El libro de Shaiya. Sergi Bel

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El libro de Shaiya - Sergi Bel

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ver las hojas en la mesa, por mi mente apareció la imagen del fresco riachuelo que a buen seguro me despojaría de esa agonía que empezaba a invadirme.

      No lo pensé dos veces y cogiendo el manojo caminé hacia el arroyo.

      Ante aquel paisaje con cada vez más humedad suspendida en el aire, rodeado de aquellos sonidos, mi mente se vio poco a poco atrapada en una creciente inseguridad, a buen seguro la ayahuasca en aquellos momentos todavía me agudizaba los sentidos, pero no me ayudaba nada, más bien lo contrario, todo se escuchaba magnificado y me provocaba un constante estado de perturbación. El espesor de la niebla aumentó y no tardé en perder de vista pies y manos si estiraba los brazos, con la sensación de estar en una sauna de vapor. Tenía que regresar, quedarme allí quieto o seguir.

      El corazón se me encogió ante la inesperada situación. Regresar podía significar perderme, y eso era algo que no deseaba allí, si me desorientaba, probablemente moriría antes de que pudieran encontrarme. Quedarme quieto tampoco era una buena opción, estaba expuesto a cualquier peligro que rondara por las cercanías. Entre dudas y temores decidí centrarme en el sonido del agua y dirigirme hacia allí. A ciegas fui zigzagueando el palo ante mí, en un intento de evitar pisar serpiente, tarántula o animal alguno, ya que las botas que llevaba me cubrían poco más que por encima del tobillo, dejando el resto de la pierna a merced del punzante acto reflejo de tales animalillos.

      No sé el tiempo que tardé en notar el agua bajo los pies, pero me resultó eterno.

      Por los días anteriores sabía que, si bordeaba el riachuelo, llegaría a un pequeño recodo que me permitiría estar casi completamente sumergido. No sabía cuánto tiempo pasaría antes de que la niebla se levantara, pero fuera el que fuese, estar en el agua era más seguro que estar fuera. Me llegaba por la cintura, suficiente para sentarme y quedar cubierto hasta el cuello. Dejé las hojas, palpé unas piedras en el lecho del riachuelo y con el traje puesto me dispuse a esperar. Vino a mí la imagen de ese pequeño pez, llamado Candidú, que tiene el vicio de adentrarse por los orificios de los bañistas extendiendo dentro unas largas y fuertes espinas que imposibilitan su extracción. Solo la visita al quirófano puede sacar el parásito del interior de las personas y a mí, el hospital más cercano, me quedaba muy pero que muy lejos. Cerraba mis piernas bajo el agua pensando que mientras mi traje se limpiaba, evitaba también el desafortunado accidente. Respiré de nuevo profundamente, cerré los ojos para dejarme llevar por el frescor del agua, sin lograr evitar cierta nostalgia de la seguridad que disfrutamos diariamente en nuestra sociedad, y poco a poco se fue alejando de mi mente la intranquila realidad. Cuando ya me estaba empezando a destemplar, como por arte de magia, la niebla se disipó, los rayos del sol irrumpieron y el entorno retomó sus alegres verdes, asomando entre la arboleda un claro cielo azul.

      Aproveché para salir con cuidado, desnudarme, tender el traje, que ya lucía algo mejor, y frotarme las hojas por todo el cuerpo mientras me calentaba al sol. Decidí que ya no valía la pena regresar al tambo, no había nada interesante allí que valiera el esfuerzo de volver. Me vestí y con la ropa mojada me senté al sol, observando el riachuelo hasta que de alguna forma el sonido del agua me hipnotizó. El fluir de la vida sonaba igual y era igualmente fugaz. El agua y la vida eran sinónimos; el agua en movimiento era lo mismo que la vida que llevamos en nuestro transcurso diario, semanal, mensual, anual… Abducido por esa imagen y sensaciones, quedé absorto en una especie de vacío temporal donde yo era un observador que contemplaba el devenir, mi vida en este universo no era mucho más importante que aquel sonido, vi que la entera realidad está formada por una infinidad de pequeñas cosas que, agrupadas, crean lo majestuoso, lo inimaginable. La imagen de un gran fractal en movimiento apareció en mi mente. Lo pequeño y efímero, como yo, era todo, así mismo ese todo residía en todas y cada una de sus partes. Mis ojos se humedecieron del sentimiento cuando el bramido del cuerno me devolvió a la realidad más prosaica.

      Por suerte, ya estaba completamente seco y la gran palapa no quedaba muy lejos, cogí el palo y me dirigí allí. Al entrar don Pedro me siguió atentamente con la mirada hasta que me senté. Todos fueron llegando y ocupando sus respectivos lugares.

      —Hoy cruzaremos el ecuador de este viaje —dijo don Pedro muy respetuoso—, un viaje de descubrimiento nada fácil. La selva y vuestros seres de luz os acompañan en este aprendizaje. Dejaos llevar por ellos y sus maestros, e integrad en vuestro ser todo lo que vislumbréis para crecer en sabiduría y conocimiento. Que así sea y que Dios os bendiga.

      El grupo asintió con la cabeza en silencio.

      Don Pedro inició el ritual y empezaron las tomas, inevitablemente llegó mi turno. No conseguía acostumbrarme al horrible sabor, su proximidad ya me causaba malestar y rechazo. Suspiré y me dije entre dudas que estábamos allí por algún motivo y que nada me impediría seguir el camino trazado, así, entre náuseas y arcadas, notando cómo se extendían sus raíces fuertemente dentro de mí, la tragué.

      Mi barriga rugió y sentí una aguda punzada en la base de la espalda que me estremeció. Mi cuerpo, extrañamente, empezó a balancearse realizando un movimiento circular, como si de un péndulo se tratara. El malestar fue dando paso a una ligera sensación agradable que ascendía y descendía por la espalda. Cerré plácidamente los ojos disfrutando de ese estado que fue armonizándose con mi respiración. Con cada inhalación y exhalación, el movimiento circular era un poco más fuerte, al igual que la intensidad de aquello que ascendía y descendía. Empecé a sentir una ligera vibración que se fue extendiendo desde las extremidades al pecho acompañada de una cálida y reconfortante impresión. Atentamente me observé por dentro, con detenimiento, notando todas y cada una de mis partes. Todo vibraba y parecía estar armonizado cuando percibí un punto frío en la barriga, por el lado derecho, cerca de donde está el apéndice. En sí no parecía tanto frío como hueco y, sorprendido, abrí los ojos para ver qué sucedía. Observé que don Pedro seguía con sus icaros y en el grupo cada uno estaba centrado en lo suyo. Los movimientos rotatorios cesaron de pronto hasta quedarme completamente quieto.

      El hueco seguía allí por la sensación extraña que sentía, aunque al mirarme no vi nada fuera de lo normal. Instintivamente mis manos se dirigieron encima del estómago, en actitud de protección, supongo que intentando revertir la desagradable percepción interior. Noté cómo poco a poco mis manos se calentaban hasta llegar a tener un ligero ardor y quemazón que cubría ese agujero. Las palmas de mis manos no solo estaban muy calientes, sino que parecían vibrar en una frecuencia muy alta. Era una sensación realmente extraña pero también muy agradable y reconfortante. Me relajé ante aquella experiencia, dejándome llevar por un estado de paz interior, sintiendo el trabajo de mis manos iluminando el punto oscuro. El calor creció al igual que la vibración cuando mi barriga rugió bruscamente y ascendió escopeteado un vómito. Solo tuve tiempo de girarme de lado, estirando la cabeza hacia donde sabía que estaba el cubo. Vi con toda claridad, a pesar de que ya estaba anocheciendo, cómo se precipitó algo oscuro fuera de mí. No era en sí nada físico, sino otra cosa entremezclada con la ayahuasca y a saber qué más. La curiosidad hizo que mirara con más atención qué era aquello y metiendo la mano para tocarlo, me di cuenta de que de mi piel salía un ligero brillo anaranjado claro. Más sorprendido aún, dejé el cubo y empecé a observarme. La vibración continuaba y la totalidad de mi cuerpo se encontraba envuelto de esa luz etérea que identifiqué rápidamente como el aura.

      Al levantar la vista mi sorpresa fue mayúscula, pues todos los participantes desprendían su propio color áureo, diferentes tonos y brillos de verdes, azules, rojizos, amarillos… Era majestuoso contemplar a todos esos seres rodeados de hermosos colores. Algunos tenían halos más amplios y brillantes que otros, centrándose mi atención en un hombre mayor, de pelo y barba blancos que estaba sentado a la izquierda de don Pedro. Sus tonos eran de un intenso dorado, un color oro que brillaba casi un metro alrededor de él, similares en intensidad a los de don Pedro, que eran de hermosa tonalidad violácea. Ciertamente quedé algo decepcionado con mi escueto naranja ante la majestuosidad de colorido que presentaban otros, evidenciando que tenía mucho que aprender y

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