Diamantes para la dictadura del proletariado. Yulián Semiónov

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Diamantes para la dictadura del proletariado - Yulián Semiónov Hoja de Lata

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Suéltalos, Lapshín…

      Cuando las mujeres se hubieron marchado, Belov dijo:

      —Suelta a un ladronzuelo, pero a un hombre honrado…

      Un aldeano es un aldeano, por mucho que vaya de uniforme…

      Volobúiev lanzó una mirada dura al rostro colorado, juvenil y todavía lampiño de ese joven guapo y vestido a la usanza del viejo régimen, mientras empezaba a rascar la funda de su arma; sacó su Nagant y levantó el percutor. Habría disparado a ese Belov bien alimentado y rosáceo, pero este empezó a lanzar unos gritos tan espantosos y estridentes que Volobúiev se recompuso en un santiamén, aunque la mandíbula se le quedó entumecida y los brazos se le movían como bailando.

      —¡Se lo contaré todo! —gritaba Belov—. ¡No dispare! ¡Aquí está todo! ¡En el maletín! ¡Mire! ¡No dispare, buen hombre!

      Volobúiev cerró los ojos y se mantuvo así durante unos segundos, después guardó el Nagant en su funda, se acercó a Belov, le quitó de las manos el maletín y, tras abrir los cierres, esparció el contenido en la mesa. Brotó una montaña de oro: tres pitilleras, doce relojes, quince anillos con diamantes, cuatro monedas zaristas de diez rublos.

      Volobúiev se quedó un buen rato sentado junto a esta montaña de oro y lentamente tocó todos y cada uno de los objetos… Después —sin que ni siquiera él se lo esperara— dejó caer la cabeza sobre el oro frío y mate y lanzó un aullido, de una sola nota, espantoso, como de mujer…

      —Si quieres, quédate todo, pero por Dios te lo pido, déjame ir —oyó a su espalda la voz de Belov—. Quédatelo, nadie lo sabrá, yo seré una tumba, seré mudo, no se me escapará ni una palabra, buen hombre…

      Volobúiev se secó las lágrimas, se sonó en un trapo y dijo:

      —Discúlpeme la debilidad; la propuesta de soborno la recogeremos en un acta aparte, por supuesto, y ponga del revés los bolsillos: eche encima de la mesa todo lo que lleve.

      En los bolsillos de Belov había ciento cincuenta mil rublos, un carnet de trabajador del DEA de la RSFSR y una carta sin dirección con el siguiente contenido:

      Grisha, me veo obligado a escribirte esta carta porque una y otra vez esquivas los encuentros personales, algo que me duele, como ser humano y como amigo (perdóname, pero te sigo considerando un amigo, igual que antes, y no un compañero de habitación accidental).

      Cuando nos encontramos —¿lo recuerdas?—, eras una de las mejores personas que yo conocía, eras capaz de regalar tu última camisa a un amigo.

      Pero ¿qué es lo que te ha pasado, Grigori? ¿De veras el poder del oro y de las perlas es más importante para ti que el poder de la amistad entre los hombres? Si es así, sírvete entregarme una tercera parte de lo que te sacas en el DEA. En caso de que te niegues a cumplir mi petición, denunciaré a las autoridades tu actividad en el trabajo, no la abierta por la que recibes dinero del Gobierno de nuestra república trabajadora, sino la secreta que perjudica a los proletarios infelices y hambrientos. Por consiguiente, si para el día de mañana por la mañana no vienes a nuestro piso y repartes conmigo joyas por valor de 1 (un) millón de rublos, al momento pondré una denuncia en la Checa.

      Tu antiguo amigo y ahora conocido

       Kuzmá Tumánov

      —¿Dónde reside Tumánov? —preguntó Volobúiev.

      —En Palija.

      —Palija, ¿y eso qué es?

      —Hay una calle así, en Moscú.

      —Entonces tiene que decir: calle tal, número tal.

      —Número doce, piso seis «a».

      —¿Cómo es eso, seis «a»? El cinco es cinco, el seis será seis, y si hay siete, pues hay que decirlo.

      —¡Maldito burro! —empezó a gritar Belov—. ¿Por qué has tenido que meterte en mi vida? ¡Oscuridad con patas! ¡No voy a hablar contigo! No lo haré, ¿lo has comprendido? ¡No lo haré! —Y entonces Belov se lanzó sobre el agente judicial, pero lo hizo con poco arte, era un muchacho delicado, por eso a Volobúiev no le costó nada darle un puñetazo en el hombro; Belov se cayó y empezó a dar cabezazos al suelo sucio, lleno de escupitajos.

      —Lo que tenemos aquí no es un interrogatorio — com entó Volobúiev mientras se alejaba hacia la puerta—, sino sendas crisis nerviosas. Solo que cuando yo aúllo, lo hago por los hambrientos, mientras que tú te comportas como un bruto por los relojes y las monedas, perro sarnoso.

      Abrió bien la puerta y gritó:

      —¡Lapshín! A ver, alguno, buscadme a Lapshín, que invite a unos testigos y que tire para acá, tengo un burgués baboseando el suelo y sacudiéndose el trasero con los talones.

      Ese mismo día la Checa moscovita se llevó a Belov. Se encontraba en estado de postración: entendía mal las preguntas. El médico al que llamaron hizo constar que sufría un fuerte choque y dio al detenido un tranquilizante, no sin ordenar antes que no se le sometiera a interrogatorio en los cinco días siguientes.

      Ninguna de las búsquedas de Kuzmá Tumánov dio resultado: había desaparecido, como si se lo hubiera tragado la tierra.

      Un grupo operativo de la Checa de Moscú salió en dirección a la aldea Avérkino, donde vivía el padre de Belov, Serguéi Mokéievich. Antes tenía tres tractores, pero el nuevo poder se los había confiscado en el diecinueve. El registro de la casa del viejo Belov no aportó nada nuevo.

      Una semana después el médico vio en el detenido una brusca transformación. Este lo miraba ansioso a los ojos y preguntó en un susurro:

      —Doctor, si soy sincero, ¿no me fusilarán?

      —Yo solo soy el médico, querido, y de verdad que no conozco los pormenores… A ver, un pie sobre el otro…

      —Dios mío, ¿qué pinta aquí el pie? La noche después de que usted se fuera, me desperté empapado de sudor. Me daba miedo abrir los ojos, pensaba que había sido un sueño, ha sido un sueño… Me quedé echado, sin levantarme, después abrí un ojo… el techo gris y la bombilla con rejillas. Y lo que pude llorar, doctor, toda la noche llorando. Aunque llorar era como dulce: ¿cuánto más tengo que llorar en esta vida? Y sentía dolor en una mano, como si la atravesara una corriente, estar tumbado en el catre resultaba incluso agradable… Y mear en el bacín, también es como dulce, tierno…

      —Y antes ¿en qué pensaba? —preguntó el médico—. ¿Cuándo empezó con todo eso?

      —¿Usted en qué piensa cuando está borracho?

      —Huy, mi querido amigo, ya no recuerdo cuando he estado yo borracho…

      —Pues yo, borracho, soy tonto. A saber las cosas que puedo llegar a hacer por una moza. Cuando estoy bebido, el coraje se me desata. Y a la mañana siguiente me da vergüenza mirarme al espejo: me escupiría a la jeta, pero achispado me gusto tanto… Entonces

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