Autobiografía de mi padre. Damián Noguera B.
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Sé todo lo que tiene que suceder. Todo significa algo. Cada uno entiende algo que va más allá de mí. Cada movimiento se lee como parte de una historia más grande. Todo porque cientos de perspectivas distintas se centran en un mismo foco óptico. Salgo de escena. Me miro en el espejo de uno de los camarines del teatro. Me llamo Héctor Noguera Illanes. No me reconozco con esta barba que llega hasta mi pecho. Mi pelo desgreñado y desteñido en un color todavía cobrizo por el montaje de Theo y Vicente hace un semestre atrás. Una corona de espigas y trigo. Mi cuerpo embadurnado en un barro ahora seco y envuelto en capas de lino. Escucho la voz de Kent y el bufón a lo lejos en el proscenio. Qué diría mi papá si me viera así, sin saber si acaso voy a poder levantar mi mano izquierda, sin saber si va salir de mi cuerpo el sonido de mi voz, sin saber si voy a tener la energía suficiente para vivir lo que tengo que vivir ahora.
Entrecierro mis párpados. Me muestro una mirada vaga, perdida, que se mira a sí misma y deja poco espacio para lo que sucede afuera. Abro mi boca. La abertura más grande posible. Encorvo mi espalda y susurro en un mismo suspiro y exhalación: «¡Ingratitud! Un corazón de mármol un demonio / Más siniestro que monstruo submarino / cuando se muestra bajo la forma de un niño». Que los pensamientos pasen. Que todo lo que estoy viviendo, pensando, sintiendo, que todo eso venga pero no se quede, no ahora. Que todo pase. Pero pienso otra vez. Quiero que el mundo se acabe. Pienso que me quiero ir de aquí, que todo está en mi camino, que no sé dónde dejé mis llaves y mi billetera, que todo lo que me llevó a este lugar fue un error, y de pronto camino y me miro en un espejo distinto al cual no sé cómo llegué. Reviso mis bolsillos. La billetera no está ahí. Tampoco las llaves. Quizás las dejé adentro del auto. Siento el peso de mi cuerpo como nunca antes. Pienso en el texto una última vez. Levanto mi mano izquierda y ejercito mi voz. «Enero, febrero, marzo, abril…». Expando las vocales de cada mes para aclarar mi garganta. «Mayo, junio, julio…». Con cada vocal intento evitar esos zarpazos de consciencia que me dicen que no sé nada del texto que viene. «Agosto, septiembre…». No lo logro. No sé nada del texto. «Octubre, noviembre…». Alberto Vega a mi lado se maquilla mientras tararea una canción con una calma que envidio. «Diciembre, enero…». Existe acaso alguna solución definitiva a este nerviosismo que no se transforma, que solo persiste función tras función. Cómo voy a liberar fuerzas cercanas al delirio noche tras noche y salir vivo de todo esto. Alfredo Castro quiere de mí una entrega que no me atrevo a dar, no con este personaje. Siento el hedor de mi vestuario que ha acumulado los sudores de casi toda una temporada, y así los años pasan.
Mi discernimiento desfallece. Soy un anciano que perdió la cabeza, que decidió destruir todo lo que construyó por no recibir de una de sus hijas la entrega de un amor verdadero. Pero qué es el amor verdadero. Entrecierro mis párpados. «Es un espanto ver al pobre viejo destartalado». Empiezo a mover mi cabeza. Intento soltar mi cuello, y a la vez, me pliego en mí mismo para mostrar a una persona que no puede escuchar, que no puede entender, que solo ve agresión a su alrededor, que siente una constante revolución dentro de su cuerpo. Empiezo a tambalear. Intento purgar de mi mente lo que se supone es actuar bien, el sonido que se supone que debería tener mi voz, la imagen que tengo de mí mismo. La tempestad se abalanza: «Que el agua de mis ojos sirva para fraguar la arcilla». Esto es lo que soy ahora. Mi cuello empieza a responder. Soy un ser destartalado que lo único que quiere es el amor incondicional de sus hijas. Esto es lo que soy ahora. Cordelia me quiere de la manera en que una hija puede querer a un padre y eso tiene límites que no estoy dispuesto a aceptar. Esto es lo que soy ahora. Soy muy viejo y por el deseo que honren mi obra pierdo lo que está más cerca de mí. Sí. Esto es lo que soy ahora. Respiro. El texto es un recuerdo otra vez. Estoy atrapado dentro de mí y todo me agrede. Me miro al espejo y finalmente puedo decir: «Todo viejo es un rey Lear».
Esto es lo que soy ahora. Y luego salgo otra vez.
2
Sostengo un nudo en mis manos. Una cuerda que no puedo desatar. Las escaleras azules se superponen a la terrosidad rota de los telones. Camino perdido como un huésped inoportuno en la hacienda de mi hija mayor, con un bufón riéndose de mí y Kent, mi fiel servidor, desterrado y obligado a aparentar alguien que no es. Ahora todo el escenario es tierra, el color grisáceo del lino, los vestuarios y las capas de Marcos Correa que arrastran el polvo del escenario. Estamos en la corte de la mayor de mis hijas, y ella se atreve a acusar mis desvaríos y con la falsa elegancia y manierismos de la corte me pide prudencia, describe los malos modales de mis caballeros que han hecho de su casa un prostíbulo. Me dice que la vergüenza motiva medidas inmediatas, que si no hago lo que me pide ella misma va a tomar la iniciativa de despedir a mi séquito de su hacienda. «¡Ingratitud!», le respondo. «Un corazón de mármol un demonio / más siniestro que monstruo submarino / cuando se muestra bajo la forma de un niño». Mi propia hija me da órdenes. Me han mentido. Me han despojado de mis bienes. Me siento un huésped en mi propio reino. El bufón a lo alto de las escaleras me da la espalda y Kent, camuflado y ungido en barro, me mira con una mezcla de amor y lástima. No estoy dispuesto a resignarme a la poca autoridad que me queda, a la que renuncié por mi propio desvarío. Empiezo a enrojecer. Todos me miran asustados como esperando a que me invada la locura, y yo no quiero enloquecer. Grito fuera de mí: «¡Demonios y tinieblas! ¡Ensillad mis caballos! ¡Reunid a mi séquito! ¡Bastarda depravada! ¡Todavía me queda otra hija!». Estoy al borde de perder mi voz. Camino en círculos. El calor es insoportable. Alfredo Castro me exige el más absoluto paroxismo. ¿Cuán abyecto puedo llegar a ser? ¿Cuán abyecto quiere Alfredo que sea? Grito otra vez: «¡Ay del que se arrepiente demasiado tarde!». El duque de Albany me pide paciencia. Le respondo diciéndole que es un buitre execrable. Ramón Núñez como el bufón se sigue riendo desde la altura del muro con un gallo petrificado como corona. Kent, al otro extremo inferior, se agacha asustado. Una tempestad se abalanza. Me lamento, con una voz aguda y quebrada me golpeo la cabeza con mi mano. Digo: «¡Oh, Lear, Lear, Lear! Golpea a la puerta / que permitió pasar a la locura / y dejar a la intemperie a la cordura».
Se puede maldecir a los padres, pero no a los hijos, y ahora tengo que maldecir a mis hijas. Eso es lo que tengo que hacer. «Tumores purulentos. Furúnculos pestilentes. Achaques de mi carne». No quiero decir lo que tengo que decir. Empieza el vértigo. Los silencios involuntarios. El crujir impaciente de las butacas. No sé si olvidé lo que tengo que decir o simplemente no quiero decirlo. El sudor frío en mi espalda, las tensiones de mi cuello, la posición