Policarpo. Martín Bernales
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De No Podemos Callar a Policarpo:
cambios en el contexto histórico y cambios en las revistas
La revista Policarpo, iniciada en julio de 1981, es la continuación de la revista No Podemos Callar (NPC ) que cambia su denominación “por razones de seguridad”, tras cinco años de clandestinidad (1975-1980) y 57 números. Según el director de ambas, el padre José Aldunate s.j., esto no alteró su identidad sustantiva, pues se trataba, a fin de cuentas, del mismo medio1.
Si se comparan ambas revistas puede apreciarse que Policarpo exhibe un mejoramiento de la calidad gráfica y un ligero aumento de la extensión de los ejemplares, con un promedio de 17 páginas, pero sigue siendo un texto sin mayores pretensiones en su diseño, reproducido a través de un mimeógrafo, al modo de un boletín de colegio, con una periodicidad mensual que se interrumpe cuatro veces en números que abarcan dos meses. Según José Aldunate, Policarpo adquiriría algunos matices propios: “Menos denuncias (había ya otras revistas), más eclesial, más teológica”2.
El último ejemplar de NPC llega a enero de 1981. Ignoramos qué ocurrió entre febrero y junio de ese año con el equipo de la revista —puede haber sido una opción ante la sensación de peligro que motivó el cambio de nombre a Policarpo3—, pero es evidente que constituyó un período difícil para quienes estaban en contra de la Dictadura de Augusto Pinochet, pues su oposición y malestar se estrellarían contra la aprobación plebiscitaria de la Constitución propuesta por la Junta Militar el 11 de septiembre de 1980, por un 67,04% de los votos. Por mucho que este acto estuviese rodeado de condiciones de ilegitimidad, su resultado constituía un fuerte espaldarazo comunicacional para el Gobierno y le permitía impulsar y consolidar la profunda transformación institucional que había iniciado tras el golpe. NPC lo reduce a un “balón de oxígeno” que permitiría a este último sortear algunos meses sin mayores crisis4. Pero, evidentemente, más que eso constituía la base para un cambio mucho más profundo y permanente que lo que expresaba o imaginaba el equipo de NPC. La Constitución de 1925, tras la reforma del Estatuto de Garantías Constitucionales de 1971, reconocía “el derecho a participar activamente en la vida social, cultural, cívica, política y económica con el objeto de lograr el pleno desarrollo de la persona humana y su incorporación efectiva a la comunidad nacional”, y exigía al Estado “remover los obstáculos que limiten, en el hecho, la libertad e igualdad de las personas y grupos”5. Apuntaba, así, al conseguir una igualdad material a través de la acción directa del Estado. La Constitución de 1980, en cambio, hablaría de “asegurar el derecho de las personas a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional”, exigiendo al Estado “contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible”, así como reconocer y amparar “a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad” garantizándoles “la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos”6. El foco es la igualdad formal y se abre paso a la gestión privada y con fines de lucro de servicios públicos que se proyectará, por ejemplo, en las pensiones, la salud o la educación. Dos concepciones muy diferentes, y cuya tensión ha quedado de manifiesto en el estallido social de 2019, pues la inequidad que han generado estos sistemas (pensiones, salud y educación) parece estar en el corazón de las protestas.
La llegada de 1981 empieza a evidenciar algunas de esas transformaciones. En enero se publican los decretos con fuerza de ley que reestructuran el sistema universitario, facilitando la creación de universidades privadas y desgajando de la Universidad de Chile sus sedes regionales y su instituto pedagógico, para luego transformarlos en un conjunto de universidades regionales y en la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE). Esto desahucia el modelo de una universidad pública nacional y abre paso a uno nuevo que, aunque plagado de reformas, se ha consolidado al punto que en la actualidad apenas cerca del 27% de quienes estudian en la universidad lo hacen en instituciones estatales, correspondiendo el resto de la matrícula a universidades privadas7.
En marzo de 1981 entra en vigor la nueva Constitución, con un bombardeo de propaganda y promesas y las ceremonias de rigor8. Se reemplazaba el orden previo, ese que había terminado con La Moneda en ruinas y que era “consecuencia del desenfreno de la demagogia” que llevó al país “al desastre moral, político, social y económico”9, concretándose la promesa refundacional que la Dictadura expresara ya en 1973. Ya no se dictarían decretos leyes sino leyes, a secas, como antes del golpe. Las medidas de represión aplicadas ahora tendrían base en la propia Carta Fundamental, concretamente en el tristemente célebre artículo 24 transitorio, que consistía en un estado de excepción que operaría solo hasta marzo de 1990 —y cuya declaración quedaba al solo criterio presidencial, con una duración de 6 meses “renovables”10— que permitía al Jefe de Estado imponer relevantes restricciones a los derechos fundamentales, como arrestar personas hasta por 15 días en lugares que no fuesen cárceles, relegarlas hasta por tres meses y restringir nuevas publicaciones11. Incluso en el plano físico se reinaugura el Palacio de La Moneda, devastado tras el bombardeo e incendio del 11 de septiembre de 1973, lo que permite que Pinochet fije allí su sede de trabajo, en el lugar histórico de los presidentes chilenos desde 1845, con todo el efecto simbólico asociado.
En mayo de 1981 empieza a operar el nuevo sistema previsional de capitalización individual que reemplazó al sistema de reparto preexistente administrado por cajas previsionales públicas y privadas12. En él, las cotizaciones son gestionadas por entidades privadas denominadas Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) a cambio de una comisión. Estas desarrollaron en esos meses una fuerte campaña publicitaria para captar a quienes trabajaban y cotizaban en el sistema de reparto, quienes podían mantenerse en él o cambiarse voluntariamente al nuevo sistema, a diferencia de quienes ingresaban por primera vez a trabajar en forma dependiente pues estos debían afiliarse obligatoriamente a una AFP. Dichas campañas hablaban, también, de un futuro mejor, y fueron respaldadas por el Gobierno de manera que a fines de 1981 el 80% de la fuerza laboral con opción al cambio, 1.605.000 trabajadores, había ingresado a una AFP13.
El mismo mes de mayo se publica el decreto con fuerza de ley14 que permite a las personas depositar sus cotizaciones de salud en entes privados y no en el fondo público (Fonasa). Aquellas se denominan “Instituciones de Salud Previsional” (Isapres) y, en la práctica, serán una opción solo para la minoría que cotice el equivalente al valor de los planes que ellas ofertan, separándose el sistema de salud en dos mundos diferentes.
Un último dato de contexto: en enero de 1981 asumía la presidencia de Estados Unidos el republicano Ronald Reagan, quien sustituía al demócrata Jimmy Carter, y que previsiblemente tendría una sensibilidad más amable para tratar con Pinochet, como lo demostró rápidamente la visita a Chile de la embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, Jeane Kirkpatrick, en agosto de 198115. Ya en 1979 había triunfado en Reino Unido Margaret Thatcher, cuyo Gobierno conservador restableció las relaciones diplomáticas a nivel de embajador con Chile, suspendidas desde el retiro del embajador británico en 1975 a raíz de las torturas experimentadas por la británica Sheila Cassidy, sobre lo que volveremos más adelante. Así, las señales internacionales también parecían sonreírle (al menos tibiamente) a Pinochet.
Tal vez todo lo anterior pueda explicar el semestre de silencio tras el último ejemplar de NPC, contra el que Policarpo reacciona precisamente en el momento más desalentador. Su primera editorial —titulada, expresivamente, “Nuevas situaciones piden nuevas respuestas”— constata estos hechos con crudeza poco habitual para una revista que muchas veces describirá un deseado, pero ilusorio, colapso de la Dictadura16. Afirma que “…el 11 de marzo se institucionalizó, en forma estable y permanente (por 8 años al menos, y tal vez por 16) un Gobierno no precisamente nuevo sino el que habíamos conocido y sufrido por 7 años y medio. Junto con él se oficializó una nueva Constitución…”. Luego, con un guiño, marca un ambicioso punto de inflexión con NPC: “Ya no bastará pues