Silencio. Teresa Guardans Cambó
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Y si su función es tan esencial, ¿qué problema hay con el ego?
El ego suele hacer muy bien su papel, pero con tendencia... ¡a pasarse! Con tendencia a invadir todo el territorio y a no dejar espacio para nada ni nadie más. Con tendencia a obstaculizar el funcionamiento de la otra parte de la cognición humana, la que atiende, mira y escucha, la que se abre a la realidad. Una tendencia que nos lleva a identificarnos con el yo y sus hábitos, a mirar solo desde la actitud que busca protegerse (a uno mismo y a los más próximos); que busca ganar, que siempre va tras el logro de algo. Desde ese «piloto automático» –recordemos– no vemos, solo recogemos respuestas a nuestras necesidades; permanentemente proyectando ideas, juicios previos, seleccionando e interpretado al servicio de alguna expectativa, deseo o miedo, que condiciona totalmente el resultado. Pero si no hubiera más posibilidad que esa, ¿cómo podría explicarse la creatividad, la experiencia de asombro, de novedad, de descubrimiento ante la existencia?
Aquí es cuando tenemos que hablar de esa «otra parte de la cognición» que acabamos de mencionar; o de la doble dirección en la que funcionan las capacidades humanas: dos direcciones o actitudes, opuestas y complementarias. Porque esa capacidad de simplificación y abstracción, que nos permite ver y reaccionar desde el bagaje del conocimiento y las experiencias previas, se complementa con su reverso: la mirada que se para, que no proyecta, no busca, que atiende y acoge la presencia de lo que aquí pueda haber. Y en ese atender es cuando puede recibirse el latido de la realidad, su valor, su inmensidad. Ahí es donde el conocer humano deja de moverse por las rutas familiares que él mismo ha creado y adopta una actitud atenta al despliegue de la existencia. Conocimiento que silencia lo que sabe y que, por poco que mire, que esté de verdad con el corazón y la mirada tendidos hacia lo que tiene delante (y no pegados al monólogo mental que nos ocupa permanentemente) descubre que todo es «más», que nada es insignificante, que el mismo hecho de existir no tiene nada de normal. Es así como un Albert Schweitzer (pastor evangélico, médico y músico), a sus noventa años, podía sentirse admirado «ante el misterio de la existencia, ante el irresoluble enigma de la presencia de una gota de lluvia o de un copo de nieve», ante «los mil prodigios que se pueden contemplar a cada instante, [...] y cuantos más años pasan, más se multiplican estos»2.
Esas dos modalidades cognitivas son como dos actitudes complementarias e imprescindibles, como lo son la inspiración y la expiración para poder respirar. Cada una de ellas tiene su función en la construcción de mundo, en la forma humana de habitar la existencia. Constituyen la clave de bóveda de la interacción relacional y de la valoración. De una parte, como hemos visto, existimos mediatizados (y ayudados) por la «vidriera» de los saberes adquiridos (conceptuales, emocionales, actitudinales), por el filtro de las conexiones ya establecidas que siempre nos acompaña, simplificando y organizando la realidad a nuestra medida, permitiéndonos prever, interpretar, gestionar, reaccionar ágilmente a partir de la experiencia previa... Y de la otra, se da esa mirada gratuita, que se interesa por lo que ahí hay, porque sí, porque existe. Es esa actitud atenta de la mente y del sentir, auscultando la realidad, la que nos permite sentir el «toque» de la realidad, dejarnos tocar por su «presencia» y reaccionar en sintonía. Del ejercicio (consciente o no) de esa segunda mirada depende el que nos importe algo más que nosotros mismos y nuestro beneficio inmediato; que el ego vaya desarrollándose «poroso», impregnándose de la presencia de los demás, de la vida en todas sus formas, o lo haga cerrado sobre sí mismo, ciego, insensible, sin llegar a establecer las mínimas conexiones propias de la condición humana.
Cuando la vida de una comunidad se desarrollaba pasando largas e intensas horas en contacto directo con el medio natural, los cielos, las lluvias, el mar..., en constante interacción de interdependencia con el mundo animal y vegetal, las capacidades participaban ejercitándose en las dos direcciones. Algo parecido a lo que vivía Jane Goodall cuando trabajaba en la selva –recordando el ejemplo que hemos visto más arriba–. Cuanto más se aleja la vida de esos ritmos pausados, en íntimo contacto con el entorno natural y social, más conscientes deberíamos ser de la función esencial de ese «cuerpo a cuerpo» con la realidad en el ejercicio de la mirada atenta.
El valor de algo, independientemente de si responde o no a mis necesidades, me lo dará una mirada que no busque nada, que no mire desde la necesidad. Una mirada (y un corazón) que no obedezca a la curvatura que impone el ego. Es ahí donde se generan los lazos con todo aquello que no soy «yo», unos lazos imprescindibles para equilibrar la respuesta a la necesidad teniendo en cuenta el respeto por el bien global.
En el reducido «libro de instrucciones» biológico humano falta incluso aquella instrucción básica que parece encabezar el programa genético de cualquier otra especie: «máximo beneficio por mínima destrucción». Hasta algo tan esencial como esto, depende de un adecuado desarrollo y aprendizaje... que implica el ejercicio de las capacidades en su doble movimiento o actitud. «Debería comprenderse la importancia que tiene este silencio –avisa Antoni Tàpies, pintor–. No es un capricho, te hace ver más claramente la unidad universal de todas las cosas. Se estimula un espíritu más comprensivo y solidario entre los seres humanos y con la naturaleza»3. Así es, esa es su función; porque ese silencio, silencio del yo, nos acerca a la realidad, nos permite sentirla, notar la presencia, la vida, del otro y de todo lo que nos rodea. No es capricho, es necesidad; ahí es donde radica la fuente del amor, de un sentir que va más allá del interés mediatizado por el propio provecho. Ahí están el profundo respeto, la admiración, el asombro...
Es la gran paradoja de la condición humana. El contar con una programación genética tan indeterminada, tan abierta, puede dar lugar (a nivel personal y colectivo) a todo tipo de concreciones y desarrollos; desde el egoísmo más aberrante: personas, ideologías o sistemas capaces de despiadadas devastaciones, a todos los niveles... hasta la gratuidad más absoluta de quienes ponen por delante el interés de todo y de todos, en profunda comunión con la vida. De ahí la importancia de tener en cuenta, alimentar y cultivar esa dimensión silenciosa desde la que se tejen los lazos con lo que existe; de ahí la importancia de «aprender a callar», de aprender a entrenar nuestras capacidades con autonomía respecto a la proyección que proporciona el ego. Como bien resume Marià Corbí:
Si se aprende a callar es para poder estar totalmente alerta, sintiendo y vibrando, atestiguando lo que hay. Se calla para apartar la pantalla que modela y diseña todo lo que nos rodea y nuestras propias vidas en función de las necesidades. Si callamos es para tocar, ver, sentir y comprender en concreto y directamente, sin los filtros de la necesidad. Si callamos es para sentir con nuestra carne, para palpar con la totalidad de nuestras entrañas y con lo más potente