El perfume de las flores de noche. Leila Slimani
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Por supuesto, abundan los días nefastos, como el de hoy, y a veces se suceden uno tras otro y provocan un hondo desaliento. Pero el escritor es, en cierto modo, como el opiómano o cualquier víctima de una adicción: se olvida de los efectos secundarios, las náuseas, las crisis de abstinencia, la soledad, y solo recuerda el éxtasis. Está dispuesto a todo con tal de revivir ese acmé, ese momento sublime, cuando los personajes hablan a través de él, ese momento en que la vida palpita.
Son las cinco de la tarde y ya es de noche. No he encendido la lamparita y el despacho está sumido en la oscuridad. Creo que en medio de esas tinieblas podría ocurrir algo, un entusiasmo inesperado, una inspiración fulgurante. La falta de luz permite que las alucinaciones y los sueños se desplieguen como lianas. Vuelvo al ordenador y releo una escena escrita la víspera. Va de una tarde que mi personaje pasa en el cine. ¿Qué proyectaban en la sala Empire de Meknés en 1953? Me lanzo a hacer búsquedas. Encuentro en internet unas fotografías de archivo muy emocionantes y me apresuro a enviárselas a mi madre. Empiezo a escribir. Recuerdo lo que me contaba mi abuela sobre aquella acomodadora marroquí, grandota y agresiva, que arrancaba los cigarrillos de la boca de los espectadores. Me dispongo a iniciar un nuevo capítulo cuando suena la alarma del móvil. Tengo una cita dentro de media hora. Una cita a la que no he sabido negarme. Alina, la editora que me espera, es una mujer persuasiva. Una mujer apasionada que me quiere hacer una propuesta. De pronto pienso en enviarle un mensaje cobarde y embustero. Esgrimir como excusa a mis hijos, decir que estoy enferma, que he perdido un tren, que mi madre me necesita. Pero me pongo el abrigo, meto el portátil en el bolso y salgo de mi guarida.
En el metro que me conduce hacia la editora, voy maldiciéndome a mí misma. «No llegarás a nada mientras no sepas concentrarte por completo en tu trabajo.» En la entrada del café donde la espero fumando un pitillo, me juro a mí misma que le diré que no. Le diré no a cualquier propuesta, sea cual sea el interés del proyecto. Le diré: «Estoy escribiendo una novela y solo quiero dedicarme a eso. Quizá más adelante, pero no ahora». Debo mostrarme inflexible, hacer alarde de una seguridad frente a la cual ella no pueda hacer nada.
Nos sentamos en la terraza a pesar del frío de diciembre. Nadie en París parece encontrar extraño que, en pleno invierno, haya tanta gente sentada fuera tomando algo o con un cigarrillo entre los dedos helados. Pido una copa de vino esperando que en ella se disuelva mi melancolía. Una melancolía ridícula. ¿Estar triste por no haber escrito? Alina me comenta su proyecto, una nueva colección titulada «Ma nuit au musée». Apenas le presto atención, pues la duda y la culpa me atenazan. Apuro la copa de vino y pienso que quizá jamás vuelva a escribir, que no llegaré al final de una novela. Estoy tan angustiada que me cuesta tragar. «¿Te apetecería encerrarte una noche en un museo?», me pregunta en ese momento Alina.
No es el museo lo que me convence. Alina me propone algo más allá de lo apetecible: dormir en el interior de Punta della Dogana, edificio mítico de Venecia, transformado en museo de arte contemporáneo. La verdad es que la perspectiva de pasar la noche cerca de las obras de arte me es indiferente. No albergo la fantasía de tener esas obras para mí sola. No pienso que las vería mejor sin público, ni que entendería con más profundidad su sentido por estar ellas y yo, y nadie más. Ni un solo instante pensé que tendría algo que decir sobre el arte contemporáneo. No sé gran cosa y le dedico poco interés. No, la idea de estar encerrada fue lo que me gustó de la propuesta de Alina y me llevó a aceptarla. Que nadie llegara a mí y que el exterior me fuera inaccesible. Estar sola en un lugar del que no pudiera salir, ni nadie entrar. Es seguramente una fantasía de novelista. Todos soñamos con enclaustrarnos, encerrarnos en una habitación propia, ser a la vez cautivos y celadores. En los diarios íntimos, en la correspondencia de escritores que he leído, aparece el deseo de silencio, el sueño de un aislamiento que propicie la creatividad. La historia de la literatura desborda con figuras de reclusos magníficos, de acérrimos solitarios. De Hölderlin a Emily Brontë, de Petrarca a Flaubert, de Kafka a Rilke, se ha construido el mito del escritor ajeno al mundo, alejado de la muchedumbre y resuelto a dedicar su vida a la literatura.
Un amigo mío, autor muy solicitado, me confesó que jamás fue tan feliz como el día en que se fracturó una pierna. «Pasé mes y medio encerrado en casa y escribí. Nadie podía reprocharme nada pues tenía la maravillosa excusa de estar escayolado desde el pie a la ingle.» A menudo pensé en armarme con un martillo y romperme la espinilla. La escritura es un combate por la inmovilidad, por la concentración. Un combate físico en el que se debe reprimir sin cesar el deseo de vivir y de ser feliz.
Me gustaría retirarme del mundo. Ingresar en mi novela como en una orden. Hacer voto de silencio, de humildad, de sumisión total a mi trabajo. Me gustaría dedicarme solo a las palabras, olvidar lo que constituye la vida cotidiana, preocuparme solo del destino de mis personajes. Para mis anteriores novelas, hice ese tipo de retiro en una casa de campo o en un hotel de alguna ciudad extranjera. Me encerraba durante tres o cuatro días y acababa perdiendo la noción del tiempo. Para terminar Canción dulce, me recluí en Normandía. Durante aquella semana no vi a nadie. No oí el sonido de mi propia voz. No me lavaba, no me peinaba, me pasaba el día en pijama en medio del silencio de la casa y comía lo que fuera, y a cualquier hora. No contestaba al teléfono, dejaba que se acumularan los correos, los asuntos pendientes; abandonaba todas las obligaciones. Me despertaba en plena noche para escribir un texto sobre una idea aparecida de pronto en un sueño. En el cuarto reinaba un desorden espantoso. La cama estaba cubierta de libros, papeles, migajas secas de algún brioche. Seguro que fue ese brioche lo que explica que una noche me levantara sobresaltada. El ordenador portátil estaba abierto junto a mí, y cuando encendí la luz me di cuenta de que tenía los brazos, los libros, las sábanas, completamente cubiertos de hormigas que corrían a toda velocidad en círculo formando una danza de pesadilla. Pocas veces en la vida me sentí tan feliz.
Nada más llegar a casa, empiezo a arrepentirme de mi decisión. Como si estar encerrada durante una noche fuese a resolver mis problemas de creatividad. Busco en mi biblioteca algo sobre la Aduana del Mar, sobre Venecia. Tengo unas guías sin más interés que el de indicarme restaurantes baratos y cómo funciona el vaporetto.
Extraigo de una estantería un ejemplar de Venecias de Paul Morand. Lo abro al azar y doy con este párrafo: «Escaparía. No sabía de qué, pero sentía que mi vida se orientaría hacia afuera, hacia otros lugares, hacia la luz. […] Y al mismo tiempo se desencadenaba ese latido de péndulo que no me ha abandonado jamás, un sabor quizá prenatal del estrechamiento, de la dicha de vivir en un cuarto angosto, contrariado por la embriaguez del desierto, el mar, las estepas. Odiaba los cercados, las puertas; fronteras y paredes me ofendían». Así he vivido siempre, yo también. En la oscilación entre la atracción del afuera y la seguridad del adentro, entre el afán de conocer, de darme a conocer, y la tentación de replegarme por completo hacia mi vida interior. Mi existencia está continuamente tironeada entre el deseo de quedarme en mi cuarto y el de divertirme, codearme con la gente, olvidarme de