Historia de un perro llamado Leal. Luis Sepulveda
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Al emprender nuevamente la búsqueda del rastro del fugitivo, un ruido estremece el bosque. Es tralkan, [27]el trueno, que anuncia la tormenta. Sé que será difícil dar con el rastro mientras caiga la lluvia, pues mapu, la Tierra, abrirá todos sus poros agradecida y no se percibirá más que el olor de su contento.
Busco refugio bajo un grueso tronco y ahí me tumbo. Entonces pienso por qué el olor del fugitivo me recuerda todo lo que perdí. Y pensando con dolor en lo que perdí me duermo mientras la lluvia cae sin cesar. Entonces sueño.
Sueño que estoy junto a un fuego que me sume en una plácida somnolencia. Junto al fuego hay otras gentes, hombres, mujeres y niños que escuchan al que habla mientras comen los frutos del pewen, la altísima araucaria. Hablan de mí.
«Según cuentan los mayores, nawel, un jaguar fuerte y ágil, bajó desde la cordillera de Nawelfüta, su hogar, pues, no en vano, Nawelfüta significa ‹jaguar grande› en mapudungun, la lengua de la Gente de la Tierra.
Todo ocurrió una mañana muy fría y cubierta por [28]una niebla tan espesa que impedía ver las ramas de los árboles y las cumbres de las montañas nevadas, y apenas permitía adivinar el sendero que llevaba hasta las rukas, las casas mapuche levantadas a orillas del gran lago. Cuentan también que, pese a la presencia del jaguar, los perros no ladraban por más que la Gente de la Tierra, temiendo por sus ovejas, los azuzaran gritando: ‹¡Trewa! ¡Trewa!›, ‹¡Perro! ¡Perro!›. Pero esa mañana de niebla, y a pesar de los gritos, los nobles perros, que no temen a nawel, el jaguar, permanecieron quietos, cabizbajos, hasta que el gran felino de la cordillera se acercó hasta la primera ruka y, frente a la puerta orientada hacia la puelmapu, la tierra del este, depositó con suavidad la carga que sostenía en sus fauces. Luego nawel, el jaguar, rugió y se perdió en la niebla.»
«Eso fue lo que ocurrió», dice otro de los que hablan en mi sueño. «En la ruka vivía Wenchulaf, un [30]anciano que, fiel al significado de su nombre – hombre feliz –, se encargaba de entretener a los niños en el ayekantun, la cita diaria para escuchar alegres historias y cánticos que hablaban de otros tiempos que nunca debían ser olvidados, porque en esas historias y cánticos transmitidos de padres a hijos latía el orgullo de ser mapuche, de ser Gente de la Tierra.
Alarmado por los gritos, Wenchulaf salió de la ruka, se inclinó, tomó en sus manos el pequeño cuerpo de color oscuro, lo acarició y anunció que era un pichitrewa, un cachorro de perro.
Toda la comunidad rodeó a Wenchulaf y el extraño regalo dejado por nawel, el jaguar. Unos decían que esa mañana, pese a no soplar viento de tormenta, había bajado desde las altas montañas kallfütray, el ruido del cielo; y otros opinaban que tal vez el cachorro era un regalo de wenupang, el león del cielo.
Wenchulaf los invitó a callar.
[31]– Lo que importa es que el cachorro tiene frío y hambre – dijo –, y como todo lo que nos da ngünemapu, el espíritu de la Tierra, es para nuestro bien, yo lo acojo con gratitud.»
En mi sueño siento el calor de los brazos de Wenchulaf, y hasta la memoria de mi olfato llegan los olores de la ruka: a humo de leña seca, a lana, a miel y a harina.
En mi sueño y en la semioscuridad de la ruka veo a Kinturray, cuyo nombre significa «la que tiene una flor». Ella amamanta a un cachorro de hombre y, al verme, echa de su generosa leche en un cuenco y me llama.
Mientras lamo esa leche, alguien dice:
– Tienes un buen perro, Wenchulaf, esperemos que sea un noble pastor para tus ovejas.
Y el viejo mapuche responde:
– No es mi perro, es el compañero de mi nieto Aukamañ – cóndor libre –. Nunca sabremos dónde lo encontró nawel, el jaguar, ni qué ocurrió con su madre, pero sabemos que este cachorro ha sobrevivido al [32]hambre y al frío de la montaña. Este cachorro ha demostrado lealtad con monwen, la vida, no ha cedido a la cómoda invitación de lakonn, la muerte, y por eso se llamará Afmau, que en nuestra lengua significa leal y fiel.
[33]Kechu Cinco
La lluvia sigue cayendo sin pausa y en mi refugio espero a que cese. Me gusta la lluvia, siempre renueva las cosas. A veces, cuando vivía con todo lo que perdí, sentía el abrazo de Aukamañ mientras la tormenta retumbaba en la noche. El pequeño cachorro de hombre se sentía seguro junto a mí, y yo agradecía a la lluvia la confianza de mi peñi, de mi hermano.
Me gustaba el cachorro de hombre. Sobre todo me gustaba verlo sostenerse sobre sus piernas y dar los primeros pasos entre el alborozo de Kinturray y el viejo Wenchulaf. Pero lo que más me gustaba era estar alerta cuando alka, el gallo, cantaba y despertaba a antü, el sol, porque enseguida los humanos abandonaban sus lechos de pieles de oveja.
– Mari mari chaw, buenos días, padre – se oía la voz de Kinturray saludando a Wenchulaf.
– Mari mari ñawe, buenos días, hija – respondía la voz siempre amable del viejo, y luego agregaba –: Mari mari kompu che, buenos días a todos. – Y se [34]echaban a reír, porque ese saludo nos incluía por igual a Aukamañ y a mí.
Mientras el agua y la leche se calentaban, Kinturray echaba dos puñados de trigo en una callana de fierro y la movía sobre el fuego para tostar esos granos que entregaban el primer aroma del día. Luego molía los granos tostados en un molinillo de mano, vertía la harina en un cuenco, agregaba miel y leche, y dividía el fragante ulpo en dos porciones que Aukamañ y yo devorábamos hasta saciarnos.
Juntos crecimos durante los breves veranos y los largos inviernos australes. Juntos aprendimos del viejo Wenchulaf que la vida se debe tomar con gratitud. Así, por ejemplo, el pequeño Aukamañ y yo lo mirábamos con respeto cuando tomaba la hogaza de pan y, antes de cortar las rebanadas para Kinturray y [36]para él, agradecía al ngünemapu ese kofke, el alimento ofrecido por la Tierra.
Durante los veranos salíamos con el viejo para alegrar, nombrándolos con gratitud, a los arroyos y a las cascadas, para alegrar al bosque y a sus senderos, a los peces y a los pájaros, para alegrar a todo lo que vive, porque los mapuche, la Gente de la Tierra, sabe que la naturaleza se alegra con su presencia, y lo único que pide es que se nombren sus portentos con palabras bellas, con amor.
En los inviernos sentíamos cómo arreciaban la lluvia y el granizo. También oíamos la silenciosa caída de la nieve, felices bajo el cálido abrigo de la ruka y por el fuego siempre encendido. Y en los días de espesa niebla, Wenchulaf nos decía que esa niebla era un manto dichoso que cubría a mapu, la Tierra, y que ésta preparaba los regalos que nos ofrecería apenas se retirase el frío a su morada, en las altas montañas.
Aukamañ y yo crecimos escuchando al viejo Wenchulaf. Nos contaba que en octubre, en el longkon kachilla küyen – el mes de las espigas y quinto de los trece meses del año mapuche –, cuando el sol ya calienta [37]y el ngünemapu ordena que las ramas de los walle, de los altos robles, se llenen de diweñes, los dulces hongos que tanto nos gustaban, él enseñaría al cachorro de hombre a lanzar un trozo de luma, esa madera durísima que golpea las altas ramas sin dañarlas, para que cayesen los diweñes como