100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт

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mínima que bastaba para satisfacer sus necesidades y desembocaba en la nada absoluta. Había tres negocios: uno se alquilaba y otro era un restaurante que abría toda la noche y al que se llegaba par un camino de cenizas. El tercero era un garaje —Reparaciones. GEORGES B. WILSON. Compraventa de automóviles—, en el que entré detrás de Tom.

      El interior, vacío, era miserable: el único coche visible eran los restos polvorientos de un Ford, encogido en un rincón oscuro. Estaba pensando que aquel garaje fantasmal sólo podía ser una cortina de humo que ocultaba lujosos y románticos apartamentos en la planta de arriba, cuando apareció el dueño en la puerta de la oficina, limpiándose las manos con un trapo. Era un hombre rubio, apocado, anémico y de cierta belleza desvaída. Nos vio y los ojos, azules, húmedos y muy claros, se le iluminaron de esperanza.

      —Hola, Wilson, viejo —dijo Tom jovialmente, dándole una palmada en el hombro—. ¿Cómo va la cosa?

      —No me puedo quejar —respondió Wilson sin convencer a nadie—. ¿Cuándo va usted a venderme el coche?

      —La semana que viene: tengo al chófer arreglándolo.

      —No se da prisa, ¿verdad?

      —Se equivoca —dijo Tom con frialdad—. Pero, si lo cree así, quizá lo mejor sea que le venda el coche a otro.

      —No es eso lo que digo —se apresuró a explicar Wilson—. Lo que digo es que…

      Su voz se fue apagando y Tom miró impaciente a su alrededor. Entonces oí pasos en la escalera y, al momento, la pesada silueta de una mujer tapó la luz de la puerta de la oficina. Debía de tener unos treinta y cinco años, y estaba un poco gorda, pero lucía sus carnes con esa sensualidad de la que algunas mujeres son capaces. No había rasgos ni atisbo de belleza en su cara, que surgía de un vestido de seda azul oscuro a lunares, pero aquella mujer poseía una vitalidad inmediatamente perceptible, como si los nervios de su cuerpo estuvieran siempre al rojo vivo. Sonreía con calma, y pasando a través del marido como si fuera un fantasma, le estrechó la mano a Tom, mirándolo intensamente a los ojos. Se humedeció los labios y, sin volverse, le dijo a su marido con una voz suave y ordinaria:

      —Trae sillas, que se pueda sentar la gente.

      —Ah, sí —asintió inmediatamente Wilson, y fue a la oficina, confundiéndose en el acto con el color cemento de las paredes.

      Polvo blanco y ceniciento le cubría el traje oscuro y el pelo pálido como cubría todo lo que había a su alrededor, excepto a su mujer, que se había acercado a Tom.

      —Quiero verte —dijo Tom con decisión—. Coge el próximo tren.

      —Muy bien.

      —Espérame en el puesto de periódicos del andén de abajo.

      La mujer asintió y se separó de Tom en el momento preciso en que George Wilson salía de la oficina con dos sillas.

      La esperamos en la carretera, donde no podían vernos. Faltaban pocos días para el Cuatro de Julio, y un niño italiano, gris y escuálido, ponía una fila de petardos en la vía del tren.

      —Terrible lugar, ¿verdad? —dijo Tom, intercambiando con el doctor Eckleburg una mirada de disgusto.

      —Horrible.

      —A ella le viene bien salir.

      —¿Al marido no le importa?

      —¿Wilson? Cree que va a Nueva York a ver a su hermana. Es tan tonto que ni siquiera sabe que está vivo.

      Así que Tom Buchanan, su chica y yo fuimos juntos a Nueva York. O no exactamente juntos, porque mistress Wilson viajó discretamente en otro vagón. Era una deferencia de Tom con la susceptibilidad de los habitantes de East Egg que pudieran ir en el tren.

      Mistress Wilson se había cambiado el vestido por uno de muselina marrón estampada que se le ajustó restallante a las anchas caderas cuando Tom la ayudó a apearse en el andén de Nueva York. En el puesto de periódicos compró el Town Tattle y una revista de cine, y en el drugstore de la estación crema facial y un perfume. Arriba, en la entrada solemne y llena de ecos, rechazó cuatro taxis antes de elegir uno, nuevo, de color lavanda, con la tapicería gris, y en él nos alejamos de la gran estación, hacia la espléndida luz del sol. Pero inmediatamente mistress Wilson dejó de prestar atención a la ventanilla, se inclinó hacia delante, y golpeó en el cristal que nos separaba del chófer.

      —Quiero uno de esos perros —dijo muy seria—. Quiero uno para el apartamento. Es bueno tener… un perro.

      Dimos marcha atrás en busca de un viejo ceniciento que se parecía de un modo absurdo a John D. Rockefeller. En una cesta que le colgaba del cuello se encogían de miedo un puñado de cachorros recién nacidos, de raza indeterminada.

      —¿Qué tipo de perros son? —preguntó mistress Wilson con verdadera ilusión, cuando el hombre se acercó a la ventana del taxi.

      —De todos los tipos. ¿Qué tipo busca usted, señora?

      —Me gustaría un perro policía, pero supongo que no tendrá ninguno de esa raza.

      El hombre miró con ojos inseguros dentro de la cesta, metió la mano y sacó un cachorro que no paraba de moverse, cogiéndolo por el cuello.

      —No es un perro policía —dijo Tom.

      —No, no es exactamente un perro policía —dijo el hombre, con algo de decepción—. Yo más bien diría que es un Airedale —pasó la mano por el lomo pardo, que parecía un paño de cocina—. Fíjese en el pelo. Qué pelo. Este perro jamás le dará la lata con un resfriado.

      —Me parece precioso —dijo mistress Wilson con entusiasmo—. ¿Cuánto cuesta?

      —¿Este perro? —el hombre lo miró con verdadera admiración—. Para usted serán diez dólares.

      El Airedale —indudablemente había implicado algún remoto Airedale en el asunto, aunque aquellas patas fueran llamativamente blancas— cambió de dueño y fue a caer en el regazo de mistress Wilson, que acarició con arrobo aquel pelaje a prueba de las inclemencias del tiempo.

      —¿Es niño o niña? —dijo con delicadeza.

      —¿Este perro? Es niño.

      —Es una perra —dijo Tom terminantemente—. Aquí tiene su dinero. Vaya y cómprese diez perros más.

      Entramos en la Quinta Avenida, cálida y adormilada, casi pastoral, en la tarde veraniega de domingo. No me hubiera extrañado ver aparecer en una esquina un gran rebaño de ovejas blancas.

      —Pare —dije—. Tengo que dejaros aquí.

      —De eso nada —me interrumpió Tom—. Myrtle se ofendería si no subes al apartamento. ¿Verdad, Myrtle?

      —Venga —me insistió mistress Wilson—. Llamaré por teléfono a mi hermana Catherine. Los que entienden dicen que es muy guapa.

      —Me gustaría ir, pero…

      No nos detuvimos, volvimos a acortar por Central Park hacia el oeste y las calles Cien. En la calle Ciento cincuenta y ocho el taxi se paró ante un trozo del gran

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