El retrato de Dorian Gray. Oscar Wilde

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El retrato de Dorian Gray - Oscar Wilde

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que se pinta de corazón es un retrato del artista, no de la persona que posa. El modelo no es más que un accidente, la ocasión. No es a él a quien revela el pintor; es más bien el pintor quien, sobre el lienzo coloreado, se revela. La razón de que no exponga el cuadro es que tengo miedo de haber mostrado el secreto de mi alma.

      Lord Henry rió.

      – Y, ¿cuál es …? –preguntó.

      –Te lo voy a decir –respondió Hallward; pero lo que apareció en su rostro fue una expresión de perplejidad. –Soy todo oídos, Basil –insistió su acompañante, mirándolo de reojo.

      –En realidad es muy poco lo que hay que contar, Harry –respondió el pintor–, y mucho me temo que apenas lo entenderías. Quizá tampoco te lo creas.

      Lord Henry sonrió y, agachándose, arrancó de entre el césped una margarita de pétalos rosados y se puso a examinarla.

      –Estoy seguro de que lo entenderé –replicó, contemplando fijamente el pequeño disco dorado con plumas blancas–; y en cuanto a creer cosas, me puedo creer cualquiera con tal de que sea totalmente increíble.

      El aire arrancó algunas flores de los árboles, y las pesadas floraciones de lilas, con sus pléyades de estrellas, se balancearon lánguidamente. Un saltamontes empezó a cantar junto a la valla, y una libélula, larga y delgada como un hilo azul, pasó flotando sobre sus alas de gasa marrón. Lord Henry tuvo la impresión de oír los latidos del corazón de Basil Hallward, y se preguntó qué iba a suceder.

      –Es una historia muy sencilla –dijo el pintor después de algún tiempo–. Hace dos meses asistí a una de esas fiestas de lady Brandon a las que va tanta gente. Ya sabes que nosotros, los pobres artistas, tenemos que aparecer en sociedad de cuando en cuando para recordar al público que no somos salvajes. Vestidos de etiqueta y con corbata blanca, como una vez me dijiste, cualquiera, hasta un corredor de Bolsa, puede ganarse reputación de civilizado. Bien; cuando llevaba unos diez minutos en el salón, charlando con imponentes viudas demasiado enjoyadas y tediosos académicos, noté de pronto que alguien me miraba. Al darme la vuelta vi a Dorian Gray por vez primera. Cuando nuestros ojos se encontraron, me noté palidecer. Una extraña sensación de terror se apoderó de mí. Supe que tenía delante a alguien con una personalidad tan fascinante que, si yo se lo permitía, iba a absorber toda mi existencia, el alma entera, incluso mi arte. Yo no deseaba ninguna influencia exterior en mi vida. Tú sabes perfectamente lo independiente que soy por naturaleza. Siempre he hecho lo que he querido; al menos, hasta que conocí a Dorian Gray. Luego…, aunque no sé cómo explicártelo. Algo parecía decirme que me encontraba al borde de una crisis terrible. Tenía la extraña sensación de que el Destino me reservaba exquisitas alegrías y terribles sufrimientos. Me asusté y me di la vuelta para abandonar el salón. No fue la conciencia lo que me impulsó a hacerlo: más bien algo parecido a la cobardía. No me atribuyo ningún mérito por haber tratado de escapar.

      –Conciencia y cobardía son en realidad lo mismo, Basil. La conciencia es la marca registrada de la empresa. Eso es todo.

      –No lo creo, Harry, y me parece que tampoco lo crees tú. Fuera cual fuese mi motivo, y quizá se tratara orgullo, porque he sido siempre muy orgulloso, conseguí llegar a duras penas hasta la puerta. Pero allí, por supuesto, me tropecé con lady Brandon. «¿No irá usted a marcharse tan pronto, señor Hallward?», me gritó. ¿Recuerdas la voz tan peculiarmente estridente que tiene?

      –Sí; es un pavo real en todo menos en la belleza –dijo lord Henry, deshaciendo la margarita con sus largos dedos nerviosos.

      –No me pude librar de ella. Me presentó a altezas reales, a militares y aristócratas, y a señoras mayores con gigantescas diademas y narices de loro. Habló de mí como de su amigo más querido. Sólo había estado una vez con ella, pero se le metió en la cabeza convertirme en la celebridad de la velada. Creo que por entonces algún cuadro mío tuvo un gran éxito o al menos se habló de él en los periódicos sensacionalistas, que son el criterio de la inmoralidad del siglo XIX. De repente, me encontré cara a cara con el joven cuya personalidad me había afectado de manera tan extraña. Estábamos muy cerca, casi nos tocábamos. Nuestras miradas se cruzaron de nuevo. Fue una imprudencia por mi parte, pero pedí a lady Brandon que nos presentara. Quizá no fuese imprudencia, sino algo sencillamente inevitable. Nos hubiésemos hablado sin necesidad de presentación. Estoy seguro de ello. Dorian me lo confirmó después. También él sintió que estábamos destinados a conocernos.

      –Y, ¿cómo describió lady Brandon a ese joven maravilloso? –preguntó su amigo–. Sé que le gusta dar un rápido resumen de todos sus invitados. Recuerdo que me llevó a conocer a un anciano caballero de rostro colorado, cubierto con todas las condecoraciones imaginables, y me confió al oído, en un trágico susurro que debieron oír perfectamente todos los presentes, los detalles más asombrosos. Sencillamente huí. Prefiero desenmascarar a las personas yo mismo. Pero lady Brandon trata a sus invitados exactamente como un subastador trata a sus mercancías. O los explica completamente del revés, o cuenta todo excepto lo que uno quiere saber.

      –¡Pobre lady Brandon! ¡Eres muy duro con ella, Harry! –dijo Hallward lánguidamente.

      –Mi querido amigo, esa buena señora trataba de fundar un salón, pero sólo ha conseguido abrir un restaurante. ¿Cómo quieres que la admire? Pero, dime, ¿qué te contó del señor Dorian Gray?

      –Algo así como «muchacho encantador, su pobre madre y yo absolutamente inseparables. He olvidado por completo a qué se dedica, me temo que…, no hace nada… Sí, sí, toca el piano, ¿o es el violín, mi querido señor Gray?» Ninguno de los dos pudimos evitar la risa, y nos hicimos amigos al instante.

      –La risa no es un mal principio para una amistad y, desde luego, es la mejor manera de terminarla –dijo el joven lord, arrancando otra margarita.

      Hallward negó con la cabeza.

      –No entiendes lo que es la amistad, Harry –murmuró–; ni tampoco la enemistad, si vamos a eso. Te gusta todo el mundo; es decir, todo el mundo te deja indiferente.

      –¡Qué horriblemente injusto eres conmigo! –exclamó lord Henry, echándose el sombrero hacia atrás para mirar a las nubecillas que, como madejas enmarañadas de brillante seda blanca, vagaban por la oquedad turquesa del cielo veraniego–. Sí; horriblemente injusto. Ya lo creo que distingo entre la gente. Elijo a mis amigos por su apostura, a mis conocidos por su buena reputación y a mis enemigos por su inteligencia. No es posible excederse en el cuidado al elegir a los enemigos. No tengo ni uno solo que sea estúpido. Todos son personas de cierta talla intelectual y, en consecuencia, me aprecian. ¿Te parece demasiada vanidad por mi parte? Creo que lo es.

      –Coincido en eso contigo. Pero según tus categorías yo no debo de ser más que un conocido.

      –Mi querido Basil: eres mucho más que un conocido. –Y mucho menos que un amigo. Algo así como un hermano, ¿no es cierto?

      –¡Ah, los hermanos! No me gustan los hermanos. Mi hermano mayor no se muere, y los menores nunca hacen otra cosa.

      –¡Harry! –exclamó Hallward, frunciendo el ceño.

      –No hablo del todo en serio. Pero me es imposible no detestar a mi familia. Imagino que se debe a que nadie soporta a las personas que tienen sus mismos defectos. Entiendo perfectamente la indignación de la democracia inglesa ante lo que llama los vicios de las clases altas. Las masas consideran que embriaguez, estupidez e inmoralidad deben ser exclusivo patrimonio suyo, y cuando alguno de nosotros se pone en ridículo nos ven como cazadores furtivos en sus tierras. Cuando el pobre Southwark tuvo que presentarse en el Tribunal

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