Cada quién su cuento. Nayeli Cardona Carlin
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Tomábamos el autobús de regreso a casa, el paisaje se iba transformando de esas mansiones señoriales a edificios de oficinas y, finalmente, aparecían los barrios con casas grises y muros llenos de grafiti. Recuerdo que me tapabas los ojos, con tus manos impregnadas con el aroma del amoníaco, cuando pasábamos frente al McDonald’s; no querías berrinches por esas porquerías cuando teníamos comida buena en casa. Yo sé que muchas veces se te hacía agua la boca al ver esos vasotes blancos con la M gigante, llenos de Coke y hielos, pero en esos momentos, cada centavo contaba.
Dos
Ya veo las luces del escenario. Me persigno casi sin pensarlo, como un reflejo que traigo incorporado. Todas las noches rezábamos juntos, recuerdo la hilera de fotos de Santitos pegados en la pared frente a la cama. Esos momentos eran todo paz. Antes de dormir, enredabas tus dedos ásperos en los rizos que se me formaban en la frente. Me contabas todas las leyendas de tu pueblo; la que más me gustaba era la del burro que se fue al barranco; con el párroco del pueblo ahogado en alcohol, montado en su lomo.
Yo aprovechaba esos momentos para preguntarte por mi Apá, pero tu respuesta siempre fue la misma, simplemente me abrazabas fuerte y decías que nosotros no necesitábamos a nadie. ¡Yo sí necesitaba a alguien más, Amá! Alguien más que supiera consolar mejor tus momentos de tristeza; alguien más al que le importáramos y no estuviera a miles de kilómetros de distancia; alguien más que me hubiera acompañado ese día que la patrona salió gritando que te habías desmayado y que, como no teníamos papeles, lo mejor era que te sacara de su casa y te llevara a otro lado; alguien más que te hubiera convencido de ir al doctor ese día, en lugar de solamente culpar al cansancio y las preocupaciones.
¡Ojalá hubiera tenido la voz más fuerte, Amá! Ojalá le hubiera contado a mi maestra lo que te pasó. Mrs Moore era muy amable y segurito me hubiera ayudado. Pero no, tú y yo estábamos solos en el mundo, al menos en este mundo; donde casi nadie te entiende y casi nadie me escucha. Te desmayaste no sé cuántas veces más, perdí la cuenta; una vez hasta llegaste a casa toda moreteada porque rodaste por las escaleras de Mrs. Gray. Te puse hielo y Vaporub en cada herida porque según tú, esa pomada mágica lo arreglaba todo, hasta los corazones rotos. Hoy sé que eso es mentira, pero siempre tengo un bote en mi mesa de noche.
Uno
Uno más y me toca, ¡Soy Ramírez!, con R fuerte, no “rhameerhes” como me llaman todos aquí. Sólo por esta vez ¡díganlo bien!... me froto las manos y siento tu anillo de la suerte en mi dedo meñique. No me lo he quitado desde el día que entraste al hospital, te lo sacaste con tanto cuidado y me lo diste mientras murmurabas: “Guárdalo mijo, es lo único de valor que tenemos y además trae buena suerte”. Yo me lo puse para no perderlo en el pulgar y cada vez que me empieza a apretar solamente lo voy moviendo de dedo.
Me aferré a tu mano cuando te llevaban en la camilla, las enfermeras trataban de detenerme y separarme, pero yo no te solté y sentía cómo todas tus fuerzas se iban en agarrarme. Les suplicabas que me dejaran a tu lado y yo rápidamente, casi sin pensar, traducía tus clamores revueltos con lágrimas y gritos. Finalmente cedieron y me pusieron una silla a tu lado mientras llegaban los servicios sociales. Entraban y salían enfermeras con jeringas, medicinas, sueros; me miraban de reojo y esbozaban una media sonrisa. Finalmente, el médico entró y casi sin mirarte empezó a leer unas hojas. Yo no entendía nada de lo que decía y, evidentemente tú tampoco, porque me mirabas esperando la traducción. Con voz apagada me preguntaste qué decía el doctor; me espabilé un poco y le pregunté qué tenía mi Amá. Su respuesta fría, contundente, como condena inapelable: “Stage 4 Cancer”. ¡Stage 4 Cancer! ¿Qué significa eso? La palabra cáncer sonaba seria, pero no entendía lo demás; tus ojos seguían fijos, expectantes a mis palabras. Sé que habías entendido ¡Cáncer! pero seguías esperando la explicación que la acompañaba, yo solamente pude repetir: “Cáncer Amá”. La enfermera que estaba junto al doctor dijo, en un español entrecortado, que más tarde vendría un traductor del hospital a explicarle todo. Me abrazaste con las pocas fuerzas que te quedaban mientras decías con orgullo: “Yo no necesito traductor, para eso tengo a mi hijo”, mientras cerrabas tus ojos y cedías a la morfina.
Cero
Llegó el momento, escucho mi nombre, miro al techo y respiro profundo. Intento dar un paso, pero las piernas me tiemblan: un sudor frío recorre mi espalda. Mi estómago esta revuelto por el olor a perfume. Me persigno una vez más y acaricio suavemente tu anillo, que desde hace un par de años abraza mi dedo meñique.
Por segunda vez el Ramírez, con la R fuerte inunda el silencio, sonrío levemente y apresuro el paso. Se escuchan un par de aplausos y veo al decano asentir mientras me acerco a la mesa de entrega de diplomas. Todo se ve tan lejano, como un agujero negro que intenta devorarme. El aplauso se hace más fuerte cuando mencionan que he obtenido mención honorífica. Apenas ahora despierto del ensueño y escucho el grito de mis amigos desde el otro lado del escenario. Veo sus siluetas emocionadas intentando contagiarme su energía.
Las luces me ciegan, no distingo a nadie en el público, solamente veo el resplandor que lo envuelve todo y que me recuerda que, aunque ya no estás conmigo en este plano terrenal, me acompañas siempre. Este es tu logro también, Amá, este momento no requiere traducción.
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