Incursiones ontológicas VII. Varios autores

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Incursiones ontológicas VII - Varios autores

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      “Nos es imposible separar nuestro carácter individual de nuestro carácter social dado que cada uno desarrolla su individualidad a partir de condiciones históricas y sociales que le tocó vivir”.

      “Cada ser humano tiene su propia manera de actuar y generar resultados, los cuales son distintos al los que podría generar otro individuo. La manera como observamos, la forma como actuamos y, en consecuencia, los resultados que obtenemos en la vida, remiten tanto a los sistemas en los que hemos participado como a las posiciones que hemos ocupado en cada uno de ellos”. (Rafael Echeverria, 2017)

      Al referirme al sistema, reflexiono cuáles fueron los entornos en donde crecí y me desarrollé, siendo el primero, mi familia. Pienso en mi madre, viendo en ella los primeros comportamientos de este estilo. Se crio siendo hija única, y su mamá falleció a los ocho meses de mi nacimiento. No le conocí amigas de la infancia, ni amigas que no fueran esposas de los amigos de mi padre. Tiene primos y tíos, pero la relación con ellos no es muy buena. La veo relacionarse, y veo en ella ciertos comportamientos que me generan rechazo: poca profundidad en sus conversaciones, cierta falsedad cuando saluda, cierta “pose” cuando habla. Todo muy falso y sobreactuado. Sus relaciones de amistad están condicionadas por las relaciones que tiene con los matrimonios de amigos de mi padre, pero allí tampoco se la ve íntegra, sino actuando. Me genera mucha bronca verla así, porque si tan sólo se mostrara como es, sus relaciones serían más profundas y duraderas. De todos modos, entiendo que ella no está interesada en generar lazos, así lo expresa.

      Por otro lado, mi padre mostró tener amigos y lazos afectivos y familiares. Él es generador de los grupos de pertenencia de nuestra familia: el club, amigos, sus hermanos con primos y tíos. Es reconocido y querido en sus grupos. Sin embargo, él sintió siempre que debía presentarse ante sus grupos con una imagen joven y de belleza, y le exigía eso a mi madre también. Años después, comenzó a exigírselo a mi hermano, debido a que él comenzó a excederse de peso. La presión en ningún momento cayó directamente sobre mí, porque para ese entonces el metabolismo me acompañaba en mi imagen, y parecía que podía sumarme al “clan” de los impolutos. La condición era mostrarse radiantes, divertidos, impecables y perfectos.

      Pero hay algo de ambos que siempre me llamó la atención: jamás los vi notarse mostrarse vulnerables ante el resto. Sus peleas eran siempre puertas adentro de mi hogar, se mostraban estéticamente siempre impecables ante los demás. El no ver unos padres auténticos mostrarse tal cual son, creó en mí el valor por buscar esa perfección inalcanzable, dejando de lado mi autenticidad y singularidad.

      Me resuenan las palabras de Alexander Lowen:

      “Los papeles y juegos se desarrollan a menudo más sutilmente, como respuesta a las mudas exigencias y presiones de los padres. Las mascaras, fachadas y roles se estructuran en el cuerpo, porque el niño cree que esta actitud lo hará merecedor del amor y la aprobación parentales. Nuestros cuerpos son moldeados por las fuerzas sociales de la familia, que forman nuestro carácter y determinan nuestro sino… consciente en tratar de agradar para lograr amor y aprobación”. (Alexander Lowen, 1980).

      El segundo sistema, que en el que crecí, fue el colegio. Desde mis cinco años que asistí a un colegio escocés cerrado, a donde íbamos sólo mujeres. Era un colegio relativamente pequeño, en donde egresaban veinte alumnas promedio, por camada. En mi caso, terminamos el secundario siendo un grupo de catorce chicas, y habíamos comenzado el secundario siendo veintiuno. ¿Qué sucedió? Quienes no se adaptaban al grupo, eran expulsadas socialmente, es decir, aquellas que no encajaban, o se mostraban diferentes, no tenían otra opción que hacer un cambio escolar. No existía el lugar para la discrepancia, para la diferencia, ni con los profesores, ni con las propias alumnas de cada clase. Si eras diferente, si no te clonabas con el resto, la invitación a irte era muy tentadora. Para mí, cambiarme de colegio nunca fue una opción, por lo que siempre busqué formar parte del grupo y amalgamarme con quienes hoy son mis amigas.

      No puedo evitar escribir y percibir el miedo que sentí todos estos años. Un profundo temor a sentirme sola. ¿De dónde proviene? ¿Qué hay más allá? ¿Cuáles serían las raíces de este desgarro que me acompañó gran parte de mi vida?. “El dolor permaneció en su cuerpo, intensificando sus esfuerzos para sobreponerse a su condición. Como resultado, no podía ser ella misma y, carente de un ser verdadero, auténtico, siguió sintiéndose sin amor”. (Alexander Lowen, 1980).

      La soledad no elegida que aparece cuando me siento fuera, rechazada, no querida, abandonada. El miedo se siente, vibra en el pecho, pero, sobre todo, retuerce las tripas y el útero. Es un miedo muy lejano que debe haber convivido conmigo desde siempre. “El miedo arranca a la “existencia” – que es como Heidegger designa ontológicamente al hombre – de la “cotidianeidad” familiar y habitual, de la conformidad social. Con el miedo, la existencia se confronta con lo siniestro y desapacible.” (Byung-Chul Han, 2017).

      No me es fácil soportar el dolor que provoca el miedo. Perturba, genera desconfianza, asusta, me pone en alerta y me sobresalta la ansiedad.

      “Hoy, muchos se ven aquejados de miedos difusos: miedo a quedarse al margen, miedo a equivocarse, miedo a fallar, miedo a fracasar, miedo a no responder a las exigencias propias. Este miedo se intensifica a causa de una constante comparación con los demás”. (Byung-Chul Han, 2017).

      Lowen describe: “Si tenemos miedo de ser, de vivir, podemos ocultar ese miedo aumentando nuestro hacer (…) y en la medida que ese miedo exista inconscientemente en el individuo, este último correrá más rápido y tendrá mas actividades, para no sentirlo.” (Alexander Lowen, 1980).

      Y así actuaba yo. Haciendo. Salir de mi casa, colocándome la máscara del agrado, y recorriendo grupos que me dieran cobijo, amor y seguridad. La búsqueda sería inalcanzable, porque el miedo, hasta entonces, me pertenecía.

      Para poder deshabitar esas áreas de dolor, mi ser creó una lógica inconsciente en mi mente: el rechazo y la soledad producen miedo. El miedo duele, incomoda. Para evitar sentir ese miedo, no debía ser rechazada. Agradar para sentirme segura. Pertenecer para evitar el temor. Dejar de lado mi ser auténtico y espontáneo, para darle lugar al ser que agrada, que es admirado por su impecabilidad, por su sonrisa. En palabras de Lowen: “Con las pérdida de auntenticidad, perdemos el sentido del ser y, en su lugar, se instala la imagen, que adquiere una importancia increible.” (Alexander Lowen, 1980).

      La Dra. Braiker, asismismo, expresa:

      “De hecho, por ser una persona complaciente, su sentido de la identidad, su autoestima e incluso su merecido derecho a ser amado se derivam de todas las cosas que hace por los otros. En realidad, a menudo, parece que usted es lo que hace”. (Braiker, 2012).

      Habité esa máscara hasta hoy, hasta identificarme con ella. Una máscara colorida y resplandeciente. Pero llegó el tan temido momento de quitármela, y lo que descubrí debajo de ella será relatado a continuación.

      “Si ser es vida, ¿por qué tenemos tanto miedo de ser? ¿Por qué se nos hace tan difícil soltarnos y simplemente ser? (…) ¿Por qué más tarde, en la vida, es tan difícil restablecer la conexión original? ¿Qué temores entorpecen la recuperación de la inocencia? Sabemos que esto no es tan simple como mostrarle a alguien el camino a casa. Este camino, atraviesa valles escondidos con peligros que sólo se descubren al retroceder hasta la niñez y la infancia”. (Alexander Lowen, 1980).

      Recorrer este camino de la mano de la mirada ontológica me ha ayudado a descubrir cómo es mi parada personal frente a la vida.

      Mientras iba avanzando en este recorrido, la autoindagación

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