Vivir en guerra. Javier Tusell

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Vivir en guerra - Javier Tusell

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tan favorable a la sublevación como lo hubiera sido en el caso de que ésta hubiera sumado a la totalidad del Ejército. El balance estaba en realidad bastante equilibrado e incluso, desde más de un punto de vista, si alguien tenía ventaja era el Gobierno. Un cómputo realizado por algunos historiadores militares afirma que aproximadamente el 47% del Ejército, el 65% de los efectivos navales y aéreos, el 5l% de la Guardia Civil, el 65% de los Carabineros y el 70% de los Cuerpos de Seguridad y Asalto estuvieron a favor de los gubernamentales. La división del Ejército en casi dos mitades idénticas oculta la realidad de que su porción más escogida, la única habituada al combate y dotada de medios, la de Marruecos, estaba en su totalidad en manos de los sublevados. En cuanto a los medios navales, medidos en número de buques ofrecen un panorama todavía más aplastante, porque 40 de los 54 barcos estaban en manos de los gubernamentales. Sin embargo los sublevados pronto contaron con unidades modernas (los cruceros Canarias y Baleares) y, sobre todo, los gubernamentales no pudieron hacer patente su superioridad por tener en contra a la práctica totalidad de la oficialidad. De unos 450 aviones, el Gobierno contó con más de trescientos, pero los aviones italianos, al ser mucho más modernos, equilibraron la superioridad gubernamental.

      En lo que era patente ésta era en lo que respecta a los recursos humanos y materiales de los que inicialmente se partía. En un discurso radiado, Indalecio Prieto afirmó que “extensa cual es la sublevación militar que estamos combatiendo, los medios de que dispone son inferiores a los medios del Estado español”. Prieto insistió especialmente en dos hechos: el oro del Banco de España permitía al Gobierno una “resistencia ilimitada” y además el Gobierno tenía también a su favor la mayoría de las zonas industriales, de primordial importancia para el desarrollo de una guerra moderna.

      ¿Cómo se explica entonces que el resultado de la guerra civil fuera tan distinto de las previsiones de Prieto? Al mismo tiempo que el Estado republicano hacía frente a la sublevación militar e impedía que ésta triunfara, se enfrentó también a una auténtica revolución social y política surgida en las mismas regiones y sectores sociales que se decían adictos. El resultado de esta situación fue que esas ventajas iniciales, tampoco tan abrumadoras, se esfumaron.

      “Al día siguiente del alzamiento militar –escribió Azaña cuando la guerra civil hubo terminado– el gobierno republicano se encontró en esta situación: por un lado tenía que hacer frente al movimiento (...) que tomaba la ofensiva contra Madrid; y por otro a la insurrección de las masas proletarias que, sin atacar directamente al Gobierno, no le obedecían. Para combatir al fascismo querían hacer una revolución sindical. La amenaza más fuerte era, sin duda, el alzamiento militar, pero su fuerza principal venía por el momento de que las masas desmandadas dejaban inerme al Gobierno frente a los enemigos de la República”. Por eso, añadía el presidente de la República, la principal misión del Gobierno a lo largo de toda la guerra civil debió ser, precisamente, “reducir aquellas masas a la disciplina”. Nunca una frase ha resumido tan bien un proceso tan complicado como el que tuvo lugar a partir de julio de 1936. Si la República fue derrotada, parte de las razones residen en el hecho de que no se hubiera conseguido concluir el proceso de normalización.

      En la España de 1936 la revolución real fue la respuesta a una contrarrevolución emprendida frente a una revolución supuesta. En adelante, guerra y revolución jugaron un papel antagónico o complementario, según la ideología de cada uno. En los primeros momentos no fueron tan solo los anarquistas quienes defendieron la primacía de la revolución, sino que este sentimiento estuvo mucho más extendido. Claridad, el diario de Largo Caballero, que acabaría siendo presidente del Consejo, lo hizo literalmente. La evidencia y también el espectáculo de algo tan poco habitual en Europa como una revolución, fue lo que atrajo a tantos extranjeros a visitar España, de la que dieron a menudo una impresión colorista pero no siempre acertada. Algunos de ellos ofrecen una visión inigualable de la Barcelona de las primeras semanas de la guerra. Parecía “como si hubiéramos desembarcado en un continente diferente a todo lo que hubiéramos visto hasta el momento. En efecto, a juzgar por su apariencia exterior (Barcelona) era una una ciudad en que las clases adineradas habían dejado de existir”. Todo el mundo vestía como si fuera proletario, porque el sombrero o la corbata eran considerados como prendas “fascistas”, hasta el punto de que el sindicato de sombreros debió protestar por esta identificación. El tratamiento de “usted” había desaparecido y se respiraba una atmósfera de entusiasmo y alegría, aunque la existencia de una guerra civil se apreciara en la frecuente presencia de grupos armados, mucho más necesarios en el frente que en la retaguardia.

      En las descripciones de los extranjeros brilla ante todo un interés entusiasta por la novedad. La realidad es, sin embargo, que a menudo los viajeros extranjeros, amantes de las emociones fuertes, no tuvieron en cuenta los graves inconvenientes que la situación revolucionaria tuvo para los intereses del Frente Popular. Los organismos revolucionarios recortaron el poder del Estado pero también lo suplieron en unos momentos difíciles. En cualquier caso, lo sucedido en España poco tuvo que ver con lo acontecido en Rusia en 1917 o en Alemania en 1918. Allí la revolución engendró unos soviets o unos consejos que permitieron sustituir por completo, aunque solo temporalmente en el segundo de los casos, la organización estatal. En España existió una pluralidad de opciones que impidió el monopolio de una sola fórmula, obligó al prorrateo del poder político y lo fragmentó gravemente; por si fuera poco, no creó un único entusiasmo y menos una disciplina como la que Trotski impuso al ejército bolchevique, sino que los entusiasmos de las diferentes opciones resultaron en buena medida incompatibles.

      Madariaga ha señalado cómo la causa que representaba la República, es decir, la tradición de Francisco Giner, fue sepultada entre las Españas que representaban otros dos Franciscos, Franco y Largo Caballero. El gobierno de Giral se vio obligado a una parálisis radical motivada por una situación de la que él mismo no era culpable y a la que no podía enfrentarse. Cuando, en julio, prohibió los registros y detenciones irregulares no fue atendido, y cuando ordenó, al mes siguiente, la clausura de los edificios religiosos no hizo sino levantar acta de lo que ya sucedía. Formado el Gabinete de modo exclusivo por republicanos de izquierda, no representaba la relación de fuerzas existente en el Frente Popular, pero la impotencia no solo es atribuible a ese Gabinete sino también al siguiente. Cuando el gobierno de Largo Caballero quiso abandonar Madrid ante la amenaza de las tropas de Franco, algunos ministros fueron obligados a retroceder por la imperiosa fuerza de las armas.

      Mientras tanto se había producido “una oleada de consejismo” que pulverizó el poder político. Siguiendo una larga tradición histórica española que se remonta hasta la guerra de la Independencia, cada región (o incluso cada provincia y cada localidad) presenciaron la constitución de Juntas y consejos que, a modo de cantones, actuaron de manera virtualmente autónoma. Un recorrido por la geografía controlada por el Frente Popular demuestra que no hay exageración en estas palabras. En el mismo Madrid la salida del Gobierno provocó la creación de una Junta. En Barcelona las armas logradas por la CNT provocaron que el Comité de Milicias Antifascistas redujera a la Generalitat, en los primeros momentos, a la condición de mera sancionadora de decisiones que no tomaba; a su vez la Generalitat pretendió hacer crecer su poder a expensas de la Administración Central. En Asturias hubo inicialmente dos comités, el de Gijón, anarquista, y el de Sama de Langreo, socialista. El Consejo de Aragón, formado gracias a las columnas anarquistas procedentes de Cataluña, tuvo una especie de consejo de ministros propio.

      “Nunca se conocerá con seguridad la magnitud de nuestras pérdidas durante aquellos días, dada nuestra gran inexperiencia y lo poco versados que estamos en el arte de la guerra”, ha escrito uno de los mejores militares republicanos, Tagüeña. En efecto, la revolución supuso la ineficacia militar en los primeros meses de la guerra, de modo que de nada sirvió que las fuerzas fueran equilibradas el l8 de julio, porque la realidad es que en la zona del Frente Popular no solo se descompuso la maquinaria del Estado sino que incluso desapareció el ejército organizado, siendo sustituído por una mezcolanza de milicias políticas y sindicales junto a unidades del Ejército que ya no conservaban sus mandos naturales. La indisciplina

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