Historia de Occidente. Luis Enrique Íñigo Fernández
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El crecimiento del cerebro, la mejora de la dieta y el progreso de la técnica caminaron ya siempre de la mano. Los sucesores del Homo habilis aprendieron a cazar, de modo que la carne se convirtió en un alimento cada vez más abundante. Mejor nutridos, gozaron de un cerebro más grande y un cuerpo más fuerte. Más inteligentes, se mostraron capaces de desarrollar útiles más especializados, un lenguaje más rico y una organización social más compleja. Más seguros frente a sus enemigos, vivían más tiempo y podían reproducirse más, colonizando una tras otra nuevas regiones hasta que la mayor parte del planeta fue suyo.
Pero el hombre hubo de recorrer un camino tortuoso y lento para lograrlo. Varias especies humanas tuvieron su oportunidad y todas ellas terminaron por extinguirse. El africano Homo ergaster y Homo erectus, su heredero asiático, que vivieron hasta hace unos doscientos mil años en los espacios abiertos del Viejo Mundo, eran ya capaces de concebir previamente en su cerebro los pesados bifaces que tallaban después en sólida y afilada piedra; conocían el fuego, que usaban para cocinar la preciosa carne de los animales que habían aprendido a cazar, y poseían lenguaje simbólico y conciencia individual, aunque su aspecto, todavía simiesco, se nos antoja demasiado primitivo para avances de tal magnitud. Por el contrario, el Homo antecessor, que suponemos nacido en la misma cuna africana que sus predecesores, de faz mucho más parecida a la nuestra, menos plana y de mandíbula no tan robusta, se hallaba más atrasado en su progreso técnico, que no le permitió nunca pasar de unos pocos cantos trabajados con tosquedad, no mucho mejores que los que producía el menos evolucionado Homo habilis. Pero este abuelo tan humilde trajo al mundo nietos muy brillantes. Serían dos descendientes suyos, europeo uno, africano el otro, los llamados a protagonizar el mayor salto evolutivo de la humanidad.
El primero de ellos, hallado por vez primera en un yacimiento del valle alemán de Neander, del que tomó su nombre, es conocido como Hombre de neandertal. Nunca se le ha encontrado fuera de Oriente Medio y Europa, donde apareció hará unos seiscientos mil años, por lo que parece lógico considerarlo fruto de la evolución en nuestra tierra del Homo antecesor. No muy alto, rara vez superaba los ciento setenta centímetros, debía ofrecer, empero, un aspecto impresionante. Sus pesados huesos, la amplitud de su caja torácica, la fortaleza de su poderosa musculatura, su prominente mandíbula y su huidiza frente sin duda permitirían, como ha escrito Arsuaga, identificarlo con escaso margen de error en el metro de Nueva York. Pero su primitivismo es engañoso. El cerebro del neandertal, que alcanzaba sin problemas los 1.500 centímetros cúbicos, incluso supera al nuestro en tamaño. Su tecnología, basada como las de sus predecesores en la talla de la piedra, ha alcanzado ya una notable perfección técnica, que le permite obtener útiles precisos y variados. Dueño de unos pulmones inmensos y de unas profundas fosas nasales, se encuentra perfectamente adaptado al frío ambiente de la Europa de las glaciaciones. Capaz de una cooperación social sin precedentes, no halla problema en capturar presas varias veces mayores que él, alimentándose de su nutritiva carne. Y, en fin, dotado de una avanzada inteligencia simbólica y al menos el principio de una conciencia moral, entierra a sus muertos entre elaborados ritos y no duda en dedicar energías a proteger y cuidar a los individuos que no pueden ya valerse por sí mismos.
No sería, sin embargo, esta especie la llamada a enseñorearse del planeta, sino la nuestra, el Homo sapiens sapiens. A primera vista, resulta sorprendente que así fuera. Nacida en la cuna africana no parecía mejor dotada que el Hombre de Neandertal para la supervivencia. De mayor altura, sus individuos eran, no obstante, mucho menos robustos, y sus fosas nasales, mucho más pequeñas, no eran las más adecuadas para el gélido clima de la Europa glaciar.
Sólo una ventaja tenía el Homo sapiens en la lucha por la vida, pero esta ventaja resultó ser crucial. Su cara más corta le hacía sin duda más propenso al enfriamiento, pero también le permitía albergar una laringe mucho más apta que la de su primo neandertal para producir sonidos articulados. Su lenguaje, en consecuencia, podía ser mucho más rico y su cooperación social, por tanto, mucho más intensa. Gracias a ello, los individuos de nuestra especie, que por separado sin duda eran inferiores, creaban grupos más eficaces. Así, cuando en su eterno peregrinar el Homo sapiens alcanzó las tierras asiáticas, la convivencia con el Homo erectus terminó por desplazar a éste. Y en Europa, la presencia de su nuevo vecino resultó también fatal para los neandertales. Hace unos treinta mil años, una sola especie humana, la nuestra, caminaba sobre la faz de la tierra. La responsabilidad de lo que ocurrió después nos corresponde en exclusiva a nosotros.
Piedra sobre piedra
La historia que hemos contado no puede darse por concluida. Las continuas investigaciones quizá saquen a la luz nuevos antepasados nuestros que nos obliguen a replantearnos lo que hasta ahora creemos saber. De lo que sí podemos estar seguros, sin embargo, es de que la vida de todos ellos, los que conocemos y los que se ocultan aún a nuestro conocimiento, no era fácil, aunque tampoco esa peripecia desagradable, brutal y breve que describiera Thomas Hobbes en el siglo XVII.
Incapaces todavía de producir el alimento que necesitaban para subsistir, los hombres primitivos, como el resto de los seres vivos, se veían obligados a tomarlo de la naturaleza tal como ésta se lo ofrecía. No podían alterarlo en lo más mínimo, y menos aún producirlo, pues desconocían todavía la manera de controlar los delicados procesos reproductivos que se escondían detrás de cada semilla y cada fruto que alcanzaba su mano, o de cada presa que abatían sus toscas azagayas. Durante millones de años, el hombre no fue sino un depredador más que obtenía su alimento por medio de la recolección, la caza y la pesca, aunque cada vez con mayor eficacia, gracias a una creciente cooperación social y una tecnología más perfeccionada. El consumo de carroñas, a duras penas disputadas a hienas y buitres, fue así dejando paso a la caza de pequeñas presas, incapaces de oponer otra resistencia que la huida, y, al fin, a la captura de animales grandes, que garantizaban comida abundante, cuando el lenguaje más complejo y las armas más perfeccionadas hicieron posible la caza por acoso. Mientras, incluso los individuos en apariencia más frágiles hallaban la manera de contribuir a satisfacer las necesidades del grupo. Los ancianos, no aptos ya para participar en las grandes expediciones de caza mayor, podían colaborar en la alimentación del clan aportando pequeñas presas. Y las mujeres, volcadas en el cuidado de los hijos pequeños, hacían también su contribución en forma de bayas y semillas que enriquecían la dieta colectiva.
El lento, pero evidente, progreso de la técnica facilitó las cosas. Al principio, el hombre se valía sin duda de instrumentos que requerían escasas modificaciones, como palos o huesos, pero su utilidad era limitada y su resistencia, mediocre. Sólo la piedra, en especial las más duras como el sílex o la obsidiana, aunaba duración y una cierta versatilidad. Pero aprovechar estas ventajas exigía aprender a darle la forma que se requería para cada función, y lograrlo no resultó una tarea sencilla.
Las primeras herramientas de piedra no fueron sino cantos trabajados por una o las dos caras, pero siempre con mucha tosquedad y un provecho muy limitado, quizá poco más que paliar la pérdida de los voluminosos y afilados caninos que aún conservaban los primeros homínidos. Mucho tiempo después, hacen aparición los bifaces, piedras de gran tamaño talladas por las dos caras para servir como hachas de mano o hendedores, de gran utilidad para cortar la carne, dar forma a la madera e incluso preparar pieles. Pero en todos los casos, la manera de trabajar la piedra era la misma: se golpeaba un gran pedazo hasta obtener de él la forma deseada, desechando los fragmentos que saltaban en la operación, con el consiguiente desperdicio. Un kilogramo de piedra apenas permitía obtener entre diez y cuarenta centímetros de filo cortante. Mucho más tarde, el hombre aprendió a fabricar sus útiles tomando como base precisamente esos fragmentos, las lascas, con lo que obtenía una cantidad mucho mayor de herramientas y podía conferir a éstas una forma más precisa, lo que aumentaba también su utilidad. Los neandertales, maestros en esta técnica, obtenían así cerca de dos metros de filo por kilo de piedra. Pero fue nuestra propia especie, el Homo sapiens,