Autobiografía de mi padre. Damián Noguera B.
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Hago lo que Claudio me dice que tengo que hacer. Pasan los minutos. Pasan las horas. Cada parte de mi cuerpo se comienza a transformar en algo dolorosamente consciente. Siento la circulación de mi pierna derecha. Mi leve torcedura se empieza a sentir en mis costillas. Mi brazo izquierdo resiente la dureza de la madera. Mi brazo derecho resiente no tener apoyo. El gesto empieza cada vez a profundizarse más dentro de mí, cada vez se transforma en una certeza física que tengo que controlar, en un cansancio que tengo que sostener. Espero y esperar es como repetir mil veces la misma palabra. En cada repetición la palabra va perdiendo su significado y se transforma tan solo en un objeto sonoro que de pronto empiezo a desconocer. Así me siento a medida que pasa el tiempo en esta posición y Claudio esboza los primeros trazos en una presencia inerte, como una forma consciente de sí misma, como redescubriendo cada parte de mi cuerpo en una acción inmóvil que fija en el papel. Cada parte de mí empieza a adquirir una existencia propia y despojada, una especie de caos disociado que tengo que sostener. Aparece la diferencia entre mostrar un gesto del cual soy consciente en cada milímetro y vivirlo. Aparece la certeza que mostrar es un lugar más seguro que vivir, un lugar en donde no tengo que ser hijo único, no tengo que ser tímido, no tengo que ser un niño que se porta demasiado bien. Estoy actuando por primera vez y no puedo moverme, y la postura, la pose, es la parte corporal que determina toda expresión y así me quedo, esperando, y me enredo en mis propios pensamientos porque exhibo algo y al mismo tiempo ese mismo acto niega esa exhibición. Estoy diciendo que soy algo, pero decir que soy algo es posar y si estoy posando ese gesto da cuenta que no soy lo que estoy mostrando, y en esa reciprocidad, en esa contradicción que gira eternamente por sobre sí misma, encuentro una nueva forma de libertad.
Claudio termina su primer boceto.
Ese que veo dibujado no soy yo: mi cuello es más largo, mis brazos más flacos, mis cejas más aguileñas, mi nariz más pronunciada, mis labios más abultados, mi cráneo más alargado. Una proyección propia a partir de los ojos de otra persona y así, cada tiempo libre, cada subterfugio en el San Ignacio, se transforma en una excusa para ser parte de un retrato nuevo. Soy un arlequín, o un santo, o un personaje mitológico, a veces en un lienzo, a veces en la hoja rasgada de un cuaderno.
6
A Claudio le gusta ser admirado y yo lo admiro. En esa dinámica en donde él es mi maestro y yo su discípulo formamos nuestra propia escuela. Intentamos olvidar los sermones de Cox y en cambio nos concentramos en nuestras nuevas lecturas diurnas. Miramos libros con reproducciones de Rembrandt, Velázquez y Dalí. Leemos a Gabriela Mistral, Pezoa Véliz y Vicente Huidobro. Nos juntamos con Adolfo Couve y Mauricio Wacquez para correr desde el colegio hacia el Teatro Municipal y ver quién gana el primer puesto de la galería. Vemos Cristóbal Colón, de Paul Claudel, con la compañía de Jean-Louis Barrault. Vemos a bailarines armar el barco de Colón mientras suena la música de Arthur Honegger cantada por el coro de la Universidad de Chile. Nunca antes habíamos presenciado que la escenografía de una obra de teatro se construyera frente a nosotros. Vemos Carmina Burana y bailarines como Lola Botka, Ernst Uthoff y Óscar Escauriaza. Vemos Porgy and Bess de George Gershwin. Vemos a una mujer negra por primera vez, sentada en una escalera de caracol cantando «Summertime».
Nos unimos al taller de teatro del profesor de Castellano Alfredo Peña. Siempre ocupa el mismo terno café como si quisiera ocultar su juventud. Debe tener unos veintisiete años. Escribe sus propias obras y también adapta novelas. Montamos en el salón neoclásico del San Ignacio Esos pasos que resuenan atrás, Él también supo triunfar, Corazón de Edmundo de Amicis, Tom Playfair de Francis J. Finn, obras sobre niños que experimentan situaciones que los hacen crecer y consolidar valores católicos que desconocían. Don Alfredo siempre se preocupa de nuestra dicción, de nuestra prolijidad gramatical en el momento de decir los textos que adapta.
Mi nueva amistad con Claudio Bravo implica una vida secreta a medida que nuevas personas empiezan a entrar en mi entorno por su influencia, y con ellas hay también un lenguaje distinto, hay nuevas ironías y subentendidos que me alejan aún más del mundo que siempre consideré conocido por mí. Me aleja aún más de mi mamá.
Claudio me presenta a Pancho Huneeus, su vecino de la calle Condell y conductor de un programa de radio sobre teatro que escucho cada sábado en la tarde. Se junta con él una vez a la semana junto a otros escritores y pintores que quizás secretamente desprecia. Me dice que me lo va a presentar, que las reuniones son durante el día porque Pancho se acuesta siempre a las ocho de la noche. Y así sucede que estoy en una tertulia en el living de su casa, que es como una extensión social de su programa de radio. Todos los intelectuales que escucho están aquí: Benjamín Subercaseaux, Luis Oyarzún, Marcela Paz y Jorge Délano. Claudio se desenvuelve en este grupo, cuya edad bordea los cincuenta años, como un integrante más entre las risas y los comentarios irónicos sobre el mundo artístico santiaguino. Habla como si fueran sus colegas, como si no supiera que tiene diecisiete años, incluso como si considerara eso una ventaja en relación a los demás. Se sienta en el sillón más grande y yo al lado de él, no como un artista, sino como un acompañante bajo su paraguas ante este grupo de personas con una obra ya realizada sobre sus espaldas y que miran a Claudio con una extrema curiosidad. No me atrevo a hacer una intervención por mínima que sea, me limito a asentir y ponerme al alero de Claudio mientras pienso cómo le cuento a mi mamá que me junto con estos viejos, personas de mala vida y bohemios.
Claudio les cuenta que somos parte de un taller de teatro. Les dice que leo bien y me sorprende que diga que leo bien. Pancho escoge un libro de su librero y me pide que lea «Marcha triunfal», de Rubén Darío, a él y sus amigos. Y entonces asumo el rubor correcto, dejo en claro una primera negación, una primera vergüenza, espero la insistencia con la cara aún enrojecida, y la insistencia llega y me incorporo, emito un primer carraspeo nervioso, mi mano izquierda es un puño cerrado, contraído, tenso y digo: «Cae al fondo del infinito / cae al fondo del tiempo / cae al fondo de ti mismo». Y me escucho decir el primer canto de Altazor de Vicente Huidobro, los fragmentos que alguna noche decidí memorizar, el autor proscrito, menospreciado, incomprendido, no ese Modernismo lleno de adjetivos de la marcha triunfal, no los «claros clarines» sino un «mar de estupor», y de verdad creo que leo bien y mientras lo hago me concentro en la musicalidad de las palabras que me escucho recitar en voz alta ante un público que siento por primera vez como un público real, que no son mis compañeros sino seres humanos reales y formados que existen fuera de mi mundo inmediato. Pancho graba mi declamación con una grabadora de alambre. Digo: «Quema el viento con tu voz / el viento que se enreda con tu voz». Intento ser consciente de lo que sale de mí como para controlarlo, amoldarlo, y entonces solo me escucho a mí mismo y ajusto mi decir y mi escuchar a lo que creo que el poema significa, o a lo que creo que el poema suena. Digo: «Soy yo Altazor el doble de mí mismo / el que se mira obrar…», reconocerme y ser reconocido, «el ritmo que hace nacer los mundos», y miro la sala que me rodea, el público que me escucha y entonces termino.
El rubor es ahora seguridad y mi puño sigue firme y tenso, y suenan los aplausos y estoy feliz. Miro a Claudio y Claudio no me devuelve la mirada, y Pancho decide encantado reproducir la grabación y de una nube de estática emerge mi voz fuera de mi cuerpo por primera vez, y entonces todo se viene abajo, todo se derrumba, y lo que era una expresión ahora es una disección; un objeto muerto, percibido, sin pulmones, sin cabeza, la deformación de algo que en un momento, hace no tanto tiempo, hace unos instantes, de hecho, sentí vital y propio, y pasa que me sigo escuchando, que no puedo parar y eso que suena, que, no obstante, a pesar de no tener cuerpo ni cabeza ni pulmones, me mira directo a los ojos como riéndose de la ingenuidad de haber siquiera pensado que soy escuchado de la misma manera en que yo escucho al mundo.
Así se siente verse. Así se siente escucharse. Como una rotura de lo que creía propio.
Es como si esa voz estuviera en abierta confrontación