación vino el golpe de gracia: «nunca más te avergüences de que te vean con tu madre».
No necesitaba más explicaciones. Me di cuenta de que papá tenía razón y me llené de vergüenza por haberme avergonzado de mi madre.
ADOLESCENTES ESPIRITUALES
Pero, ¿no es eso lo que pasa con muchos cristianos? Cuando Jesús estaba a punto de morir en la cruz, en su última voluntad y testamento, nos dejó una madre. «Cuando Jesús vio a su madre y al discípulo a quien amaba junto a Ella, dijo a su madre: “Mujer, ¡ahí tienes a tu hijo!” Entonces dijo al discípulo: “¡Ahí tienes a tu madre!” Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19, 26-27).
Nosotros somos sus discípulos amados, sus hermanos pequeños (cf. Hb 2, 12). Su casa del cielo es nuestra, su Padre es nuestro, y su madre es nuestra. Pero ¿cuántos cristianos la reciben en su casa?
Más aún, ¿cuántas iglesias cristianas están cumpliendo la profecía del Nuevo Testamento de que «todas las generaciones» llamarían «bienaventurada» a María (Lc 1, 48)? La mayoría de los ministros protestantes —y en esto hablo por propia experiencia— evitan hasta mencionar a la madre de Jesús, por miedo a ser acusados de criptocatolicismo. A veces los miembros más celosos de sus congregaciones han sido influenciados por exaltadas polémicas anticatólicas. Para ellos, la devoción mariana es una idolatría que coloca a la Virgen entre Dios y el hombre y enaltece a María a expensas de Jesús. Podrás encontrar iglesias protestantes dedicadas a San Pablo, San Pedro, Santiago o San Juan... pero difícilmente una dedicada a Santa María. Encontrarás con frecuencia pastores que predican sobre Abrahán o David, antepasados lejanos de Jesús, pero casi nunca escucharás un sermón sobre María, su madre. Lejos de llamarla bienaventurada, la mayoría de las generaciones protestantes se pasan la vida sin llamarla de ninguna manera.
No se trata sólo de un problema protestante. Demasiados cristianos católicos y ortodoxos han abandonado la rica herencia de devociones marianas que poseen. Están acobardados ante las polémicas de los fundamentalistas, avergonzados por las sonrisitas de teólogos del disenso, o achantados por sensibilidades ecuménicas bienintencionadas pero descaminadas. Se alegran de tener una madre que reza por ellos, les prepara la comida y cuida la casa; sólo que les gustaría que estuviera fuera de la vista cuando haya cerca otros que no van a comprender.
«MARY,