Практикум по домашнему чтению. Испанский язык. Лариса Хорева

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Практикум по домашнему чтению. Испанский язык - Лариса Хорева

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считать всякое несчастье или беду не более чем злой шуткой, которую по извращенности вкуса и в видах собственного удовольствия шутит над ним время от времени какой-то давний его знакомец. Не тем ли объяснялось и своеобразие его остроумия – бесстрастно-горького и безнадежно-мрачного?

      Давно все это было – так давно, что иные даты стали путаться у меня в памяти. Однако твердо помню – то, о чем я собираюсь вам поведать, произошло в тысяча шестьсот двадцать каком-то году. История с людьми в масках и двумя англичанами породила немало толков при дворе, а капитана, хоть он чудом и спас свою шкуру, и без того изрядно попорченную голландскими солдатами, берберийскими пиратами, да и турками не раз дырявленную, наделила двумя врагами, не дававшими ему покою и роздыху до самой могилы. Я имею в виду Луиса де Алькесара, исполнявшего при нашем государе секретарские обязанности, и опаснейшего наемного убийцу, молчаливого итальянского головореза по имени Гвальтерио Малатеста, который до такой степени привык убивать в спину, что впадал в глубочайшую тоску всякий раз, как должен был нанести смертельный удар, глядя жертве в глаза, ибо в сем случае мнилось ему, будто он лишился умения своего и навыка. В тот самый год влюбился я, как телок, влюбился впервые и навсегда в Анхелику де Алькесар, существо порочное и испорченное, воплощенное зло, принявшее облик беленькой девочки лет одиннадцати-двенадцати. Но впрочем, обо всем по порядку.

      Задание 2.6. Найдите в испанском тексте эквиваленты следующим выражениям и объясните историко-культурный контекст их появления в испанском языке

      – Положа руку на сердце

      – Избавиться от лишнего рта

      – Принять в расчет

      – Попытать счастья

      – Породить толки

      Часть 3.1

      Me llamo Íñigo. Y mi nombre fue lo primero que pronunció el capitán Alatriste la mañana en que lo soltaron de la vieja cárcel de Corte, donde había pasado tres semanas a expensas del Rey por impago de deudas. Lo de las expensas es un modo de hablar, pues tanto en ésa como en las otras prisiones de la época, los únicos lujos -y en lujos incluiase la comida- eran los que cada cual podía pagarse de su bolsa. Por fortuna, aunque al capitán lo habían puesto en galeras casi ayuno de dineros, contaba con no pocos amigos. Así que entre unos y otros lo fueron socorriendo durante su encierro, más llevadero merced a los potajes que Caridad la Lebrijana, la dueña de la taberna del Turco, le enviaba conmigo de vez en cuando, y a algunos reales de a cuatro que le hacían llegar sus compadres Don Francisco de Quevedo, Juan Vicuña y algún otro. En cuanto al resto, y me refiero a los percances propios de la prisión, el capitán sabía guardarse como nadie. Notoria era en aquel tiempo la afición carcelaria a aligerar de bienes, ropas y hasta de calzado a los mismos compañeros de infortunio. Pero Diego Alatriste era lo bastante conocido en Madrid; y quien no lo conocía no tardaba en averiguar que era más saludable andársele con mucho tiento. Según supe después, lo primero que hizo al ingresar en el estaribel fue irse derecho al más peligroso jaque entre los reclusos y, tras saludarlo con mucha política, ponerle en el gaznate una cuchilla corta de matarife, que había podido conservar merced a la entrega de unos maravedíes al carcelero. Eso fue mano de santo. Tras aquella inequívoca declaración de principios nadie se atrevió a molestar al capitán, que en adelante pudo dormir tranquilo envuelto en su capa en un rincón más o menos limpio del establecimiento, protegido por su fama de hombre de hígados.

      Después, el generoso reparto de los potajes de la Lebrijana y las botellas de vino compradas al alcaide con el socorro de los amigos aseguraron sólidas lealtades en el recinto, incluida la del rufián del primer día, un cordobés que tenía por mal nombre Bartolo Cagafuego, quien a pesar de andar en jácaras como habitual de llamarse a iglesia y frecuentar galeras, no resultó nada rencoroso. Era ésa una de las virtudes de Diego Alatriste: podía hacer amigos hasta en el infierno.

      Parece mentira. No recuerdo bien el año -era el veintidós o el veintitrés del siglo-, pero de lo que estoy seguro es de que el capitán salió de la cárcel una de esas mañanas azules y luminosas de Madrid, con un frío que cortaba el aliento. Desde aquel día que -ambos todavía lo ignorábamos- tanto iba a cambiar nuestras vidas, ha pasado mucho tiempo y mucha agua bajo los puentes del Manzanares; pero todavía me parece ver a Diego Alatriste flaco y sin afeitar, parado en el umbral con el portón de madera negra claveteada cerrándose a su espalda. Recuerdo perfectamente su parpadeo ante la claridad cegadora de la calle, con aquel espeso bigote que le ocultaba el labio superior, su delgada silueta envuelta en la capa, y el sombrero de ala ancha bajo cuya sombra entornaba los ojos claros, deslumbrados, que parecieron sonreír al divisarme sentado en un poyete de la plaza. Había algo singular

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