Obras Completas de Platón. Plato

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Obras Completas de Platón - Plato

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seguir concentrada pero críticamente la mengua y el cambio de la opinión a medida que se endurece y se intensifica hacia la verdad. ¿Son lo mismo el placer y lo bueno? ¿Puede enseñarse la virtud? ¿Es la virtud un conocimiento? Una mente cansada o débil puede equivocarse fácilmente mientras avanza, despiadadamente, el interrogatorio; pero nadie, aun débil, puede dejar, incluso si no aprende más de Platón, de amar más el conocimiento. Pues a medida que el argumento asciende peldaño a peldaño, Protágoras cediendo, Sócrates avanzando, lo que importa no es tanto el fin que alcanzamos como la manera de alcanzarlo. Eso todos pueden percibirlo: la indomable honestidad, el valor, el amor de la verdad que atrae a Sócrates, y a nosotros a su huella, a la cumbre donde, si también nosotros podemos apostarnos un momento, está, para disfrutarla, la mayor felicidad que somos capaces de alcanzar.

      Con todo, tal expresión parece inadecuada para describir el estado de la mente de un estudiante a quien, después de una ardua argumentación, le ha sido revelada la verdad. Pero la verdad es variada; la verdad viene a nosotros en diferentes disfraces; no es sólo con el intelecto con lo que la percibimos. Es una noche de invierno; las mesas están puestas en casa de Agatón; una muchacha está tocando la flauta; Sócrates se ha lavado y se ha puesto unas sandalias; se ha parado en la entrada; rehúsa moverse cuando mandan a buscarlo. Ahora Sócrates ha acabado; se está burlando de Alcibíades; Alcibíades coge una cinta y la ata alrededor de «la cabeza de este admirable camarada…[2] Pues él no se preocupa por la mera hermosura, sino que desprecia más de lo que nadie se puede imaginar todas las posesiones externas, ya sea la hermosura o la riqueza o la gloria, o cualquier otra cosa por la que la multitud felicita a su poseedor. Considera que estas cosas, y nosotros que las honramos, no somos nada, y vive entre hombres, haciendo de todos los objetos de su admiración, los juguetes de su ironía. Pero yo ignoro si alguno de ustedes ha visto alguna vez las divinas imágenes que hay dentro, cuando se le ha abierto y va en serio. Yo las he visto, y son tan sumamente bellas, tan áureas, divinas y maravillosas que cada cosa que Sócrates manda sin duda se debería obedecer, incluso como a la voz de un Dios».[3]

      Todo esto fluye sobre los argumentos de Platón: risa y movimiento; gente levantándose y yéndose; la hora pasando; la calma perdiéndose; burlas sobreviniendo; la aurora despuntando. La verdad, parece, es variada; la Verdad debe ser perseguida con todas nuestras facultades. ¿Vamos a descartar las diversiones, las ternuras, las frivolidades de la amistad porque amamos la verdad? ¿Se encontrará más pronto la verdad por el hecho de que cerremos los oídos a la música y no bebamos vino, y durmamos, en vez de conversar durante la larga noche del invierno? No es al disciplinario enclaustrado, que se mortifica en soledad, hacia donde hemos de volvernos, sino a la naturaleza soleada, al hombre que practica el arte de vivir de forma inmejorable, de manera que nada quede atrofiado, sino que algunas cosas tengan, de un modo permanente, más valor que otras.

      Así en estos diálogos se nos lleva a buscar la verdad con cada una de las partes de nosotros mismos. Pues Platón sin duda poseía el genio dramático. Es por medio de eso, por un arte que transmite en una frase o dos el escenario y la atmósfera, y después con perfecta destreza se insinúa en las espiras del argumento sin perder su viveza y gracia, y después se contrae hasta la afirmación desnuda, y después, subiendo, se expande y remonta hacia ese aire más elevado que solo es alcanzado generalmente por las más extremas cotas de la poesía: es este arte lo que nos influye de tantos modos al mismo tiempo y nos trae a una exultación de la mente que sólo puede alcanzarse cuando se llama a todos los poderes a contribuir al conjunto con su energía.

      Pero hemos de ser cautos. A Sócrates no le interesaba la «mera hermosura», con lo que quería decir, tal vez, la belleza como ornamento. Un pueblo que juzgaba tanto, como los atenienses lo hacían, por el oído, sentados puertas afuera en la representación o escuchando un pleito en el mercado, era mucho menos hábil de lo que lo somos nosotros para cortar las frases y apreciarlas fuera de su contexto. Para ellos no existían los Pasajes hermosos de Hardy, los Pasajes hermosos de Meredith, las Sentencias de George Eliot. El escritor tenía que pensar más en el conjunto y menos en el detalle. Naturalmente, viviendo en el campo, no era el labio o el ojo lo que les impresionaba, sino el porte del cuerpo y la hermosura de sus miembros. Así, cuando citamos y tomamos pasajes, hacemos más daño a los griegos del que hacemos a los ingleses. Hay una desnudez y una aspereza en su literatura que crispa a un paladar acostumbrado a la complejidad y al acabado de los libros impresos. Tenemos que distender la mente para captar un conjunto completamente falto de preciosismo en el detalle o del énfasis de la elocuencia. Acostumbrados a mirar de modo directo y a grandes rasgos, más que de modo minucioso y sesgado, no era peligroso para ellos intervenir en el centro de las mismas emociones que han cegado y confundido a una era como la nuestra. En la vasta catástrofe de la guerra europea,[4] tuvimos que desmantelar nuestras emociones por nosotros mismos y apoyarlas contra la pared de enfrente antes de que pudiéramos permitirnos sentirlas en poesía o en ficción. Los únicos poetas que hablaron a este propósito lo hicieron de la forma soslayada y satírica de Wilfred Owen y Siegfried Sassoon. A ellos no les era posible ser directos sin ser torpes; o hablar sencillamente de la emoción sin ser sentimentales. Pero los griegos podían decir, como si fuera la primera vez, «Aun siendo muertos no han muerto».[5] Ellos podían decir, «Si morir noblemente es la parte principal de la excelencia, a nosotros sobre todos los hombres nos ha dado la Fortuna este lote; pues apresurándonos a ponerle una corona de libertad a Grecia yacemos en poder de una alabanza que no envejece».[6] Podían marchar de inmediato, con los ojos abiertos; y así, intrépidamente afrontadas, las emociones se quedan quietas y permiten que se las contemple.

      Pero de nuevo (la pregunta vuelve una y otra vez), ¿estamos leyendo el griego como éste se escribió cuando decimos esto? Cuando leemos esas pocas palabras talladas en una lápida, una estrofa de un coro, el final o el comienzo de un diálogo de Platón, un fragmento de Safo, cuando nos magullamos la cabeza con alguna metáfora tremenda del Agamenón en vez de desnudar las flores de su rama instantáneamente como hacemos al leer Lear, ¿no estamos leyendo incorrectamente, perdiendo nuestra aguda visión en una neblina de asociaciones, interpretando erróneamente en la poesía griega no lo que ellos ponen sino lo que a nosotros nos falta? ¿No se acumula toda Grecia detrás de cada línea de su literatura? Éstas nos abren las puertas a una visión de la tierra aún no devastada, el mar impoluto, la madurez, ejercitada pero ilesa, de la humanidad. Cada palabra se ve reforzada por un vigor que brota del olivo y del templo y de los cuerpos de los jóvenes. Sófocles sólo tiene que nombrar al ruiseñor, y canta; sólo tiene que llamar a la floresta ἄβατον, «no hollada», e imaginamos las ramas torcidas y las violetas color púrpura.[7] Más y más atrás, se nos mueve a imbuirnos en lo que, tal vez, es solo una imagen de la realidad, no la realidad misma, un día de verano imaginado en el corazón de un invierno nórdico. Capital entre estas fuentes de glamour, y tal vez de malentendidos, es el lenguaje. No debemos esperar que podamos llegar a captar todo el alcance de una frase en griego como lo hacemos en inglés. No podemos oírla, ahora disonante, ahora armoniosa, lanzando su sonido línea a línea a lo largo de la página. No podemos captar infaliblemente una por una todas estas diminutas señales que hacen que una expresión sugiera, cambie, viva. No obstante, es el lenguaje lo que nos tiene más esclavizados; el deseo de aquello que nos atrae perpetuamente. Primero está lo compacto de la expresión. Shelley necesita veintiuna palabras en inglés para traducir trece palabras de griego: πᾶς γοῦν ποιητὴς γίγνεται, κἂν ἄμουσος ᾖ τὸ πρίν, οὗ ἂν Ἔρως ἅψηται («… pues toda persona, incluso si antes había sido ajeno a las disciplinas, se vuelve poeta tan pronto como es tocado por el amor»).[8]

      Se ha eliminado cada onza de grasa, dejando la carne firme. Después, enjuta y desnuda como está, ningún idioma se puede mover más rápidamente, bailando, agitándose, plenamente vivo, pero controlado. Después están las palabras mismas a las que, en tantos casos, hemos hecho expresar nuestras propias emociones, θάλασσα, ἄνθος, ἄστηρ, σελήνη («mar, flor, estrella, luna»)… por coger las primeras que vienen a mano; tan claras, tan duras, tan intensas, que para hablar de un modo

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