100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
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—Se ha desprendido.
Asintió.
—Al principio no me di cuenta de que nos habíamos parado.
Silencio. Luego, tomando aire y poniéndose muy derecho, preguntó con decisión:
—¿Podrían decirme dónde hay una gasolinera?
Por lo menos una docena de hombres, algunos apenas en mejor estado que él, le explicaron que la rueda y el coche ya no estaban unidos por ningún tipo de vínculo material.
—Salir marcha atrás —sugirió al cabo de un momento—. Meter la marcha atrás.
—¡Pero si le falta una rueda!
El hombre dudó.
—No se pierde nada con probar —dijo.
El aullido de las bocinas iba in crescendo. Di media vuelta y, pisando el césped, me fui a casa. Me volví a mirar una vez. La luna, como una hostia, brillaba sobre la casa de Gatsby para que la noche fuera tan hermosa como antes: había sobrevivido a las risas y a los ruidos del jardín, todavía iluminado. Un vacío repentino parecía fluir ahora de las ventanas y las puertas inmensas, envolviendo en un aislamiento absoluto al anfitrión, que seguía en el porche, con la mano levantada en un protocolario gesto de despedida.
Al releer lo que llevo escrito, creo haber dado la impresión de que los acontecimientos de tres noches separadas entre sí por varias semanas me absorbieron por completo. Todo lo contrario: sólo fueron acontecimientos sin importancia en un verano muy ajetreado, y, hasta mucho después, me absorbieron infinitamente menos que mis propios asuntos.
Pasé trabajando la mayor parte del tiempo. A primera hora de la mañana, el sol proyectaba mi sombra hacia el oeste y yo descendía a toda prisa los blancos abismos que llevan de la zona baja de Nueva York al Probity Trust. Conocía por sus nombres a los otros empleados y a los jóvenes vendedores de bonos, y en restaurantes atestados y oscuros comía con ellos salchichas de cerdo, puré de patatas y café. Incluso tuve una breve aventura con una chica que vivía en Jersey City y trabajaba en el departamento de contabilidad, pero su hermano empezó a mirarme con malos ojos, y cuando la chica se fue de vacaciones en julio, di por terminado el asunto.
Solía cenar en el Yale Club —no sé por qué razón, aquél era el acontecimiento más triste de la jornada—, y luego subía a la biblioteca y estudiaba a conciencia, durante una hora, inversiones y valores. Siempre andaban por allí unos cuantos juerguistas, pero jamás entraban en la biblioteca, así que era un buen sitio para trabajar. Después, si hacía buena noche, daba un paseo por Madison Avenue, pasaba el viejo Murray Hall Hotel y, por la calle Treinta y tres, llegaba a la Pennsylvania Station.
Empezaba a gustarme Nueva York, la sensación nocturna de aventura y riesgo, y el placer que el constante fluctuar de hombres, mujeres y vehículos procuraba a la mirada inquieta. Me gustaba pasear por la Quinta Avenida y elegir a alguna mujer romántica entre la multitud e imaginar que, en cinco minutos, yo entraría en su vida, y que nunca lo sabría nadie ni nadie lo desaprobaría. A veces, en mi imaginación, la seguía hasta su apartamento, en la esquina de alguna calle escondida, y se volvía y me sonreía antes de cruzar una puerta y desvanecerse en el calor y la oscuridad. En el crepúsculo encantado de la metrópolis algunos días la soledad se volvía obsesiva, e incluso la sentía en otros, empleados jóvenes y pobres que mataban el tiempo delante de los escaparates y esperaban la hora de cenar solos en un restaurante; empleados jóvenes que, al anochecer, desperdiciaban los momentos más maravillosos de la noche y de la vida.
A las ocho, otra vez, cuando la calzada en penumbra de las calles Cuarenta se llenaba de la agitación de los taxis, en filas de cinco, que iban a la zona de los teatros, sentía una opresión en el corazón. Se unían las siluetas en el interior de los taxis a la espera de reemprender la marcha, cantaban las voces, chistes que yo no oía provocaban risas, y cigarrillos encendidos trazaban ininteligibles espirales. Imaginando que yo también corría hacia la alegría y compartía su entusiasmo más íntimo, les deseaba lo mejor.
Perdí de vista a Jordan Baker, y a mediados de verano volví a encontrármela. Al principio me halagaba ir con ella a los sitios porque era campeona de golf y todo el mundo la conocía. Y luego hubo algo más. No es que me hubiera enamorado, pero sentía una especie de curiosidad, de ternura. La cara de orgulloso aburrimiento que ofrecía al mundo ocultaba algo —casi todas las poses terminan ocultando algo, si no lo ocultan desde el principio—, y un día descubrí lo que era. Habíamos ido a una fiesta en Warwick, y Jordan dejó bajo la lluvia, sin subirle la capota, el coche que le habían prestado, y luego mintió sobre el incidente, y entonces me vino a la cabeza lo que contaban de ella y que no conseguí recordar aquella noche en casa de Daisy. En su primer gran torneo de golf hubo un escándalo que estuvo a punto de salir en los periódicos: alguien insinuó que en las semifinales Jordan movió una pelota que había caído en mal sitio. El caso alcanzó proporciones de escándalo y luego se desinfló. Un caddy se retractó de sus declaraciones y el único testigo admitió que podría haberse equivocado. Retuve, sin embargo, el incidente y el nombre.
Jordan Baker evitaba instintivamente a los hombres inteligentes y perspicaces, y entonces comprendí que lo hacía porque se sentía más segura en una esfera en la que apartarse de la norma resultara prácticamente imposible. Era una tramposa incurable. No soportaba estar en desventaja y, por ese rasgo negativo, supongo que había empezado a recurrir a subterfugios desde muy joven para conservar frente al mundo aquella sonrisa fría e insolente y, al mismo tiempo, satisfacer las exigencias de su cuerpo fuerte y feliz.
A mí no me importaba. Que una mujer haga trampas es algo que nadie critica demasiado. Me molestó en un principio, y luego lo olvidé. En aquella fiesta, en casa de alguien de Warwick, tuvimos una curiosa conversación sobre cómo conducir un coche. Empezó porque pasó tan cerca de unos trabajadores que el guardabarros rozó un botón de la chaqueta de uno de ellos.
—Conduces fatal —protesté—. O tienes más cuidado, o deberías dejar de conducir.
—Tengo cuidado.
—No, no tienes cuidado.
—Bueno, ya otros tienen cuidado —dijo sin pensarlo dos veces.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—No se cruzarán en mi camino —insistió—. Hacen falta dos para que haya un accidente.
—Supón que te encuentras con alguien tan imprudente como tú.
—Espero no encontrármelo jamás —respondió—. Detesto a los imprudentes. Por eso me gustas.
Sus ojos grises, irritados por el sol, miraban hacia delante, impertérritos, pero Jordan había modificado astuta y deliberadamente la naturaleza de nuestra relación, y por un momento creí que la quería. Pero pienso las cosas detenidamente y me someto a una considerable cantidad de reglas interiores que actúan como freno a mis deseos, y sabía que mi primera obligación era liberarme del lío que había dejado pendiente en mi ciudad natal. Escribía todas las semanas y seguía firmando: «Con cariño, Nick», pero de lo único que me acordaba era de una chica a la que, cuando jugaba al tenis, se le formaba un fino bigote de sudor, y, sin embargo, existía un vago compromiso que debía romper con delicadeza para sentirme libre.
Todo el mundo se cree poseedor de por lo menos una de las virtudes cardinales. La mía es ésta: soy una de las pocas personas honradas