Vidas tocadas por Taizé. Cristina Ruiz Fernández

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Vidas tocadas por Taizé - Cristina Ruiz Fernández Caminos

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una semilla de catolicidad, de universalidad que es pequeña al comienzo y que llegará a ser un árbol inmenso. Esa imagen del árbol inmenso me hablaba muchísimo y entendía que, aunque Taizé era muy pequeño en aquel tiempo, él se refería en el fondo a lo que saldría de Taizé. Y yo me decía: «¡Ay, quisiera ver ese árbol inmenso!». Y ahora lo veo.

      —De aquella pequeña comunidad, han pasado a ser una gran comunidad, un gran árbol. ¿Cómo ha sido este cambio?

      —Sí, pero el árbol no es la comunidad como tal, como si fuera el objetivo por sí misma. El objetivo es el Evangelio, que se abre a todo el mundo, a todos los hombres. Y mucho más tarde el hermano Roger decía otra cosa en la misma línea: «Cristo no ha venido para crear una religión más, sino para ofrecer una comunión a toda la humanidad». Y es esa visión, una visión muy ancha.

      —¿Es esa la esencia de la comunidad?

      —Lo esencial de la vocación de los hermanos está en esta línea. Otra palabra del hermano Roger –hablo mucho de él, pero es quien lo fundó todo–: «Quisiéramos vivir una parábola de comunión». En el sentido de que una parábola es una imagen, una historia, algo visible que enseña una cosa más grande. Lo que quisiéramos vivir es con un grupo pequeño –aunque ahora somos una comunidad más grande, somos 100, ante el número de los hombres de la Tierra sigue siendo muy poco, una comunidad muy pequeñita–, que sea un pequeño signo, una pequeña parábola, una historia visible de lo que quisiéramos para toda la humanidad: vivir la unidad, la reconciliación. A partir de personas muy distintas como somos, de todos los continentes, de diversas culturas, colores, confesiones, edades..., pero intentando reconciliarnos siempre si hay algo que nos opone, vivir siempre la unidad entre nosotros. Y queremos decirlo no tanto con palabras, aunque ahora lo estoy diciendo con palabras, sino con la vida, con nuestra vida: decir que es posible vivir en comunión incluso entre personas muy distintas. Es lo que quisiéramos permitir vivir también a los jóvenes que vienen aquí, pero en su caso no para toda la vida como nosotros, sino durante una semana. Cuando vienen aquí viven esto: una gran diversidad, vienen de todos los continentes, son de muchos colores..., pero todos unidos en la misma oración, en el mismo camino, cada uno a partir de lo que es, del punto donde está, pero caminando hacia una comunión.

      —Para lograr esa unidad entre personas tan diferentes, ¿el secreto está en la oración?

      —Se puede llegar a la reconciliación también sin la oración, porque hay personas que no son creyentes y que se reconcilian, pero para nosotros la oración es la clave, es el punto central. Por ejemplo, lo veo en los encuentros de jóvenes desde hace muchos años: hubo cambios, muchos cambios, pero el hecho de que la oración esté en el centro tres veces al día, eso nunca cambió. La oración sí cambió un poco para adaptarse a la diversidad, pero el hecho de que la oración esté en el centro, y que los días se organizan en torno a la oración tres veces al día, eso nunca ha cambiado.

      —Y, ¿por qué los jóvenes? ¿Por qué poner el foco en ellos?

      —Es algo que sucedió así. No es que un día el hermano Roger o nosotros pensáramos: «¡Vamos a acoger a los jóvenes!», no, claro que no. Si hubiera sido esa la idea, el hermano Roger nos lo decía a veces, si hubiera pensado que Taizé sería un lugar de acogida para los jóvenes, habría elegido un sitio más accesible, porque es complicado llegar aquí, hace falta realmente querer para venir aquí. Incluso con que hubiese sido 30 kilómetros más al sur, habría sido más fácil. Pero no, la idea era otra, era vivir una vida de comunidad, un poco retirada, una vida monástica.

      Y los jóvenes han ido viniendo, cada vez más numerosos. Y eso es algo que se explica un poco con la historia. El concilio Vaticano II hizo surgir de manera muy fuerte y muy visible la cuestión de la unidad de los cristianos, algo que estaba muy poco presente antes en la conciencia de la gente.

      —Era impensable incluso...

      —Por eso, obviamente, Taizé era un sitio de búsqueda de la unidad y el papa Juan XXIII invitó al hermano Roger al Concilio. Enseguida hubo una gran crisis entre los jóvenes en los años 68 y 70, por lo que muchos empezaron a venir aquí buscando, buscando... Y nosotros pensamos: «Bueno, vienen, tenemos que acogerles». Y fue así como empezó, de una manera no buscada, sino por los acontecimientos. Lo que nos asombró, y todavía ahora nos asombra, es que todo eso continúa. Porque los jóvenes del año 68 o de los 70 eran completamente distintos de los jóvenes de hoy, o de los jóvenes de los años 80. No podemos explicar por qué todo esto continuó con jóvenes distintos, con búsquedas muy distintas; no tenemos una respuesta. Somos, en el fondo, y fundamentalmente, monjes. Y a los monjes les gusta acoger, forma parte de la realidad fundamental de la vocación monástica. Siguen viniendo y seguimos acogiéndolos –afirma el hermano Charles-Eugène con una sonrisa de complicidad.

      —Y usted que ha visto a tantas generaciones de jóvenes pasar por aquí, ¿cuáles diría que son las diferencias entre los de entonces y los de ahora?

      —Sí, son muy distintos, pero es difícil definir esto, y es difícil decir cosas generales. Los jóvenes del 68 tenían una crisis fuerte, pero era un periodo bastante fácil económicamente, ellos sabían que su futuro sería más fácil que el de sus padres. Era un tiempo de progreso económico después de la Segunda Guerra Mundial, todo iba hacia arriba y querían rehacer el mundo de otra manera. Era una generación muy viva, muy rica, que tenía muchas ideas... ¡Hablaban mucho! Era interesante y a veces difícil.

      Los jóvenes de hoy son casi lo contrario, muchas veces tienen una gran preocupación por su futuro, muchas veces los padres, incluso los abuelos, les tienen que ayudar para vivir, porque el futuro económico no está tan asegurado, no es tan obvio. Por eso es una mentalidad totalmente distinta.

      Pero hay una cosa común que se preguntan todos los que vienen aquí: en el ambiente en el que vivo, ya sea el 68 o el 2018, cuál es el sentido de mi vida, qué quiero hacer con mi vida, acaso Dios espera algo de mí...

      El hermano Charles-Eugène titubea un poco, mientras echa hacia atrás la memoria.

      —A veces pienso en cómo era yo cuando vine aquí la primera vez en 1958, y cómo es un joven que viene hoy con 19 años. Por una parte, todo es distinto, pero por otra, hay también algo semejante en ese sentido, en esa pregunta: «¿Qué quiero hacer con mi vida?». Quisiera tener una vida fuerte, buena, buscar el sentido de la vida y entonces plantearme qué espera Dios de mí, quién es Dios para mí, cómo buscar una relación con Dios.

      —Sí, porque en realidad, aquí hay una invitación al sentido, a la acción, no es un mero retirarse fuera del mundo, sino estar en el mundo, ¿no? ¿Por qué se plantea la vida de fe de esa manera?

      —La razón fundamental es que Cristo vino al mundo no para que nos encerráramos, sino para enviarnos hacia los demás y para ayudar a crear una comunión y una justicia entre los seres humanos, eso forma realmente parte del centro del Evangelio.

      Un momento realmente importante con esa generación difícil del 68 es cuando surgió el lema «lucha y contemplación».

      —No es una frase disyuntiva, no se excluyen entre sí los dos términos.

      —Era una generación que necesitaba palabras fuertes. No era «lucha o contemplación», como a veces algunos pensaban cuando decían: «Si luchas por la justicia, la contemplación es una pérdida de tiempo». Otros pensaban que estaban aquí sobre todo para rezar y que no teníamos que entrar en la política o en cosas de ese tipo. Pero poner «y» y no «o» fue importante.

      Ahora ese lema no lo utilizamos, no lo decimos de esa manera, sino que hablamos de «vida interior y solidaridad humana». Por ejemplo, el lema que salió la semana

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