El cofre de Nadie. Chiki Fabregat (Esperanza Fabregat)

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El cofre de Nadie - Chiki Fabregat (Esperanza Fabregat) Gran Angular

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y descubrió una canastilla con un bebé.

      –Buscaron durante días, pero no dieron con nadie más vivo, así que mi padre me trajo con él, me adoptó y buscó una plaza de médico en Madrid para no viajar más y formar una familia.

      Érika no la ha interrumpido. No le ha dicho, como le dice siempre el abuelo, que es una superviviente. Tampoco ha dicho «pobrecita», ni todas esas idioteces que repiten algunos en el pueblo cada vez que la ven. Solo está allí, escuchando, con la vista clavada en el cofre. Hasta que la puerta se abre de golpe y se oye la música de la planta baja.

      –Vaya –dice Lola–, y yo creía que lo interesante estaba abajo.

      Sigue llevando el maquillaje tan perfecto como cuando llegó, el mismo pelo falsamente desordenado, los mismos labios rojos de quien no ha comido ni bebido. Ni besado. Érika se pone en pie y, al hacerlo, echa la almohada sobre el cofre.

      –No quedan palomitas –dice Lola–, pero ya nos apañamos. Seguid a lo vuestro.

      Cierra la puerta antes de que puedan responder.

      –Baja, anda –le pide Nadia a Érika–. Tus invitados no tienen palomitas.

      Lo dice en un tono desenfadado, casi sonriendo.

      –Dame un segundo.

      Érika abre la puerta, sale al pasillo y, antes de volver a cerrar, se gira.

      –Un segundo, en serio.

      Cuando regresa, el olor a palomitas se cuela dentro de la habitación. Se sienta sobre la cama, casi en la misma postura que unos minutos antes; pero el aire es distinto, hace más frío o más calor, y huele a mantequilla. Incluso se oye el ruido del piso de abajo.

      –Todo en orden –dice. Después señala el cofre sin tocarlo–. ¿Por dónde íbamos?

      –Es tarde y mañana habrá que levantarse a recoger.

      –¿En serio nunca haces fiestas en casa?

      Nadia niega con la cabeza. Espera unos segundos sin moverse, sin hablar; pero no parece que Érika haya entendido la invitación a marcharse, así que suspira y abre la tapa con cuidado, como si fuese de papel o de un cristal finísimo, o de un material que no se ha descubierto aún y que se rompe solo con pensar que exista. Saca el muñeco de palos y lo deja sobre la cama.

      –No has jugado mucho con él, ¿verdad? –dice Érika.

      Nadia traga saliva. Es un error. Érika no puede entender lo que esas piezas significan. O lo que deberían significar. Y no se conocen tanto como para explicárselo.

      –No es como una Barbie que pueda reponer si se rompe –dice.

      –Perdona.

      Por segunda vez, Érika se disculpa por algo que no ha hecho. Nadia le enseña el trozo de tela tejido con hilos de colores y el burruñito de lana que siempre manosea Hugo.

      –¿Y ya? ¿No hay nada después de Kenia? ¿Dieciséis años y no hay nada importante en tu vida?

      –Bueno, una vez gané a Hugo a ver quién escupía más lejos y me dibujó una medalla; creo que aún la tengo –traga saliva y agradece el silencio que Érika le devuelve–. Tu amiga Lola tiene razón: solo es una baratija para turistas.

      Mira a los ojos a Érika y ella le aguanta la mirada. Comparten el silencio de un idioma que acaban de descubrir y que solo ellas conocen. Alguien, abajo, cambia la música o sube el volumen y, como si eso les diera permiso, hablan. Charlan de sus vidas, de sus padres, de los abuelos cercanos y los lejanos, con esa barrera frágil de recuerdos que no son recuerdos extendidos sobre la cama.

      Está amaneciendo cuando Nadia vuelve a guardarlo todo.

      –Te parecerá una gilipollez –dice–, pero...

      –No eres tú.

      Nadia sonríe. Ni siquiera Hugo sabe tanto, pero hay algo en Érika que la invita a hablar.

      –No lo sé. No me une nada a esa tela, a esa muñeca, a ese cofre. Son recuerdos que no tengo. Que no sé si quiero.

      –Pero lo sigues guardando.

      –Ya te he dicho que era una gilipollez.

      –Una gilipollez... no. Pero un poco retorcido sí es, como esa gente de las películas que teme que le trasplanten el corazón de un asesino por si se ponen a matar como locos.

      Nadia sonríe. O tal vez solo piensa que ha sonreído, aunque no haya llegado a mover los labios.

      –Vaya. Igual soy una asesina en serie.

      –Cada uno tiene sus miedos –dice Érika–. Y del tuyo no se puede huir cerrando la puerta del armario o mirando debajo de la cama. Tu monstruo está ahí dentro –le roza la frente con el dedo.

      Hace una pausa. Por un segundo parece que se ha quedado pensando. Sonríe, como para quitar importancia a lo que acaba de decir.

      –Ya encontrarás recuerdos propios que valgan la pena. Es precioso que puedas elegir lo que importa en tu vida.

      –Qué profundas nos hemos puesto –dice Nadia. Y se ríe.

      Érika se tumba y Nadia se tumba frente a ella. Y así, con el cofre entre las dos y el sol dibujando las primeras rayas en la pared de enfrente, cierran los ojos.

      Ya casi se han dormido cuando Érika pregunta:

      –¿Por qué no quisiste que anulara la fiesta?

      Nadia responde enseguida, porque ella también se lo ha preguntado.

      –Mi padre quería que nos conociésemos, que nos llevásemos bien. A él le gusta que estéis en su vida, en su cofre.

      –¿Y a ti?

      Sonríe, se encoge de hombros y trata de acompasar la respiración con la de Érika hasta que, ahora sí, se quedan dormidas.

      4

      Y duermen hasta que el sol aparece. Nadia se gira y esconde la cabeza cuando la luz le da en la cara, busca el hueco para dormirse de nuevo, pero de pronto recuerda quién estaba en su salón cuando se quedó dormida y se levanta. Intenta no molestar a Érika y baja las escaleras restregándose los ojos y temiendo encontrarse un paisaje de fiesta descontrolada, desconocidos dormidos en su sofá, vasos rotos o cualquier otro desastre. Tarda unos segundos en darse cuenta de que no hay nadie más que ellas en la casa. Todo está mucho más recogido de lo que temía. Enciende la cafetera, saca el sirope y amontona junto a la batidora huevos, harina, mantequilla, levadura, azúcar, leche. No encuentra la canela, pero lo mezcla todo y tararea mientras prepara el desayuno. Durante un momento, cuando cuenta las cucharadas de azúcar, siente una punzada de culpa por preparar un desayuno gordo sin estar su padre, y luego se acuerda de las camas balinesas con velos blancos frente al mar y se le pasa.

      Oye a Érika bajando la escalera. Va descalza, pero aun así Nadia escucha cada paso. Vuelca un poco de masa en la sartén y se gira sonriendo para darles los buenos días.

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