Fidelidad, guerra y castigo. Sergio Villamarín Gómez
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Existe un elevado número de investigadores y trabajos sobre nuestras universidades. Contábamos con el grupo de nuestros programas –junto a mi hermano y López Piñero que siempre asistieron–, con el Instituto Antonio de Nebrija de la Carlos III, el CESU mexicano y el centro salmantino Alfonso IX, que componían la nervadura y principal asistencia. Los organizadores invitaban a otros investigadores que trabajaban en estos temas para asegurar la necesaria ósmosis y aprender… Cada investigador se dedica a la época y tema que le atrae o le conviene en función de su área y posibilidades, que aporta a veces con otros del grupo o externos. Trabajábamos en equipo, pero cada uno su parte… La amistad académica entre todos –amigos en sentido estricto hay pocos– y una forma de hacer, rigurosa y honesta ha espoleado la cooperación y logros.
Nunca nos atrevimos a editar una revista que supone trabajo y costes, un ritmo de publicación. Pero Adela Mora fundó los Cuadernos del Instituto Antonio de Nebrija de estudios sobre la universidad desde 1997; y en Salamanca, Luis Enrique Rodríguez-San Pedro impulsó la Miscelánea Alfonso IX, que reúne coloquios sobre cuestiones universitarias desde 2003. Tampoco aspiramos a crear un centro o instituto en Valencia –odio la burocracia, enemiga de la investigación–. Nos bastaba con la secretaría del departamento, con la extraordinaria ayuda de Rosa Ruiz y Mar Vera…
En Italia lo hicieron muy bien, con un centro interuniversitario (CSUI), que acordaron los rectores de Bolonia, Mesina, Padua y Sassari, a instancia de Gian Paolo Brizzi, Piero del Negro y Andrea Romano, al que pronto se unieron otros centros. Han podido editar su revista Annali di storia delle Università italiane –desde 1997–, y una colección que publica congresos y monografías… En España hubiera sido difícil…
No quise promover una sociedad de historiadores de las universidades. Tenía reciente experiencia de la sociedad de historia de la ciencia y la técnica, promovida por mi hermano y otros amigos, que nada más creada generó pugnas y desencuentros. No obstante, en Alcalá de Henares en una reunión a la que asistieron Domenico Maffei y Antonio García, insistieron y acordamos una sociedad española dentro de la comisión internacional, pero yo tenía poca fe y apenas funcionó. Esta comisión internacional para la historia de las universidades, creada en Estocolmo en 1960 por Sven Stelling Michaud, estaba afiliada al comité internacional de ciencias históricas y en relación con el consejo de rectores europeos. Promocionaba coloquios o reuniones en que participé con agrado y fruto: pude oír y conocer a profesores y especialistas, seguir sus trabajos… Luego, gracias al empuje de Walter Rügg y de Ilde Rydder-Simoens publicaron cuatro volúmenes de A History of the University in Europe (Cambridge University Press, 1992-2004); solo los dos primeros fueron traducidos. Participé –como también mi hermano– como consultor en algunas reuniones previas. Walter Rügg, profesor de latín y griego y sociólogo, había ya editado su Geschichte der Universität in Europa (4 volúmenes, 1993).
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Pero vuelvo a la tesis de Sergio Villamarín sobre la guerra de sucesión y la nueva planta, Las instituciones valencianas durante la época del Archiduque Carlos (2001). Ahora completada, y con título más sugerente y exacto: Fidelidad, guerra y castigo. Las instituciones valencianas entre Felipe V de Borbón y Carlos III de Habsburgo. Una parte de la tesis fue ya publicada, La Generalitat valenciana en el siglo XVIII. Una pervivencia foral tras la nueva planta (2005). Pervivencia de la hacienda de la diputación de las cortes, pese a carecer de sentido tras la abolición de los fueros y las cortes, anexionada a la real hacienda y subordinada al intendente.
En estas páginas analiza la presencia sucesiva en Valencia de los dos monarcas en guerra, Felipe –el animoso, lo llamaron sus coetáneos– y el archiduque Carlos de Austria. Continuidad y cambio, durante los diversos momentos, desde la instauración del Borbón en 1700 hasta la caída del reino en manos del Habsburgo y en la posterior recuperación… Desde el marco bélico, examina el autor los problemas económicos y las variaciones que se suceden; trasmite las angustias de la guerra y las improvisaciones de la paz…
Ni Felipe de Anjou, ni tampoco el pretendiente Carlos introdujeron demasiados cambios durante los primeros años que dominaron Valencia, Aragón o Cataluña –hubo continuidad–. En 1705 la reina Ana de Inglaterra suscribe el tratado de Génova con los catalanes prometiendo que el archiduque juraría guardar sus leyes, constituciones y privilegios: juramento que prestó.
A partir de la victoria de Almansa el 25 de abril de 1707 Felipe de Borbón inició drásticas reformas en Valencia y Aragón, más adelante en Cataluña. En los preliminares del tratado de Utrecht, en el tratado de Madrid de 27 marzo de 1713 se aceptaba la cesión de Gibraltar y Menorca a su majestad británica, con tolerancia de la religión católica a sus habitantes, y respeto de iglesias, obispados y beneficios; conservarían sus propiedades y haciendas con los mismos derechos que los ingleses. La reina pidió el perdón y amnistía de vidas y haciendas a los catalanes, incluso sus fueros. Pero a pesar «de las fuertes y reiteradas instancias que milord Lexington ha hecho para que se les conservase también sus fueros, no ha podido su Majestad católica condescender a esta petición por la consideración de que los referidos fueros son demasiado perjudiciales a su soberanía, a su real servicio y a la misma quietud de los demás reinos…»
Las reformas borbónicas fueron improvisadas, inestables… Porque la nueva planta no fue un proyecto previo, racionalizado, una importación de instituciones de Francia: su única meta y designio fue sujetar más a los valencianos al poder de la corona. Se aplicaron recetas castellanas y se ensayaron soluciones nuevas… El decreto de nueva planta de 1717 para Cataluña –posterior– parece más meditado. Pero en Valencia, hubo dudas y retrocesos, pues la chancillería se convierte pronto en audiencia –la posible devolución de Furs en 1719 se frustró seguramente por un informe de este alto tribunal–. Hubo en poco tiempo dos modelos de ayuntamiento: en el primero nombró jurados adictos y suprimió el consell general, mientras luego introdujo –modificado– el corregimiento castellano… O creó un intendente como experiencia nueva…
A punto estuvo de desaparecer la universidad. Tras la victoria de Almansa, Felipe suspendió el patronato del ayuntamiento sobre el estudio general; no podría nombrar rector ni catedráticos, aunque siguió sosteniéndola por medio de vicerrectores y profesores interinos, pagando sus costes… En 1719 el rey pide informe sobre la universidad y el intendente y corregidor Luis Antonio Mergelina hace ver su situación: se perderían las rentas de pavordías de Sixto V, caso de quedar todas vacantes. El capitán general duque de San Pedro sugirió que la universidad cediese las aulas de gramática a los jesuitas –ya las tenían en otros centros universitarios– para facilitar la devolución del patronato. Y así se hizo y logró la restitución, aunque se enzarzó en un largo pleito con la compañía hasta 1741. Mientras en Cataluña el rey había reunido las seis universidades existentes, las municipales de Lérida, Barcelona, Gerona y Vic, la dominica de Solsona y Tarragona, establecida sobre el seminario conciliar. Había erigido con alto coste una sola en Cervera, que dominaron los jesuitas. En Aragón reformó Huesca y Zaragoza…
La relectura de estas páginas me ha hecho pensar que los juristas, por nuestra formación, tendemos a interpretar el poder, al que llamamos «el Legislador» –un tópico, un tótem o dios–, como una instancia benéfica que ordena y racionaliza. El propio poder político proclama y hace constante propaganda de esa virtud suya. Y ayer como hoy, más bien parece que busca mantenerse, perdurar, crecer, dominar en su beneficio. Su dinastía, los suyos, que no son todos… Mediante un poder absoluto o en un juego de contrapesos y garantías, dicta el derecho que le favorece… Pero ni siquiera diseña su designio con nitidez racional, porque el arbitrio del rey y de sus consejeros varía, se contradicen, como vemos en estas