El Perro. Guido Pagliarino
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—Hizo bien. Yo tenía entonces solo quince años, pero ya tenía opiniones políticas concretas y, como mis padres, detestaba el nazifascismo. Yo era un joven alegre y, sin embargo, en las semanas posteriores a la Liberación, me sentía molesto cada vez que veía pasar junto a mí por la calzada, sin ningún destino y haciendo sonar las bocinas, automóviles y camiones llenos de partisanos cubiertos hasta los dientes de armas. Daban la impresión de estar borrachos. Tal vez yo era demasiado inflexible al ser muy joven, pero aun así sentía que aquellas cosas dañaban la memoria de los mártires de la Resistencia: otra cosa fueron los exultantes desfiles posteriores a la victoria, que también yo aplaudí con alegría, distintos de algunos teatros posteriores.
—Sí, señor Velli, por no hablar de aquellos falsos justicieros desatados que, ensuciando el honor de los demás partisanos garibaldinos, bajo la cobertura de banderas rojas se dedicaron a actos de violencia indiscriminada y venganzas personales,13 un poco en todas partes del norte de Italia, pero especialmente en aquella zona de la Emilia Romaña a la que se llamaría el triángulo de la muerte.14 Para mí fue algo especialmente amargo, porque también mis queridos abuelos fueron víctimas inocentes.
—Cuéntemelo, por favor.
—¿No le aburro?
—No, señorita, la escucho con atención.
—Mientras que la familia de mi papá era de Moncalieri,15 mis abuelos maternos eran de Reggio Emilia: mi padre conoció a mi madre por unas cortas vacaciones en el mar en las que coincidieron en Cesenatico. El abuelo Luigi trabajaba como ortodontista en un laboratorio propiedad de un oficial de alto rango de las brigadas negras,16 alguien a quien raramente se le veía en el laboratorio, al dedicarse a hacer torturar y matar a patriotas capturados. Poco antes de la Liberación, ese criminal desapareció, dejando el negocio en manos del abuelo, que, igual que la abuela Marianna, no era ni fascista ni combatiente antifascista, sino uno de los muchos no alineados que solo buscaban sobrevivir, haciendo lo posible por esquivar las redadas nazifascistas y no morir bajo una bomba aérea estadounidense. Una tarde, estábamos a mediados de mayo de 1945 y hacía poco que había acabado la guerra, dos hombres y una mujer fuertemente armados entraron en el laboratorio vociferando desde la puerta: «¡Sal, fascista asesino!». Por lo que dijeron algunos vecinos luego a mi abuela, personas que en aquellos días turbulentos vivían prudentemente ocultas en su casa, pero no se habían tapado los oídos, esos tres, al ver la mesa de trabajo del único presente, mi abuelo, se aproximaron a él lanzándole insultos y le ordenaron gritar: ¡Abajo el duce!, cosa que evidentemente él hizo de inmediato. Inútilmente. La mujer le dijo: «Ahora ya no gritas viva el Duce, ¿eh? ¡Asqueroso escuadrista! Ahora ya no podrás asesinar a inocentes ¿eh?» Debieron confundirle con el dueño. Sin permitirle explicarse, inmediatamente los tres le golpearon la cabeza con las culatas de sus ametralladoras y fusiles, lo arrastraron fuera, más muerto que vivo, le colocaron al cuello un cartel en el que ponía: Esto le pasará a todo verdugo fascista y lo colgaron de una farola. Mi abuela, al ver que no llegaba a cenar, fue a buscarlo al laboratorio y se encontró de frente con ese horrible péndulo.
— Un error tremendo, señorita. Lo cierto es que los miembros de las Brigadas Negras estaban entre los fascistas más crueles y más odiados, no solo por los partisanos, sino también por buena parte de la población, por eso los encontrados después de la Liberación sufrieron unas represalias comprensibles e implacables, no solo por parte de miembros de las formaciones garibaldinas, sino asimismo por otros patriotas que, aplicando una justicia sumaria, los castigaron sangrientamente y, por desgracia, en la confusión de las primeras semanas después de la Liberación, se produjeron también injusticias debidas a errores de personas, como le pasó a su pobre abuelo, y es horrible. Pero dígame: ¿Al menos su abuela tenía otros hijos cercanos que pudieran consolarla?
—No, mamá era hija única y no supo nada durante mucho tiempo. La abuela Marianna sufrió sola su luto: una mujer fuerte, ¿sabe? Pero aquellos primeros días debieron ser horribles, aislada como estaba. Le comunicó a mi madre el desastre solo tiempo después, por carta, cuando se reanudaron los servicios postales regulares. De todos modos, señor Velli, las cosas fueron así y no se pueden cambiar. ¿Volvemos a hablar de Mangiaforni?
—Sí.
—En Turín, el ingeniero fue contratado casi de inmediato en Italiavolo. Hizo carrera en pocos años y ya en 1949 era un ejecutivo y pocos años después uno de los dos subdirectores, aunque en su documento de identidad no aparecía con esa categoría, sino como un simple empleado,17 una categoría modesta que, por prudencia, Italiavolo había sugerido a su alta dirección, considerando el riesgo de las Brigadas Rojas. Además, su empresa se dirigió a nuestra Agencia de Seguridad e investigación confidencial para tener escoltas armados para sus directivos. Dos compañeros y yo estábamos asignados a su protección 24 horas al día, ocho horas de servicio cada uno.
—¿Para qué agencia trabaja, señorita?
—Es conocida: la Indagini Private e Servizi di Scorta Sam Buzzi .
—Que sería Samuele Buzzi.
—No, Samuel: el propietario es de origen estadounidense, de familia italoamericana. Llegó a Italia en 1943 con el Ejército de los Estados Unidos, siendo capitán de la OSS,18 su servicio secreto militar. Durante un par de años, trabajó más allá de las líneas, desde la primavera de 1944 aquí en Piamonte, transmitiendo información y órdenes de los aliados a nuestros jefes partisanos y, en sentido contrario, mandando informaciones a la OSS sobre la producción bélica de nuestra industria y el desvío hacia Alemania, por orden de los propios alemanes, de aviones, tanques, medios motorizados construidos por la FIAT y por Italiavolo: aproximadamente el 90% de la producción. Italia le gustó tanto que, al acabar la guerra, decidió quedarse, también porque en nuestra ciudad conoció y tuvo relaciones con una abogada penalista19 que formaba parte de los órganos directivos del Comité de Liberación Nacional de la Alta Italia en representación del Partido Liberal.
—¿Ha sabido estas cosas directamente de Buzzi?
—De su mujer, en cuyo despacho trabajé durante un tiempo, el
Studio Legale Avvocata Margherita Valenti
. Se casaron. Con el matrimonio, adquirió automáticamente nuestra nacionalidad, aunque sin renunciar a la estadounidense. Tras licenciarse,