Historia de Occidente. Luis Enrique Íñigo Fernández

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Historia de Occidente - Luis Enrique Íñigo Fernández

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colonias, independientes en lo político, hermanas en lo cultural, aportan nuevos mercados, consumidores necesitados de mercancías que vuelven sus ojos a sus metrópolis esperando de ellas la satisfacción de sus anhelos. La artesanía, al calor de un mercado nuevo y pujante, se desarrolla. El comercio aún más. La aparición de la moneda, en especial la de plata, agiliza los intercambios. Nuevas clases sociales ven la luz. El campesino no se encuentra ya solo frente a las ambiciones de los aristócratas. Pronto se gesta una poderosa alianza.

      Los caminos son diversos; los resultados, similares. En ocasiones, un noble ambicioso, un aristócrata frustrado por las derrotas sufridas a manos de los suyos, se proclama campeón de los derechos de las masas; se vale de ellas para afianzarse en el gobierno y disfruta un poder sin límites. Son los tiranos, que, agradecidos, no olvidan beneficiar al pueblo que los aupó, repartiendo tierras, combatiendo a los poderosos, sembrando de obras públicas el paisaje de la ciudad. Pero la violencia no siempre es necesaria. La aristocracia, en ocasiones, cede terreno y acepta negociar el reparto del poder. Brillantes legisladores dan forma a la nueva constitución y la escriben para que nadie pueda acogerse a la costumbre como pretexto para el abuso. El Consejo, por el que desfilan por turno todos los ciudadanos, es ahora el que delibera, el que propone las leyes, pero es la asamblea, en la que se sientan todos los varones en edad militar de la ciudad, la única que decide. Las magistraturas son electivas o se sortea su desempeño. Incluso el sitial de los jueces se ocupa por turnos. Ha nacido la democracia. Atenas, guiada por la mano sabia de Dracón, de Solón, de Clístenes, se erige en modelo. Casi toda Grecia la seguirá.

      Es cierto, empero, que se trata de una democracia peculiar. La ciudadanía, hereditaria, se reserva a los varones nacidos en la ciudad, y sólo la poseen quienes arriesgan la vida en su defensa. Los extranjeros carecen de derechos políticos. Las mujeres tampoco los disfrutan. Los esclavos, cuyo número no ha dejado de aumentar, padecen una condición aún peor que en los vecinos imperios de Oriente. Puede hablarse, por vez primera, de un verdadero sistema esclavista, porque los esclavos son muy numerosos, aunque pertenecen aún en su mayoría al Estado, y porque el peso de su trabajo resulta decisivo en el conjunto de la economía. Será una constante de las culturas mediterráneas hasta el fin del mundo antiguo.

      Además, no todas las polis han seguido el ejemplo ateniense. Despreciándolo, Esparta permanece fiel al viejo sistema oligárquico. Lo lleva incluso a su culminación bajo la forma de una sociedad sometida a estrictos principios de jerarquía y subordinación del individuo al grupo, una verdadera colmena que castiga el individualismo y lo sacrifica todo a la disciplina militar llevada a sus últimas consecuencias. A su frente, dos reyes, a un tiempo generales y sacerdotes, se vigilan mutuamente, conjurando el fantasma de la tiranía; junto a ellos, cinco éforos, magistrados principales, los vigilan a ambos mientras velan por el respeto a la tradición y las leyes. Pero es el Consejo vitalicio de ancianos, la Gerousía, el que ejerce el gobierno real de la ciudad, en el que la Asamblea no tiene más participación que el voto, por aclamación y sin deliberación alguna. Fuera de la comunidad política, los periecos, artesanos y comerciantes que habitan los alrededores de la ciudad, y los ilotas, campesinos sometidos, son objeto del desprecio universal de los orgullosos espartanos.

      Atenas y Esparta, dos mundos en uno, Jano bifronte del alma helena, parecen capaces, por un momento, de colaborar desde la diferencia en la defensa de la civilización común. Así lo hacen frente al invasor persa, que trata de enseñorearse de Grecia a comienzos del siglo V a. C. Luego, concluidas las Guerras Médicas con la derrota de los persas, humillados una y otra vez, en Maratón, en Salamina, en Platea y Micala, cuando la colaboración ya no es necesaria, quizá queda, si no la amistad, la coexistencia. Atenas, elevada bajo la égida de Pericles al culmen de su esplendor económico y cultural, pacta con los espartanos una paz de treinta años. La capital del Ática brilla entonces con luz propia. Ornada por las obras de Fidias, entretenida por las comedias de Aristófanes, conmovida por las tragedias de Sófocles y Eurípides, iluminada por el pensamiento de Protágoras, de Gorgias, de Sócrates, de Platón, Grecia entera se mira en ella como en un espejo que le devuelve, embellecida, su propia imagen. Para muchos griegos, su hegemonía es algo natural, lógico, un fruto de la evidente superioridad de su cultura. No para Esparta. La paz no es posible porque es la paz de Atenas, la supremacía incontestable de una forma de ser griego sobre la otra, de la democracia sobre la oligarquía. La guerra fría deja pronto paso al enfrentamiento directo. Grecia se parte en dos. La llamada Guerra del Peloponeso, en el último tercio del siglo cuarto antes de nuestra era, poseerá todo el encarnizamiento característico de una lucha de ideas, una guerra total, que sólo concluye, agonizante ya la centuria, cuando Esparta sale victoriosa. Luego las hegemonías se suceden. Tebas hereda la primacía espartana; Atenas ansía la grandeza perdida. Los conflictos se encadenan. Grecia está exhausta. Sus campos, arruinados, expulsan al campesino hambriento hacia la ciudad en busca de pan y de trabajo. Y la ciudad, superpoblada, no puede ofrecer ni uno ni el otro. La artesanía se encuentra en crisis; el comercio languidece. La polis, antaño orgullosa, paga así el precio de su obstinación.

      El retorno de los reyes

      Y mientras, más al norte, en la Macedonia que los griegos desprecian como tierra apenas civilizada, una fuerte monarquía afila sus armas. Su rey, Filipo II, acaricia sueños de conquista. Espera unir a los griegos bajo su mando y lanzar su fuerza renovada contra el viejo enemigo persa, sometiéndolo en su propia casa, vengando así los agravios pasados. Su talento militar, apoyado en sus invencibles falanges, subyuga a sus debilitados y divididos vecinos del sur. Filipo dispone entonces un ejército de diez mil hombres y pone sus ojos sobre Asia Menor. La muerte le sorprende cuando cree ya tocar con la mano el sueño por el que tanto ha luchado. Será su hijo, Alejandro, favorito de la fortuna, el llamado a realizarlo.

      Alejandro pone orden en casa antes de visitar la ajena. Los griegos, que sólo ven su juventud, excitados por la brillante oratoria del ateniense Demóstenes, creen llegado el momento de rebelarse. Pronto habrán de suplicar el perdón del joven rey. El cachorro de Filipo en nada desmerece la energía de su padre y aun le aventaja en talento y determinación. En tan sólo diez años, poderoso y fulminante como un rayo, atraviesa Persia de un extremo al otro; derrota una y otra vez a los ejércitos inmensos que el Gran Rey envía contra él, en el Gránico, en Isos, en Gaugamela, y se apropia por derecho de conquista de aquel imperio colosal que abarca desde Grecia hasta el Indo, desde Egipto hasta el Caspio.

      No le basta. Alejandro no es un hombre al uso. No conquista para satisfacer sus anhelos de grandeza, para destruir, sino para transformar, para crear. Por eso modela en su mente un mundo nuevo, una civilización distinta, que ha de nacer del abrazo fecundo de Oriente y Occidente. Y, transmutado en demiurgo, la hace nacer, le insufla vida. Funda ciudades, diseña caminos, reanima rutas comerciales, hace circular la moneda, impulsa la artesanía y los intercambios y da a conocer a los griegos aquellas tierras lejanas que describen sus geógrafos y naturalistas.

      Pero se trata de un imposible. Pueblos tan diversos en raza, lengua y cultura, separados por distancias tan inmensas, sólo podían permanecer unidos bajo la mano firme de un hombre excepcional. A su muerte, inesperada, prematura, el imperio, que no tiene otro nombre que el suyo propio, se desmorona y de sus ruinas brotan reinos nuevos. Seleuco, Casandro, Antígono, Tolomeo, ayer generales, compañeros de Alejandro, son hoy reyes, soberanos de estados colosales, fundadores de dinastías griegas llamadas a reinar sobre súbditos orientales.

      Sin embargo, Alejandro no había soñado en balde. Sus conquistas rompieron para siempre la barrera invisible que durante milenios había separado Oriente y Occidente. Su voluntad indomable dejó ya abiertas por mucho tiempo para los griegos las puertas del comercio con ese lado del mundo, desplegando ante sus espíritus emprendedores materias primas y mercados de una riqueza inconcebible. Atraídos por una fuerza tan intensa, emigraron por millares, poblando una tras otra las numerosas ciudades que el joven monarca y sus sucesores sembraron desde Egipto a la India, llevando con ellos el fermento de su cultura, que germinaría con asombrosa vitalidad, galvanizando el desarrollo de regiones enteras. Las monarquías helenísticas, al fundir de algún modo las tradiciones de Oriente y Occidente, parecieron realizar el sueño

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