Blanco de tigre. Andrés Guerrero
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Algunas veces los observaba mientras pescaban.
Se escondía en el follaje de los árboles más altos y miraba cómo pescaban desde el amanecer hasta bien adelantada la jornada.
Su espíritu más infantil añoraba sumergirse en el río para recuperar las redes atrapadas, y la alegría de todos cuando estas vertían su agitada carga sobre la cubierta de las barcas.
Parecían felices, y eso la hacía sentirse también feliz.
Con más frecuencia de lo que su familia podía imaginar, Duna se encaramaba a los techos de sus casas. Desde allí los espiaba mientras cenaban y contaban viejos cuentos sobre elefantes, brahmanes y dioses que tomaban la forma de hombres para andar por la tierra.
Siempre se había sentido fascinada por las historias y leyendas que los mayores contaban en las noches oscuras alrededor del fuego.
Las echaba de menos.
Como tantas otras cosas.
Pero nada le dolió tanto como la soledad y las lágrimas de aquella primera noche en la selva.
EL EXTRAÑO
Habían pasado dos años desde su huida y, salvo las breves conversaciones con su padre y su hermano, Duna no había vuelto a hablar con ninguna otra persona.
A veces hablaba en voz alta con la selva: con los animales, con los árboles y las plantas, con el río, con la lluvia y con las nubes.
Incluso había llegado a hacerlo sola.
De repente, se sorprendía pensando en voz alta mientras planeaba algún acecho o mientras pescaba en cualquier río de los muchos que surcan el interior de la selva.
No le faltaba prácticamente nada. Recolectaba frutos, tenía carne en abundancia y era una experta pescadora.
Ocupaba el tiempo curtiendo finas pieles de antílope para hacerse la ropa, fabricando flechas y ensayando nuevas trampas, o explorando lugares desconocidos que ningún hombre de las aldeas había pisado jamás.
No pasaba demasiado tiempo en el mismo sitio. Asentarse era peligroso, no solo por los tigres y leopardos, sino también por los posibles encuentros con otros cazadores o recolectores que, inconscientemente, se adentraban en lo más inexplorado de la selva.
Ella estaba fuera de la ley.
Era una mujer.
Una cazadora furtiva.
Por ese motivo, construía pequeñas guaridas en lo alto de los árboles, que abandonaba poco tiempo después.
Así evitaba dejar rastros y se aseguraba de que si, por descuido, dejaba alguna señal de su paso, fuese imposible seguirle la pista.
Una noche, su fino olfato reconoció un olor poco habitual en el interior de la selva: el olor del fuego.
Pero no era el fuerte olor de un incendio o un gran fuego.
Era el sutil aroma de una pequeña fogata donde se asaba algo.
Un rastro casi imperceptible que se mezclaba con los cientos de olores de la selva.
Debía de venir de lejos.
Duna abandonó su guarida con la cautela de quien se juega la vida a cada paso.
Se deslizó con destreza por las lianas que se descolgaban del árbol hasta saltar al suelo. Giró dos veces sobre sí misma, con los ojos cerrados, tratando de averiguar de dónde provenía aquel tenue olor.
Dirigió sus pasos hacia el norte, al lugar donde el bosque trepa por las montañas y donde se extiende el reinado del oso.
Puede que el oso no sea tan voraz como el tigre, pero su aspecto tranquilo y bonachón es engañoso.
Encontrarse con uno dentro de su zona de caza puede ser tan peligroso como enfrentarse al felino más hambriento. En un ataque de furia, puede arrancarte un brazo de un solo zarpazo.
El tigre y el oso no suelen enfrentarse: los dos son demasiado poderosos y no se arriesgan en luchas sin sentido; por eso no suelen campear por los mismos territorios.
La noche era su protección.
Siempre lo era, como para cualquier cazador nocturno.
Duna se movía entre la espesura al igual que, años atrás, lo hacía entre las barcas, cuerdas y escalas de su casa: tan ágil como una pantera y tan silenciosa como una nube.
Sus ojos veían en la oscuridad casi como los de un gato, y su caminar era tan ligero como el de un ciervo.
Tres kilómetros más arriba, la selva se tornaba más agreste. Se detuvo prudentemente frente a un macizo de rocas escarpadas que sobresalía sobre las copas de los árboles.
Hasta allí le había guiado su olfato de cazadora.
Ahora, el olor a carne asada resultaba tan reconocible e intenso que era sorprendente que no hubiera atraído ya a toda una legión de fieras.
Arriba, a una considerable altura, en lo que parecía una grieta natural, se abría una pequeña cueva donde, en mitad de la oscuridad, se observaba el trémulo fulgor de una hoguera.
Ascendió los abruptos peñascos como si fuera hija de los monos de cabeza amarilla.
En lugar de hacerlo directamente por el camino más fácil y corto, dio un rodeo por un lateral donde la vegetación, que se empeñaba tenazmente en conquistarlo todo, le permitía pasar inadvertida.
Trepar hasta la cueva era bastante complicado.
De ahí, quizás, el atrevimiento de hacer fuego y asar comida.
Quienquiera que fuese, se sentía seguro.
Los arbustos espinosos cubrían la pared rocosa formando una punzante barrera vegetal.
Duna aprovechaba los breves huecos que encontraba e intentaba colarse entre ellos para no sufrir rasguños.
Cuando por fin pudo observar la entrada de la gruta, se dio cuenta de que tenía un profundo corte en el hombro izquierdo, que tapó improvisando un vendaje con un trozo de su vestimenta.
Ahora le escocía la herida. Los espinos salvajes tienen en sus púas sustancias abrasivas que hacen insufribles incluso los pequeños arañazos.
Pero aquello no le preocupaba: no era la primera vez que le pasaba algo así, ni mucho menos. Su preocupación estaba en acercarse un poco más a la grieta y ver quién era el extraño que se había instalado en aquel recóndito lugar, y si era un hombre de carne y hueso o un demonio de los que vagan por la selva robando el alma a los más débiles.
Súbitamente, detuvo su avance y se encogió como un gato. En la cornisa apareció una figura de aspecto amenazador que rugía como un oso de las cavernas.