Sociología filosófica. Daniel Enrique Chernilo Steiner
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III.
Este principio de humanidad de la sociología hace evidente la tensión entre su compromiso explícito, con el carácter en gran parte construido de la realidad social, su énfasis en el cambio histórico, la variabilidad sociocultural y el desacuerdo normativo, y el requerimiento más bien implícito de que la unidad de la especie humana es un hecho pre-social. Si la estructura cognitiva de la sociología depende igualmente del estatus emergente de lo social y de un principio de humanidad que es independiente de las fuerzas sociales, entonces esta clarificación contribuye tanto como desafía al proyecto intelectual de la sociología como un todo.
En este sentido, Reinhard Bendix ha planteado que, a medida que progresan y se vuelven cada vez más exitosas en la producción de conocimiento empírico de la sociedad, «[l]as ciencias del hombre han crecido en conjunto con una visión escéptica de la naturaleza humana, y esta última plantea preguntas sobre la utilidad del conocimiento social» (Bendix 1970, 58). Mientras más agudo se vuelve el científico social en comprender la realidad social, más difícil es seguir creyendo en su perfectibilidad; mientras más aprendemos sobre cómo funciona la sociedad, más nos damos cuenta de lo difícil que es cambiarla. Esta conciencia sobre nuestra propia falibilidad humana socava la confianza colectiva en la razón como aquella capacidad humana central que puede conducirnos a alguna clase de progreso social. Bendix habla entonces de una tensión entre las justificaciones explícitas con las que las ciencias sociales buscan legitimidad, a saber, su promesa de que ellas son efectivamente capaces de contribuir al mejoramiento social, y un efecto colateral, mayormente indeseado, de la investigación social: el hecho de que la naturaleza humana es, en última instancia, inconmensurable en relación con la vida social: la realidad social no cambia de acuerdo a las predicciones de las ciencias sociales y la naturaleza humana difícilmente llega a cambiar. Bendix (1970, 11) anticipó el desafío irracionalista que desde entonces se ha convertido en corriente principal de la sociología: el argumento de la naturaleza humana como algo que no puede ser socialmente alterado (al menos no a voluntad), se ha convertido, erróneamente, en descripciones reduccionistas de la vida social, del conocimiento científico y de nuestra propia humanidad común. Se confunde la independencia relativa de la naturaleza humana respecto de factores sociales con visiones reduccionistas que solo consideran los elementos irracionales de la humanidad, y con ello terminamos con concepciones de lo social y lo humano que están totalmente vaciadas de contenido normativo. Este irracionalismo es incapaz de dar cuenta de su propia posición y no deja tampoco espacio para comprender lo normativo como un aspecto relevante de la vida social misma.
La sociología contemporánea posiblemente se encuentra dividida entre una comprensión no-normativa de lo normativo (Abend 2008; Elder-Vass 2010; Turner 2010) y posiciones militantes que son altamente normativas en su orientación (Burrawoy 2005)12. La sociología filosófica sostiene que una comprensión no-normativa de lo normativo solo resuelve la mitad del problema, ya que únicamente da cuenta de su aspecto socialmente construido, pero toma también distancia de la sociología militante, porque para ella lo normativo se asume como evidente y no plantea un reto intelectual verdadero: la primera reduce lo normativo a aquello que la gente piensa que es lo normativo, mientras que la segunda, más que comprenderla reflexivamente, sabe de antemano en qué consiste la auto-clarificación normativa. En ambos casos, parece adecuado sostener que la corriente principal de la sociología se ha vuelto escéptica de su propia capacidad de pensar lo normativo como una dimensión autónoma de la vida social. Tal vez de forma paradójica, y por medio de argumentos explícitamente anti-positivistas, el constructivismo, el postmodernismo, el postcolonialismo y el globalismo, todos contribuyen a un objetivo clave que la agenda positivista tradicional nunca fue capaz de cumplir integralmente. Todos ellos terminan sosteniendo que nuestras disciplinas están, de hecho, mal equipadas para conceptualizar, no digamos proponer o criticar, preguntas normativas. Sin embargo, la situación actual va más allá de los sueños más extremos del positivismo tradicional porque, mientras que allí los desafíos normativos eran reales aunque ajenos a la propia investigación científica, nuestra situación contemporánea parece ser una amplificación ontológica del positivismo: lo social ha sido vaciado completamente de cualquier dimensión normativa. Podemos refrasear este asunto en términos del problema weberiano de la neutralidad valorativa de la ciencia social. Para Weber, nuestros compromisos científicos no nos salvan de tener que decidir qué debemos hacer en la vida social y política, puesto que el mundo moderno está poblado por demasiadas orientaciones de valor. El planteamiento contemporáneo, al contrario, es que ya no quedan valores en el mundo social y con ello se lo reduce a luchas de poder, negociación estratégica o políticas de la identidad, todas las cuales quedan desprovistas de cualquier orientación normativa. Aceptar la dificultad de tomar decisiones normativas y llamar entonces al imperativo de la responsabilidad personal para tomar decisiones –ese es, finalmente, el dilema de Weber– es completamente distinto (y por cierto también más desafiante) que buscar estratégicamente cualquier argumento disponible para defender aquello que es bueno para nosotros.
Por lejos, la posición más influyente en la sociología contemporánea es la de Pierre Bourdieu13. En su compromiso con causas políticas, Bourdieu se relaciona constantemente con preguntas normativas. Pero él no conceptualiza la normatividad sociológicamente, ella no queda incluida en su teoría como una dimensión real del mundo social, porque el conflicto, el poder y las luchas le dan forma a su ontología de lo social: «la particularidad de la sociología es que toma como su objeto a los campos de lucha –no el campo de la lucha de clases, sino que el campo de las propias luchas científicas. Y el sociólogo ocupa una posición en estas luchas» (Bourdieu 1994, 10). La motivación normativa de su sociología militante es que los intereses de los actores menos poderosos deben ser favorecidos en contra de los actores que concentran el poder. Los sociólogos pueden ser vistos como un amplificador reflexivo con cuya ayuda los actores subordinados consiguen hacer avanzar sus intereses en cualquier campo y cada vez que sea necesario. Mi problema no son las opciones políticas de Bourdieu, sino su indiferencia ante la necesidad de la auto-clarificación normativa en la vida social (Honneth 1986). De hecho, en términos de concepciones de la naturaleza humana, Bourdieu acepta sin problemas que la sociología
inevitablemente apela a teorías antropológicas […] solo puede progresar verdaderamente sobre la condición de hacer explícitas estas teorías que los investigadores siempre traen a colación […] y que generalmente no son más que la proyección transfigurada de sus relaciones con el mundo social (Bourdieu 1994, 19)
Mientras más exploramos la conexión entre concepciones de lo social y de la naturaleza humana en la sociología de Bourdieu, más claramente surgen concepciones reduccionistas sobre la primacía de intereses y luchas. Ellas son entonces las que lo conducen a una concepción irracionalista de lo social:
hay una forma de interés o función que yace detrás de cada institución o práctica […] la magia específicamente social de una institución puede constituir casi todo como un interés y como un interés realista, por ejemplo, como una inversión (tanto en el sentido económico como en el psicoanalítico), que es objetivamente recompensado, más o menos en el largo plazo, por una economía (Bourdieu 1994, 18).
Volvamos ahora a las crisis que mencioné en los párrafos iniciales de este capítulo.