Presencia. Enrique Martínez Lozano
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Y esto no es una creencia. Prueba por un simple instante a acallar la mente y pregúntate qué queda. Advertirás que, una vez silenciado todo, lo que permanece es una desnuda consciencia de ser, es decir, pura presencia. Si te permites descansar en ella y saborearla, sin prisa, percibirás que has encontrado tu «casa», tu verdadera identidad. El hecho de conectar con ella de manera consciente producirá en ti un cambio de estado de consciencia: has sido conducido del «estado mental» –en el que habitualmente nos movemos– al «estado de presencia». En el primero, nos hallamos identificados con la mente, encerrados en ella como en una jaula y a merced de los movimientos mentales y emocionales, alejados de lo que constituye nuestra verdadera identidad. En el segundo, por el contrario, desaparece por completo la ilusoria «distancia» entre nosotros y el conjunto de lo real –llámese vida o ser– y recuperamos (psicológicamente) lo que nunca habíamos perdido, aunque nuestra mente nos hiciera creer lo contrario: nos experimentamos como plenitud de presencia.
Esa Presencia tiene una percepción inmediata y autoevidente de ser. Sabe que es. No a través de ningún raciocinio, sino de un modo directo, sé que soy. No soy nada que pueda pensar o nombrar, no soy ningún objeto capaz de ser observado y ninguna forma impermanente. Soy, por el contrario, Eso que es consciente, que atiende y atestigua; en definitiva, la Presencia una en –de– la que emergen todas las formas.
A diferencia del «yo» con el que solemos identificarnos y que, a su vez, es fruto de la identificación con algún objeto determinado, por lo que se halla sujeto a una permanente impermanencia, la Presencia es siempre idéntica a sí misma: solo ella, por tanto, puede constituir lo que denominamos nuestra «identidad».
La Presencia tiene un sabor directo de sí misma. Y es su saboreo el que en nosotros abre las puertas a la sabiduría. La cual no consiste en otra cosa que en permanecer y mantener viva la conexión con la Presencia que somos. Todo lo demás vendrá de su mano. En el instante mismo en que nos reconocemos en ella, caen todas las confusiones en las que nos habíamos enredado y cesa toda búsqueda.
No soy el yo que, al percibirse como carencia, ansiosamente trata de compensarla, aferrándose a objetos de todo tipo o proyectándose en un futuro imaginado como respuesta a su búsqueda compulsiva. No soy el yo que «debe» esforzarse para llegar a adquirir una completitud que se le antoja inalcanzable. Soy la Presencia plena que late bajo el «yo» al que, en virtud del estado hipnótico controlado por la mente, me había reducido. La acción deja de verse como «algo que tengo que hacer» para completarme, y se vive sencillamente como expresión o despliegue de la plenitud que ya soy. La búsqueda ha terminado. Estoy en casa.
Ahora bien, si somos Presencia plena, ¿a qué se debe que vivamos con tanta frecuencia alejados de aquello mismo que nos constituye? Aunque volveré más adelante sobre ello, la respuesta me parece sencilla: tal ignorancia radical es consecuencia directa de la identificación con la mente. Al reducirnos a ella, dejamos de verla como una herramienta a nuestro servicio para confundirla con nuestra identidad. A partir de ahí, entramos en una especie de hipnosis: no solo percibimos la realidad reduciéndola a la estrecha perspectiva mental, sino que nosotros mismos nos definimos como un objeto más –otro ente separado– dentro de la infinidad de objetos que la propia mente delimita. A partir de ahí, la educación, la cultura y la sociedad no harán sino confirmarnos en aquella creencia, con lo que se fortalecerá hasta el extremo la identificación con el yo (mental).
Una vez identificados con el yo o ego, víctimas ya del efecto hipnótico, nos tomamos todo personalmente, uniendo nuestra suerte a lo que le ocurra a nuestro cuerpo o a nuestro psiquismo. Y aquel efecto llega a ser tan intenso que la mera alusión a nuestra verdadera identidad nos sonará completamente hueca y, a la postre, ilusoria. La confusión no podía llegar a más: se juzga como ilusión lo real, y lo real como ilusorio.
Sin embargo, por más que la identificación haya alcanzado niveles extremos, es probable que, en determinadas ocasiones, escuchemos en nuestro interior la voz del anhelo que nos llama a casa. Quizá en medio de una crisis o tal vez en una experiencia de plenitud, alcancemos a oír el «eco» de la añoranza de Eso que realmente somos... y que habíamos olvidado o proyectado fuera de nosotros en un mundo ideal, montado también por nuestra mente.
Es la «voz» del anhelo la que nos invita a desandar el camino y a desaprender lo previamente asumido, para abrirnos a la novedad y descubrirnos como Presencia. Así como al desconectar (psicológicamente) de ella nos entendimos radicalmente como vacío que exigía ser compensado, al «reencontrarla», saboreamos la plenitud.
Lo que quiero compartir en estas páginas son unas pautas sencillas para lo que podría denominarse un trabajo de reeducación, que nos ayude a salir de la inercia de donde venimos –el «estado mental»– y a conectar con lo que somos –el «estado de presencia»–.
Y me parece adecuado, por motivos pedagógicos, hacerlo en tres etapas, que nombro como aprendizaje, comprensión y realización. El aprendizaje no es otra cosa que la práctica que permite iniciar la reeducación, en un adiestramiento perseverante por venir al momento presente. Pero, debido a la tendencia mental a confundir el presente con el concepto de presente que la mente elabora, me parece necesario detenernos a comprender qué es el «presente» del que hablamos. Finalmente, ejercitados en la práctica y en la comprensión, podremos favorecer conscientemente lo que realmente importa: la vivencia o realización de la Presencia que somos y, con ella, el paso del «estado mental» al «estado de presencia».
Como ha quedado dicho, se trata de un camino de regreso a la «casa» de la que –paradójicamente– nunca habíamos salido. Tal como acabo de formularlo, puede dar la impresión de que el sujeto de todo ello es el yo, pero en rigor no es así. Lo que solo es una ficción –o construcción mental– no puede ser sujeto de ninguna comprensión. En todo momento, el único sujeto es la Presencia que somos que, como consciencia que es, va desvelándose a sí misma hasta mostrar su rostro diáfano y pleno. No hay nadie que llegue al «estado de presencia» o se reconozca como tal; hay solo y únicamente Presencia haciéndose consciente de sí misma en las formas en las que se expresa.
Frente a la inexorable limitación e incluso ambigüedad del lenguaje, es preciso afirmar que no existe un yo que esté presente, o haga el aprendizaje de estar presente. Al contrario, donde hay presente, no hay yo. Solo hay –y todo es– Presencia autoconsciente.
No existe ningún hacedor individual, ningún yo que llegue a alcanzar la iluminación o estado de presencia. Todo es Presencia que se desvela. Pero tal Presencia no constituye –de nuevo, las lecturas mentales– algo «paralelo» que discurriera «al margen» de lo que somos. Más bien al contrario, Eso es lo que somos.
No soy el «yo» que mi mente piensa; soy «eso» inefable que es el «sujeto» de todo. Pero suele ser precisamente aquí donde el lenguaje nos engaña porque, aun sin darnos cuenta, se cuelan fácilmente esos «dos niveles» y surge la confusión.
Me parece importante subrayar este punto porque, en algunos ámbitos del heterogéneo movimiento new age e incluso entre algunas personas que se mueven en lo que es considerado como «neo-advaitismo», creo percibir una cierta confusión, de consecuencias negativas fácilmente constatables. Me refiero a aquella posición que, tras desenmascarar la ilusión del yo, termina negando cualquier tipo de consciencia