Las Cruzadas. Carlos de Ayala Martínez

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Las Cruzadas - Carlos de Ayala Martínez

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de tolerancia, devolvió pronto la tranquilidad a la situación. También es cierto que si la presión pudo ser mayor sobre la comunidad melkita, lo fue por motivos de estricta estrategia política, y es que aquélla era expresión religiosa del propio imperio bizantino y de su resistencia armada; no es extraño por ello que su jerarquía, pero solo ella, se replegara hacia zonas griegas. No se puede decir lo mismo en relación con otras confesiones cristianas cuya convivencia con los turcos fue bastante más distendida. Atzig, el conquistador turco de Jerusalén, nombró inicialmente a un cristiano jacobita como gobernador de la ciudad, y cuando en 1076 reprimió con dureza una importante revuelta en ella, libró del castigo a los cristianos y permitió que el patriarca permaneciera en su puesto. Claude Cahen ha subrayado en relación con el gobierno de Malik Shâh (1072-1092) que algunos destacados jerarcas cristianos como el patriarca jacobita de Antioquía, Miguel el Sirio, o el nestoriano Amr bar Sliba coinciden en alabar la gestión del régimen selyúcida y la justicia de trato para con todas las confesiones religiosas. Y lo que desde luego también es cierto es que a ningún responsable cristiano que no fuera melkita se le ocurrió nunca hacer llamamiento alguno de auxilio a Occidente, antes al contrario, era frecuente que se interpretara la dominación musulmana en clave liberadora: el citado Miguel el Sirio, cuyos escritos son de la segunda mitad del siglo XII, ya en pleno ambiente cruzado, no dudaba en testimoniar que “el dios de la venganza [...] hizo surgir del sur a los hijos de Ismael para libranos, gracias a ellos, del poder de los romanos”.

      Desde luego, la situación de las comunidades cristianas bajo dominación turca no responde a la propaganda que las autoridades bizantinas deseaban transmitir a Occidente, pero ¿y la de los peregrinos que arribaban a Tierra Santa? La cuestión nos lleva a plantearnos en conjunto el problema de la presencia occidental en el Próximo Oriente precruzado.

      En efecto, la presencia de los latino-occidentales en el escenario de la inminente cruzada cuenta con dos manifestaciones de larga tradición: el peregrinaje y el comercio; a ellas y a los eventuales efectos que pudieron sufrir a raíz de la dominación selyúcida dedicaremos las últimas líneas del presente capítulo.

      El peregrinaje es, sin duda, una realidad consustancial a la dimensión emocional y religiosa del ser humano. Desde muy temprano –siglo III– hay testimonios de desplazamientos de cristianos a las referencias sagradas de Palestina, pero el comienzo de la “era de las peregrinaciones” a Tierra Santa estaba todavía lejos de producirse. El siglo X puede señalarse como un momento de importante dinamización. En su día Runciman señaló algunos de los factores que explican esta favorable inflexión: cese de la piratería sarracena en el Mediterráneo, recuperación del control bizantino del mar, respaldo ideológico de Cluny, progresiva consideración del peregrinaje como medio especialmente meritorio para la redención penitencial, abaratamiento de costes a partir de las rutas terrestres de la recién cristianizada Hungría... A todos estos factores y otros muchos más que podrían añadirse, hay que sumar al menos otros dos: la receptividad de las autoridades musulmanas, abbasíes o fatimíes, que valoraban de manera muy positiva los efectos económicos del fenómeno, y el creciente tráfico de reliquias entre Oriente y Occidente, que sin duda contribuyó decisivamente a generar el necesario ambiente de emotividad mistérica.

      Naturalmente el hecho de que el panorama fuera, en líneas generales, favorable a las peregrinaciones no quiere decir que fuera fácil llevarlas a cabo. Los costes, incomodidades y peligros eran evidentes, y por ello muchos peregrinos optaron por sumarse a las comitivas, a veces auténticas expediciones fuertemente armadas, de los poderosos. En el siglo XI, concretamente antes de la dominación selyúcida, se produjeron dos de características muy llamativas: la que en 1026-1027, encabezada por un abad francés, reunió a unos setecientos peregrinos protegidos por caballeros normandos, y, sobre todo, la que en 1064 organizó el obispo alemán Gunther de Bamberg quien condujo probablemente a más de 7.000 peregrinos hasta Jerusalén atravesando Asia Menor.

      Esta tendencia a organizar y proteger militarmente el peregrinaje, aunque desde luego no excluyó las “formas tradicionales” de los pacíficos e indefensos penitentes, debió consolidarse con la instalación de los turcos en el Próximo Oriente. La razón no es su mayor intransigencia o falta de receptividad, sino sencillamente el desbarajuste militar y la tensión política que acompañó aquella instalación de selyúcidas y turcos en general. Está claro que los caminos terrestres que desde Constantinopla atravesaban Asia Menor hasta Palestina quedaron inhabilitados, pero no por ello se detuvo el flujo de peregrinos por vía marítima. Ya fuera desde Constantinopla, en especial los provenientes de Escandinavia, Alemania y Centroeuropa, o desde Venecia o los puertos meridionales de Italia, los de origen occidental, lo cierto es que las visitas no cesaron pese al complejo e inestable panorama político. Ni siquiera lo hicieron en los años inmediatamente anteriores a la predicación de la primera cruzada. Condes como Conrado de Luxemburgo o Roberto de Flandes, y obispos como los de Verdún, Toul, Autún, Le Puy –el futuro líder cruzado Ademar de Monteil– o el sueco Roeskild viajaron a Tierra Santa en los años ochenta del siglo XI, y al final de esa década, el 1 de julio de 1089 concretamente, el papa de la cruzada, Urbano II, disuadía a los condes, obispos, nobles y simples clérigos y laicos de la provincia tarraconense de que peregrinaran a Jerusalén ya fuera por devoción o por penitencia, exhortándoles, en cambio, a invertir los costes correspondientes en la restauración de la iglesia de Tarragona, y es que tampoco era infrecuente la presencia de españoles en los lugares santos de Palestina.

      Por supuesto que este flujo viajero exigía el funcionamiento de instituciones hospitalarias capaces de albergar y atender a los peregrinos, en especial a aquellos cuya capacidad económica resultaba insuficiente para llevar a buen término su esforzado compromiso religioso. Este tipo de instituciones se documentan a lo largo de todas las rutas posibles; pensemos, por ejemplo, en el albergue del monasterio austriaco de Melk o en el de Sansón de Constantinopla. Pero naturalmente existían también en los distintos lugares de destino, siendo el hospital de San Juan, germen de la futura orden militar de San Juan de Jerusalén, el más conocido de todos. Ya sabemos que fueron unos comerciantes italianos provenientes de Amalfi los que lo levantaron frente a la iglesia del Santo Sepulcro, agregándolo a un complejo monástico previo compuesto de dos conventos, masculino y femenino, que precisamente en vísperas de la primera cruzada resultaba ya insuficiente para albergar a los numerosos peregrinos que seguían acudiendo a Jerusalén.

      El peregrinaje, desde luego, no es ajeno a las actividades comerciales que Occidente mantenía con la realidad próximo-oriental. Acabamos de citar el caso de los mercaderes amalfitanos que quisieron complementar sus beneficios comerciales con la inversión espiritual que supuso el hospital de peregrinos. Por eso, porque no se trataba de dos actividades ajenas entre sí, es por lo que, siguiendo a Cahen, no es posible creer que hubiera importantes relaciones directas entre el Occidente latino y el Oriente musulmán antes de finalizar el siglo X. De hecho, buena parte de las circunstancias que favorecieron el peregrinaje a partir de entonces, dinamizaron también el ritmo propio de las actividades comerciales.

      Estas actividades básicamente recayeron en las iniciativas de algunas importantes ciudades italianas. El citado caso de Amalfi es un típico ejemplo de rentabilidad comercial derivada de vínculos políticos. Amalfi, al sur de Nápoles, se mantuvo bajo control bizantino hasta 1073 y ello propició su presencia en el ámbito de influencia del imperio, pero no solo en él: antes de finalizar el siglo X Amalfi, considerada por los comerciantes de Bagdad como la ciudad más importante de Italia, contaba –ya hemos aludido a ello– con una colonia permanente en El Cairo, capital del califato fatimí de Egipto, que estaba integrada por unas trescientas personas. La ocupación del sur de Italia, y por tanto de Amalfi, por los normandos de Roberto Guiscardo cercenó las posibilidades de sus comerciantes, y en cierto modo su hegemonía quedó transferida a Venecia, otra ciudad vinculada políticamente a Bizancio y cuya especial ubicación estratégica la había convertido ya en el siglo IX en un punto esencial en las relaciones comerciales del Mediterráneo: eso es lo que permitió hacia

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