Por una Constitución Ecológica. Ezio Costa Cordella

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Por una Constitución Ecológica - Ezio Costa Cordella

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local, sino que también tiene que ver con protegerse a sí mismo.

      La superación de la crisis climática y ecológica es un dilema de acción colectiva, sin dudas. Por lo tanto, requiere de la acción de todos los países y personas en el mundo, en un esfuerzo consistente. No está en nuestro poder controlar que ello suceda, pero sí está en nuestro poder hacer el máximo esfuerzo posible para aportar con nuestro deber. Nuestro deber ético es hacerlo, aunque existan liderazgos tóxicos a nivel mundial que prefieran convertirse en parásitos del esfuerzo ajeno.

      Pero, además, ese esfuerzo tendrá beneficios no solo para el mundo en su conjunto, sino que especialmente para Chile. Conservar un bosque nativo o un humedal, dejar de quemar carbón o leña tiene consecuencias inmediatas y de largo plazo sobre nuestras condiciones de vida; no es únicamente una cuestión de responsabilidad con la humanidad. No solo reduciremos las emisiones de gases de efecto invernadero y aumentaremos la capacidad del bosque nativo de absorberlos, de modo de reducir nuestro aporte a la crisis climática global, sino que también haremos que el aire que respiran los habitantes de zonas de sacrificios vuelva a ser respirable, y que los habitantes de zonas cercanas a bosques nativos no vivan ante el riesgo de aludes e inundaciones, entre otras consecuencias beneficiosas.

      Por último, si consideramos la transición ecológica como algo que necesariamente sucederá, pues el otro camino es la destrucción de la civilización, entonces tenemos la oportunidad de liderar esta transición o al menos quedar en buena posición respecto de ella, obteniendo ventajas de ese liderazgo que nos permitan aspirar a un mayor bienestar. Hay ventajas desde el punto de vista político, económico, científico, tecnológico y social.

      Si nos centramos en esta última, la gran ventaja a la que debemos aspirar es la de tener una sociedad preparada y coordinada, tal que nos asegure una transición pacífica y centrada en la protección del bienestar de las personas y las comunidades. El Derecho tiene mucho que decir en este sentido.

      El Derecho se presenta a sí mismo como una herramienta social poderosa, que ayuda a moldear de manera definitiva cómo es que se comportan los individuos y se desarrollan las sociedades. Las constituciones son el punto superior de una pirámide de normas que constituyen el ordenamiento jurídico y, por lo mismo, tienen una relevancia superior en esta tarea de guiar el comportamiento, pues definen principios fundamentales que deberán ser seguidos por las leyes, reglamentos, ordenanzas y todo otro tipo de normas jurídicas.

      El Derecho por sí mismo, sin embargo, no cambia nada. La confianza en el Derecho es, de alguna forma, la confianza en que la comunidad organizada es capaz de cambiarse a sí misma. Si las normas son expresión de la voluntad del pueblo, entonces confiamos en que esa voluntad que se expresa será capaz de ser respetada por el propio pueblo, llevando a buen puerto sus aspiraciones. La discusión sobre cambiar leyes o cambiar la propia Constitución está muy vinculada a esta confianza, y por eso resultan tan extrañas las objeciones al cambio que usan como argumento la supuesta falta de posibilidades de llevar el Derecho a la realidad.

      Un Estado de Derecho supone, precisamente, que será este sistema de normas y principios expresivos de una idea de justicia y de orden el que prevalecerá por sobre otras consideraciones y, en especial, por sobre las opciones que sean preferidas por cada individuo. Por lo mismo, no creer en esa fuerza del Derecho implica suponer que hay poderes más allá de los organizados socialmente, que son capaces de imponerse, cuestión que es de por sí ilegítima.

      Pero incluso en cuestiones ambientales no faltan quienes pretenden una impotencia del Derecho frente a los fenómenos de la naturaleza, y usan esa visión para proponer la inacción. No dejan de tener razón en un punto, pues la naturaleza está absolutamente por sobre nuestras capacidades como humanidad –para qué decir como país– para gobernarla. Salvo en sofisticados esquemas de ciencia ficción, la verdad es que la naturaleza siempre nos pasará por encima. ¿Vale la pena entonces regularla? Por supuesto que no, no podemos prohibir los huracanes o regular las sequías. Tampoco se ha escuchado nunca una voz cuerda proponiendo eso.

      Lo que el Derecho, partiendo por las constituciones y pasando por tratados internacionales, leyes y todo tipo de normas, sí puede hacer es gobernar la manera en que nosotros nos relacionamos con la naturaleza, de forma que esta relación sea armónica con las otras vidas y con el sistema de interconexión entre elementos del medio ambiente que posibilita esas vidas, incluida la nuestra.

      Tanto desde un paradigma antropocéntrico (que ponga a los humanos como lo único que debe protegerse) como desde uno ecocéntrico (que piense en la protección de la naturaleza como un valor en sí mismo) podemos llegar a la misma conclusión básica sobre la necesidad de gobernar nuestras acciones para proteger la vida en general. Pero esa conclusión aún no es recogida por el Derecho.

      El Derecho partió desde un punto más cercano a la omnipotencia y, como usualmente pasa, estaba alimentado en la ignorancia. Según esa forma de verlo, el medio ambiente era una colección de recursos que se encontraban dispersos por la Tierra, esperando a que fuéramos a recogerlos y utilizarlos en nuestro beneficio. Era una colección relativamente infinita y por lo tanto no era su mantención lo que debía preocuparnos, sino cuestiones como su repartición, las maneras en que los explotamos y cómo solucionar conflictos entre usuarios.

      Nos dimos cuenta de que aquellos elementos que sirven a nuestra vida eran limitados recién cuando empezamos a acelerar definitivamente su destrucción, e incluso a convertir recursos que eran calificados como “renovables” en elementos escasos. Más tarde aún, nos hemos ido dando cuenta de la conexión que existe entre todos esos elementos para crear la intrincada red que permite la vida en la Tierra. Como dice Sara Larraín, “la ecología como ciencia permitió superar la fragmentación y separación de las cosas y reconectar sistémicamente los elementos que componen la naturaleza”9, pasando luego por un proceso lento en que esta idea fue infiltrando la filosofía que se intensifica hacia la segunda mitad del siglo XX.

      Para cuando el Derecho empezó a tomar dicha conexión en consideración, los recursos estaban repartidos, y nos encontrábamos convencidos como humanidad de que la forma de mejorar nuestra existencia era mediante su explotación intensiva.

      Así las cosas, el Derecho estaba construido desde estos paradigmas. En lo que respecta a la ignorancia, el Derecho sigue ignorando cómo solucionar el problema, pues se mueve en torno a una dicotomía entre sujetos y objetos, y carece de herramientas afinadas para dar cabida a un sistema interconectado como es el medio ambiente. Ha intentado convertirlo en un objeto y también en un sujeto, pero el hecho de que el medio ambiente contenga todos los sujetos y todos los objetos hace especialmente compleja esa intención, pues permanentemente chocan los estatutos jurídicos de uno y otro orden.

      Además, una buena parte de los elementos del medio ambiente, a los que hemos calificado de recursos naturales, están regulados como si constituyeran unidades desconectadas de la matriz completa. El agua posee su propia regulación que casi no tiene conexión con la de los bosques, a pesar de que los bosques dependen del agua y los ciclos del agua dependen en parte de los bosques. Los animales salvajes tienen otra y que es distinta de la regulación de la pesca, a pesar de que los peces son animales salvajes, y ambas son diferentes respecto de la caza de mamíferos marinos, aunque esos mamíferos se alimentan de los mismos peces; y los peces requieren de los nutrientes que son arrastrados por los ríos hasta el mar, nutrientes que provienen de los suelos en los cuales hay bosques antiguos, que son a su vez los que capturan los gases del aire, producen el oxígeno y permiten en los suelos la vida de los microorganismos y la existencia de nutrientes, que luego serán arrastrados por la lluvia hacia los ríos para llegar al mar. El problema es que esa lluvia tampoco se producirá si no hay un bosque que concentre la humedad y la evapore.

      La regulación de estos recursos naturales

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