Agua. Isabel Gómez-Acebo Duque de Estrada

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seguimiento a la persona de Jesucristo, que incluye el amor al prójimo, cuyas prácticas se enumeran en el juicio final que describe Mt 25: «Porque tuve hambre y me diste de comer», y también tengo presente el texto de Jesucristo con Nicodemo:

      «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo, puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?». Le respondió Jesús: «De cierto te digo que el que no naciere de agua y del espíritu no puede entrar en el reino de Dios... No te maravilles de lo que dije: Os es necesario nacer de nuevo» (Jn 3,4-7).

      Todas las mañanas podemos preocuparnos por nacer de nuevo, dejar atrás los malos momentos del pasado y, apoyándonos en los buenos, ir avanzando en el seguimiento de Jesucristo. Los cristianos tenemos fama de ser personas tristes, y acaso damos una sensación de serlo porque pensamos mucho en nuestras faltas, en nuestros pecados, nos damos golpes de pecho, nos cubrimos de saco y de cenizas como hicieran los antiguos judíos para demostrar arrepentimiento. Además, nuestras liturgias se encargan bien de recordarnos nuestra faceta pecadora para conseguir el arrepentimiento. Pero también hay que bailarle a la vida con toda la creación, gozar de nuestra existencia en la Tierra, hacer que entren en la fiesta los tristes, los enfermos, los ancianos... y todos los que lo están pasando mal, pues con esta actitud nacemos de nuevo todas las horas del día.

      En el matrimonio pronunciamos muchas veces las palabras «te quiero», pero obras son amores y no buenas razones. Los cónyuges vamos cambiando y nos tenemos que adaptar a esas transformaciones que se dan en nosotros y en nuestras parejas si no queremos caminar por sendas paralelas e incluso contrarias. Tenemos que renovar las promesas que nos hicimos mutuamente todos los días.

       ¿Recuerdas el comienzo de tu vida cristiana? ¿Qué te sugiere la palabra «bautismo»? Piensa cuando renuevas las promesas, ¿a qué te estás comprometiendo? ¿Has pensado alguna vez en nacer de nuevo?

      Recuerdo una medalla que me regaló mi novio –hoy mi marido– que decía: «Te quiero más que ayer pero menos que mañana». Estaban de moda, pero reflejaban una realidad muy importante de la vida, y es que en el amor no te puedes quedar parado pues ese estatismo equivale a una muerte lenta pero segura. También debes variar tu relación con Dios, y si no lo haces es que no has evolucionado en tu vida espiritual. Hoy, cuando leo textos escritos en mi juventud, me entran ganas de reír por lo infantiles que son. Entonces no conocía las amarguras de la vida y me presentaba ante un Dios todopoderoso con la seguridad de que allanaría mi camino y me sacaría de cualquier complicación que se me presentara. ¡Qué confundida estaba! He tenido que realizar una larga senda para descubrir que Dios nos apoya en nuestros esfuerzos vitales, pero no nos suprime ningún dolor. Está a nuestro lado y me gusta pensar que sufre con nosotros, como hiciera el Padre con el Hijo en la Cruz, pues si no lo hace es un Dios impasible, una presunta virtud que defendían muchos teólogos, con quien no me interesaría relacionarme.

      Reflexiona en los cambios que se han producido en tu vida. ¿Te has convertido en una persona más amable, más formada, más egoísta, más comprensiva? ¿O en todo lo contrario? Y piensa cómo ha cambiado tu relación con Dios o con las personas con las que convives.

      Si me hubieran preguntado hace unos años en qué consistía ser cristiano, hubiera respondido que suponía creer una serie de enunciados y que esas creencias nos colocaban un escalón por encima de los demás seres humanos. Me temo que todavía hoy es la contestación que darán muchos fieles. Pero el cristianismo no es una creencia, sino una vivencia. En este punto, tengo que hacer un reproche a la Iglesia, pues a los fieles no nos han enseñado a realizar una oración personificada, una lectio divina (una lectura orante del Evangelio), a perseguir el entendimiento necesario para establecer una relación más profunda con Jesucristo, ya que se dejaba este capítulo para los sacerdotes y religiosos. Todavía hoy, en las liturgias católicas se pronuncian oraciones hechas, y no se deja tiempo para pensar, para embarcarse en el encuentro o la búsqueda de Dios y de sus intenciones con nuestras vidas.

      Me atrae la contemplación que ha llegado a Occidente de la mano de las religiones orientales, y que no es muy distinta de la que siguieron los grandes místicos cristianos. Atención al cuerpo y a sus posturas, hacer silencio, tratar de ahuyentar las distracciones –que son «la loca de la casa», como las llamaba santa Teresa– y dejarse invadir por la compasión que anida en lo más profundo de nuestro ser, donde se encuentra Dios.

      Personalmente me resulta difícil engancharme a ese camino. Lo intento, aunque sin mucho éxito, pues soy una persona de acción y no de contemplación. Mi inspiración se apoya en los pensadores católicos que han intentado amalgamar los distintos caminos: el místico contemplativo, el intelectual teológico y la praxis compasiva. Reconozco que, aunque estoy convencida de la ruta, me cuesta por la falta de costumbre y porque me dejo llevar por los pensamientos que me sugiere el diario vivir: la compra, los hijos, los nietos, los olvidos, los dolores... Pero ahí estoy.

       ¿Has emprendido el camino de la contemplación alguna vez? ¿Te ha costado perseverar? ¿Crees que esas prácticas ayudan en tu vida?

      Volviendo al bautizo, tengo muy presente el de mis hijos y nietos, pues me dieron mucho que pensar. ¿Qué vida tendrían? ¿Serían fieles a las promesas que otros hacían en su nombre? Y cuando repaso el Credo, me entran las dudas, pues siento que las nuevas generaciones no basan su religión en verdades inamovibles como hicimos nosotros, en verdades mal enunciadas y poco explicadas, creídas sin reflexión... Pero tampoco siguen a Jesucristo.

      Para mis nietos, o incluso para mis hijos, no tiene ningún interés que Jesucristo estuviera en el cielo a la derecha del Padre, bajara a los infiernos, o que exista entre todos los cristianos una unión de gracia que se conoce por «comunión de los santos». Tengo la sensación –más que sensación, certeza– de que hablo también en mi nombre. En cambio, están mucho más abiertos a los sentimientos de amor y compasión por los más desfavorecidos. Pero, ¿cómo hacemos compatible este altruismo para que se diferencie de las ONG? No lo tengo claro.

      La liturgia del templo les interesa muy poco y hay que ir por otro camino para encontrarse con Dios. La religiosidad popular, en cambio, tiene atractivo, aunque sea folclórica y mágica, pues en sus ritos planea la trascendencia y se puede escuchar –aunque tenuemente– el ruido, como apareciera en la creación, de las alas del Espíritu.

      Los momentos más espirituales de mi familia, aparte de las eucaristías, primeras comuniones, bautizos, matrimonios, funerales... han sido cuando hicimos juntos unas etapas del Camino de Santiago. Aunque tratábamos de andar a la par, cada uno tiene diferente ritmo de marcha. Recogíamos en el campo distintos elementos que nos sirvieran de ofrenda para la misa, que celebrábamos en un alto del camino. Era precioso ver los objetos que escogían los más pequeños: un palito quemado, una piedra redonda, una espiga... Y más bonito todavía escuchar los motivos por los que los ofrecían, ya que en sus peticiones tenían un lugar especial los enfermos y los pobres. Empezaban a intuir que había personas que lo estaban pasando mal en el mundo y ellos, por el contrario, eran unos privilegiados.

      A los mayores nos cuesta abrir nuestros corazones en público y reflejar las vivencias que se alojan en nuestro interior, por lo que somos más fríos en nuestras manifestaciones. Recuerdo un día que celebrábamos la misa al lado de un arroyo. Escogí una hoja grande, pues quería meter como ofrenda, en primer lugar, a mi familia, pero luego al mundo entero, tal como hiciera Teilhard de Chardin en su famosa eucaristía. Era un momento en el que mi corazón se ensanchaba, tenía la sensación de que explotaba y me permitía abarcar el infinito. Abraham Maslow, un gran psicólogo, dice que esos momentos de plenitud que tienen muchas personas nos hacen vislumbrar el cielo futuro que nos espera.

      Mis hijos, mis nietos y yo misma guardamos un recuerdo muy especial de esas marchas, perro incluido, pues aunque alguno ni siquiera nos diéramos cuenta, tuvimos un contacto grande con la trascendencia.

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