Tanis y la esfera dorada. Sixto Paz Wells
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El autor
Una extraña luz
Ese día era ya tarde. Nos encontrábamos en pleno otoño, temporada de hojas secas y viento fuerte. Aunque aún hacía calor por el día, empezaba a refrescar por las noches.
Hacía varias horas que mi mamá me había acostado en la cama. Me había arropado con mucho cariño y, tras contarme un hermoso cuento de hadas y gnomos –como era su costumbre–, me había dado un amoroso beso en la frente invitándome a dormir.
Recuerdo que nada más apagar la luz me quedé inmediatamente dormida. Había jugado y estudiado todo el día en el colegio y tras el baño y la cena estaba rendida de cansancio. Me fui adormeciendo. No sé cuánto rato pasó, pero de pronto algo me hizo despertar.
La habitación estaba iluminada pero mi mami no estaba allí... Era una luz diferente, como de un color entre celeste y plateado que, como el agua, lo inundaba todo.
Mi habitación se encuentra en el segundo piso, tiene una puerta blanca de madera con una vidriera como de catedral de la mitad hacia arriba, y da a un pequeño corredor. Es un cuarto amplio pintado de azul, con algunas estrellitas de plástico pegadas en el techo y en la pared que se tornan fosforescentes cuando se apaga la luz. Es muy bonito. Del otro lado del pasillo está la habitación de mi hermana mayor, Yaya. Así la llamamos nosotros cariñosamente. Tiene cuatro años más que yo, es alta, tiene el pelo muy largo y le gusta mucho el deporte. Un poco más allá está el baño principal y luego la habitación de mis padres. La puerta de mi cuarto estaba entreabierta, aunque mi mamá la había cerrado. Era muy extraño; no veía por ningún lado cuál podía ser el origen de aquella extraña luz.
Me levanté de la cama poniéndome las zapatillas de estar por casa, que tienen forma de conejitos blancos. Me las habían comprado hacía poco. En la tienda donde las conseguimos hay todo tipo de zapatillas con forma de animales. Mi hermana tiene unas que parecen las patas de un tigre, muy peludas y graciosas.
Bueno, avancé hasta la ventana, desde donde se pueden ver el jardín y el cielo. El firmamento estaba estrellado y muy bonito, pero no había luna. Me fijé en una linda estrella, más grande que las otras. Era un gran lucero como de color azul. Mi mamá me había enseñado a pedir deseos a las estrellas. Sobre todo a esas que corren y a las que llaman meteoritos, que son pedazos de otros mundos que se murieron.
Miré fijamente la estrella y deseé que aquella niña grande del colegio que me molestaba mucho fuese mi amiga, o por lo menos que no fastidiase... Fue un deseo lanzado al cielo.
De pronto, la estrella se agrandó y su luz se hizo más intensa y empezó a bajar girando sobre sí misma. Sentí tanto miedo que lo único que se me ocurrió fue correr y meterme en la cama debajo de las mantas. ¡Estaba temblando!
Como pasó un buen rato sin que nada especial ocurriera, bajé un poquito las sábanas para poder ver algo, y como todo parecía normal –porque hasta la luminosidad había desaparecido–, me relajé y suspiré. Entonces sentí que algo pesado se sentaba en la cama; creí que era mi gatito «Chuchi», que había subido para hacerme compañía.
«Chuchi» es un gato de pelaje rubio y blanco de tres años. Es tuerto de un ojo y camina mal porque tiene dañadas las patas traseras. Lo encontramos en la calle cuando era muy pequeño. Al parecer lo había atropellado un coche o lo había maltratado un perro. Mi mami lo quiere mucho por ser minusválido; creo que se dice así. Mamá me ha explicado que, cuando a uno se le limita en un aspecto, su capacidad se incrementa en otros… Y sí que es cierto porque «Chuchio» es un gato muy inteligente y engreído.
Encendí mi lámpara de la mesa de noche para coger a «Chuchi» entre las manos y meterlo en la cama conmigo, pero no estaba. Me asusté y fui a ocultarme en la cama de mi hermana. Ella, como tiene el sueño muy pesado, ni siquiera se enteró, pero por la mañana yo tenía su largo y abundante pelo metido en los ojos y las orejas.
Durante el desayuno les conté a mis padres lo que me había pasado y ellos me preguntaron por qué no los había llamado. Me daba pena molestarlos sabiendo que trabajan tanto y se acuestan muy cansados. Por otro lado, mi hermana se reía ante mis quejas de que casi me había asfixiado con su cabellera.
Cuando le pregunté a mi papá qué podía haber sido eso, dejó su periódico y, mirándome mientras sonreía, me preguntó si no me habría confundido con algún planeta cuya luz y tamaño suelen hacer que se vean más grandes que las estrellas.
–¡No!... Se movía y giraba –dije yo.
–Era un avión. Por aquí pasan muchos –dijo Yaya.
–¡No! Yo sé que no lo era –repliqué molesta.
–Bueno, bueno... no te enfades, Tanis –intervino mi papá–. A veces en el cielo se pueden observar extraños objetos a los que los científicos llaman «OVNIS» (Objetos Voladores No Identificados). Estos objetos pueden ser basura espacial, restos de cohetes y satélites terrestres que se han quedado dando vueltas alrededor de la Tierra y luego se caen; también podrían ser aerolitos, reflejos de luces de carretera o de la ciudad en las nubes, nubes caprichosas, fenómenos atmosféricos, espejismos, armas secretas, y también...
–¿También qué, papá? –pregunté insistiéndole para que continuara.
–Por qué no, naves espaciales de otros mundos y civilizaciones más avanzadas que nosotros interesadas en observarnos. Pero no es tan fácil poder distinguir a los OVNIS a menos que el avistamiento sea cercano y el objeto observado se comporte de una forma totalmente diferente a todo lo que conocemos, y sobre todo de manera inteligente.
Mi padre había terminado su café con leche y se puso a ordenar las páginas del periódico. Me bajé de la silla llevando mi taza con sumo cuidado a la cocina, y luego regresé y me paré a su lado y le pregunté:
–¿Entonces hay otros planetas como la Tierra?
–En verdad ¡hay muchísimos mundos! Más que arena del mar... –contestó él, dejando el periódico a un lado y alzándome con sus fuertes y cálidos brazos, y colocándome entre sus piernas. Me estrechó en su pecho y yo estaba tan a gusto allí que no quería que terminara ese momento.
–Pero, ¿como la Tierra? –insistí.
–Es muy probable –contestó él, siempre prudente.
–¿Y habrá vida allí? –volví a cuestionar.
–Tiene que haberla, y algún día lo sabremos... –dijo mi papá–. El universo es demasiado grande y el amor de Dios es inmenso, de tal manera que el milagro de la vida debe ser algo muy común. Hace poco los científicos descubrieron que hay peces, cangrejos y hasta algas que viven en total oscuridad en las profundidades del mar, donde pareciera imposible la vida, y el calor que sale de las chimeneas submarinas o de las grietas con lava volcánica del fondo de la Tierra les basta.
–¡Sí!, me acuerdo de que en un dibujo animado aparecían unos peces a los que les salía del cuerpo como una lamparita que iluminaba el fondo del océano. Pero eran horribles y grandes –comentó Yaya.
–Además –continuó mi papá–,