Derecho, derechos y pandemia. Susanna Pozzolo

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Derecho, derechos y pandemia - Susanna Pozzolo Palestra Extramuros

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a la altura de las funciones de garantía que le han sido encomendadas, debido a la escasez de medios y la falta de poderes efectivos. Además, en esta ocasión, ha mostrado una notoria ineficiencia. Sería necesario por ello, reformarse y reforzarla, en términos de financiación y competencias, para permitirle prevenir pandemias y detener el contagio de raíz, para responder a ellas sobre la base de un principio de subsidiariedad que le otorgue al menos la adopción de principios rectores de aplicación general y, sobre todo, la tarea de llevar la ayuda médica necesaria a los países más pobres y desfavorecidos de servicios de salud publica. Si hubiera habido una gestión multinivel tan unificada y oportuna, coordinada por una institución de garantía global verdaderamente independiente, hoy no lamentaríamos millones de muertes.

      En cambio, cada Estado ha adoptado contra el virus, en tiempos diversos, medidas diferentes y heterogéneas de una región a otra, a veces completamente insuficientes por estar condicionadas por el temor a dañar la economía y, en todos los casos, han sido fuentes de incertidumbre y conflictos entre diferentes niveles decisionales. En Europa, en particular, los 27 países miembros se han movido sin ningún orden en particular, cada uno adoptando estrategias diferentes, pese a que incluso los tratados constitutivos imponen una gestión común de la epidemia. El Art. 168 del Tratado sobre el Funcionamiento de la Unión establece en efecto que “la Unión garantiza un alto nivel de protección de la salud humana”, estableciendo que “los Estados miembros coordinan entre ellos, en colaboración con la Comisión, las respectivas políticas” y provee para tal efeto que “el El Parlamento Europeo y el Consejo pueden también adoptar medidas para proteger la salud humana, en particular para combatir los grandes flagelos que se propagan a través de las fronteras “. Además, el art. 222 establece que “la Unión y los estados miembros actuarán conjuntamente con espíritu de solidaridad cuando un estado miembro sea víctima de un desastre natural”. En cambio, ha sucedido que la Unión Europea —cuya Comisión tiene entre sus integrantes un comisario de salud, otro de integración y otro de gestión de crisis— ha renunciado a hacerse cargo del gobierno de la epidemia con directrices sanitarias homogéneas para todos los Estados miembros, con el resultado de la propagación de infecciones y el enorme aumento del número de muertes.

      Pero la lección que nos enseñó esta pandemia va mucho más allá de la emergencia de COVID-19. Ella señala la necesidad de dar vida, al menos, a un fragmento del constitucionalismo en materia de salud: fortaleciendo a la Organización Mundial de la Salud para convertirla en una verdadera institución global de garantía dotada de los fondos y poderes necesarios para asegurar la efectividad del derecho universal a la salud reconocido en tantas cartas no solo constitucionales sino también internacionales. Es una necesidad que se ha visto dramáticamente confirmada por la profunda injusticia con la que se han distribuido las vacunas y que ha planteado dos problemas. El primero es la intolerable desigualdad mundial generada por el importante acaparamiento de la mayoría de las vacunas por parte de los países ricos. El segundo es el problema de las patentes, que al estar vinculada a la garantía de la vida obliga a suspender su eficacia y que, en perspectiva, requiere la regulación constitucional de la no patentabilidad de las vacunas y de todos los fármacos que salvan vidas, así como la sustitución por una financiación sustancial de la investigación y una adecuada compensación para su producción y distribución.

      3.

      La hipótesis de una Constitución de la Tierra.- Es esta ampliación de la lógica constitucional al derecho internacional, que la pandemia sugiere como respuesta racional también a las otras, no menos graves, emergencias que amenazan nuestro futuro. En efecto, es posible que el despertar de la razón que, como he dicho, se está produciendo quizás como consecuencia de la pandemia sirva para incitar, además del fragmento de un constitucionalismo planetario en materia de salud, la toma de conciencia de que todos estamos expuestos a otras catástrofes —medioambientales, nucleares, humanitarias—, cuya prevención requiere otras instituciones globales de garantía: por ejemplo, el establecimiento de un dominio planetario para proteger bienes comunes como el agua, el aire, los grandes glaciares y los grandes bosques; la prohibición de las armas nucleares y también de las armas convencionales, cuya difusión es responsable de cientos de miles de asesinatos cada año; el monopolio de la fuerza militar al frente de las Naciones Unidas; un fisco global capaz de financiar los derechos sociales a la salud, a la educación y a la alimentación de base, aunque proclamados en muchas cartas internacionales; en resumen, la refundación del constitucionalismo a nivel global.

      Es precisamente esta propuesta —la promoción de un movimiento de opinión dirigido a reivindicar la proclamacion de una Constitución de la Tierra— que hemos avanzado con nuestro proyecto “Constituyente Tierra” en una asamblea celebrada en Roma el 21 de febrero de 2020. La razón de esta propuesta es tan evidente como apremiante. Consiste en los problemas globales de los que depende la supervivencia de la humanidad y que, sin embargo, no son ni pueden ser afrontados por los gobiernos nacionales, sino sólo por la firma de un nuevo pacto global de convivencia: el rescate del planeta del calentamiento climático, los riesgos de conflictos nucleares, el aumento de las desigualdades y la muerte anual de millones de personas por falta de alimentación básica y de medicamentos que salvan la vida, el drama de cientos de miles de inmigrantes cada uno de los cuales huye de uno de estos problemas no resueltos.

      Es comprensible que, ante estos desafíos globales a la razón jurídica y política, las políticas de los estados nacionales sean inadecuadas e impotentes: no solo y no tanto por la subordinación de las políticas nacionales a los poderes de los mercados globales generados por la corrupción, los conflictos de interés y presiones de lobby, sino sobre todo por dos graves aporías que afectan a la democracia política, vinculadas por un lado con el tiempo y por otro con el espacio. En democracia, las políticas nacionales están de hecho ligadas al corto plazo, incluso muy corto, de las competencias electorales, o peor aún, de las urnas, y a los espacios restringidos de los territorios nacionales: tiempos cortos y espacios estrechos que obviamente impiden a los gobiernos estatales, solo interesados en el consentimiento electoral, para abordar los desafíos y problemas globales con políticas que se ajusten a ellos. Las amenazas más graves para el futuro de la humanidad —devastación ambiental, explosiones nucleares, masacres de migrantes, hambre, miseria y enfermedades no tratadas que causan la muerte de millones de seres humanos cada año— son así ignoradas por nuestras opiniones públicas y gobiernos nacionales y no entran en su agenda política, enteramente ligado a los estrechos espacios que diseñan las competencias

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