Kokoro. Natsume Soseki
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En cuanto finalizaron las entregas de la novela en el Asahi, Kokoro se publicó en forma de libro. En sí mismo, un hecho semejante no tenía por qué constituir un acontecimiento digno de mención, pero supuso la inauguración de una de las grandes editoriales japonesas que más iba a contribuir al desarrollo cultural del país: Iwanami Shoten.
Shigeo Iwanami, su fundador, aún no tenía decidido por aquel entonces qué nombre le pondría a su empresa, pero lo que sí sabía era que su proyecto resultaba demasiado ambicioso como para poder afrontarlo con sus escasos medios económicos. Consciente de ello, Sōseki decidió ayudarlo. Costeó la primera edición de su bolsillo y se encargó personalmente del diseño del libro. Después de su experiencia en Londres, era consciente de la importancia de cuidar al libro como objeto, no solo como texto, para que tuviera un mayor atractivo, un nuevo aire que atrajera al público, lo cual se traduciría al final en mayores ventas. Así le había sucedido ya con Soy un gato, de cuyo diseño se encargó el hermano pequeño de un discípulo suyo y que enseguida se convirtió en un éxito de ventas. Para la primera edición de Kokoro en Iwanami, en cambio, Sōseki no dejó nada en manos ajenas, hasta el punto de que la penúltima página reproducía una frase en latín grabada por él sobre una plancha de madera que parecía una premonición: Ars longo, vita brevis.
Eto Jun, el gran estudioso de la vida y la obra de Sōseki, afirmaba que fue un hombre grande y generoso, como corresponde al padre de la literatura contemporánea japonesa. En su casa de Tokio recibía visitas de antiguos alumnos, de escritores consagrados y en ciernes, de amigos y admiradores. Hasta tal punto se hizo insostenible aquel trasiego, que empezó a afectar a su concentración en el trabajo. Decidido a poner coto a esa desorganización, concentró las visitas en un solo día cada semana, inaugurando lo que se conocería después en los círculos literarios como la «reunión de los jueves». En aquellos encuentros se hablaba de todo: literatura, arte, filosofía… Sōseki aconsejaba a sus discípulos, les prestaba sus libros, los orientaba. Sus puertas estaban abiertas y en la última época de su vida coincidió con uno de los grandes talentos que con el tiempo daría un nuevo rumbo a la literatura japonesa: Ryunosuke Akutagawa. Cuando Sōseki leyó su relato La nariz, le dijo que si escribía veinte o treinta textos como aquel, y si tenía la paciencia suficiente, se convertiría en un autor sin precedentes en las letras de Japón. Cuando publicó Rashomon, Akutagawa tuvo la consideración de dedicarle el libro a su maestro ya fallecido.
La actividad literaria de Sōseki se concentró en un periodo de tiempo relativamente corto, unos diez años, lo cual da una idea de su ingente labor, acuciado, sin duda, por la evidencia de que no iba a vivir mucho más. Se conserva una triste fotografía en la que se le ve ya moribundo, tumbado en un futón sobre el tatami, cubierto con una manta y rodeado de algunas personas que no se distinguen. En la creencia de la época de que si se tomaba la fotografía de un enfermo se lograría su sanación, la familia encargó una con la esperanza de rescatarle de nuevo de la muerte. Sin embargo, con ello simplemente lograron dejar testimonio visual de los últimos días de su corta vida. Como a K, el amigo de Sensei en Kokoro, a Sōseki lo enterraron en el cementerio de Zôshigaya, en Tokio. Los avatares históricos (el gran terremoto de Kanto de 1923 y los bombardeos de la segunda guerra mundial) que no solo destruirían la ciudad dos veces sino que además propiciarían su profunda transformación de una urbe de madera y papel a la megalópolis que es hoy en día, no consiguieron, en cambio, borrar del mapa el lugar donde descansa su alma, un oasis de paz al que acude mucha gente para refugiarse del mundo que asedia extramuros.
Fernando Cordobés
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