Vida plena, vida buena. Santi Vila

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Vida plena, vida buena - Santi Vila

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del 2019 –justo antes de la crisis sanitaria realmente aterradora impuesta por la covid– acreditaron cualitativamente este malestar undergrown: empatía con personajes como el oscarizado Joaquin Phoenix en su papel en Joker, con sus crímenes y cambios en el estado de ánimo (Oscar al mejor actor y a la mejor banda sonora, 2020); desconfianza absoluta en los políticos y en los ricos, en las instituciones democráticas y en la economía social de mercado. Y peor todavía, absoluto convencimiento de que el futuro que nos espera será infinitamente peor que el pasado que vivieron sus padres.

      Justo cuando incluso la RAE ha incorporado la palabra distopía a su actualización anual del diccionario virtual de la lengua, una pregunta desgarradora asoma: ¿la tragedia humanitaria de la covid, los cambios sociales, tecnológicos e incluso políticos que ha precipitado, acelerado y consolidado, son un tropiezo en el camino o, al contrario, marcan un punto de inflexión, un cambio disruptivo en nuestra evolución antropológica y social? ¿Las renuncias que habremos hecho a libertades civiles fundamentales, a nuestra intimidad violentada cuando entramos en la facultad, en el teatro o en el gimnasio y nos miden la temperatura corporal; las restricciones a nuestros derechos de libre circulación, reunión, manifestación y participación política cuando nos decretan toques de queda o confinamientos perimetrales, habrán sido solo temporales? ¿O, como pasó con muchas de las medidas adoptadas al día siguiente de los atentados del 11-S en Nueva York, han venido para quedarse? Económicamente, especialmente en términos de consumo energético, a pesar de las advertencias catastrofistas cada vez más irrefutables que inundan la literatura académica y de divulgación, pasada la tormenta ¿reanudaremos el camino allí donde lo dejamos? Las colas kilométricas en la AP-7 los domingos de verano por la tarde o el colapso de la calle València de Barcelona los viernes al mediodía dan que pensar. La encendida e ideologizada discusión sobre la ampliación del aeropuerto de El Prat, con todo lo que comporta sobre el modelo de sociedad que queremos, tampoco parece acreditar demasiada predisposición a los cambios.

      En honor a la verdad, hay que reconocer que los viejos valores de la libertad, la igualdad (cuando menos de oportunidades y ante la ley) y la fraternidad, que hasta ahora habían actuado como motores de progreso, también parecen haberse vaciado de su sentido primigenio. Lo confirma que todos los partidos del arco parlamentario, e incluso los extraparlamentarios, desde los de extrema derecha hasta los radicales de izquierdas, se reivindican por doquier como sus máximos avaladores. Es sabido que cuando Vox y Podemos se reconocen a un tiempo como garantes del mismo valor, cuando lo hacen al unísono Salvini y Draghi o Le Pen y Macron... no es que compartan un mismo tipo de exigencia moral, reconocida universalmente, sino simplemente que las palabras se han banalizado, han perdido su significado radical.

      Pienso que la apuesta académica por las humanidades en todas las disciplinas forma parte de las contribuciones cualitativamente significativas para la superación de este momento agónico del mundo que nos ha tocado vivir. A males nuevos, recetas clásicas. Y el mejor remedio contra el derrumbe, o cuando menos la degradación de la calidad de nuestras democracias, solo puede ser el compromiso con una ciudadanía educada y culta, capaz de hacer uso autónomo de su capacidad de razonar, de mantener bien vivo el espíritu crítico, es decir, la propia libertad. Y eso nos lleva al tema central de este libro: la pregunta sobre cómo podemos aspirar a llevar una vida buena.

      ¡En este punto ya avanzo que este es un libro militante! Militante, porque no podremos aspirar a llevar una vida buena, a ser realmente felices, si este propósito no se desarrolla en un entorno responsable y fraternal, que consecuentemente promueva una sociedad justa, o sea, moralmente aceptable. Que la vida buena deba ser un asunto estrictamente vinculado a la esfera privada de la vida es falso, por simplificador. Y lo escribe un liberal. ¿O es que quizá podremos aspirar a nuestra propia autorrealización personal si no hemos reflexionado antes sobre quiénes somos, sobre qué hacemos en el mundo o sobre por qué hemos nacido? Siéntete bien contigo mismo, y podrás sentirte bien con los demás, ciertamente. Afianzado el yo, sin embargo, ¿podemos plantearnos una vida insensible a la suerte de los demás? ¿O con respecto al planeta que dejaremos a las próximas generaciones?

      En estos nuestros tiempos posmodernos, de grandes y acelerados avances científicos, si creyéndonos semidioses osamos cruzar todas las barreras del sonido, ¿no ha llegado también la hora de preguntarnos, como nos espolean a hacer los teóricos del posthumanismo, por qué tenemos que envejecer y hacernos mayores hasta morir? ¿Dónde está escrito que las cosas tengan que ser así? Porque ¿de verdad somos solo depositarios de una vida que en el fondo no nos pertenece? Y mirado al revés, mientras lo tengamos que hacer, ¿hasta qué punto no debe resultar tan legítimo defender el derecho a la vida, como el derecho a la muerte? ¿La vida y la muerte no tendrían que resultar indisociables de la dignidad con que son ejercidas? En nuestros días, ¿cuántas personas mayores no miran a los ojos de sus nietos para preguntarles, honestamente y con desconsuelo, por qué los obligan a seguir viviendo en un mundo que ya no es el suyo?

      Sin el esposo, sin los amigos, casi totalmente analfabetos tecnológicos y cada vez más dependientes físicamente de los que tienen su custodia, muchos

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