El código del capital. Katharina Pistor
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Tuve también la fortuna de tener muchos colegas y amigos cercanos que me animaron a lo largo del camino. Mi colega Robert Ferguson —ya fallecido— me imbuyó la sensación de que iba por buen camino; ojalá pudiera compartir el resultado final con él. Carol Gluck revisó mi propuesta de libro y me insistió en que mantuviera la vista en el presente y que no me perdiera en el pasado —lo que era una tentación real—. Bruce Carruthers, Jean Cohen, Hanoch Dagan, Tsilly Dagan, Horst Eidenmüller, Tom Ginsburg (y sus estudiantes), Maeve Glass, Martin Hellwig, Jorge Kamine, Cathy Kaplan, Dana Neacsu, Delphine Nougayrède, Casey Quinn, Annelise Riles, Bill Simon, Wolfgang Streeck, Massimiliano Vatiero y Alice Wang leyeron y comentaron capítulos individuales o versiones anteriores del manuscrito completo. El producto final mejoró mucho gracias a sus críticas constructivas y estoy enormemente agradecida por el tiempo y atención que le dedicaron.
También estoy inmensamente agradecida con dos revisores anónimos que ofrecieron sus ideas y consejos sobre cómo fortalecer los argumentos del libro y asegurar que se realizara su ambición de alcanzar a una audiencia más amplia. Por supuesto, yo soy la única responsable de cualquier error que haya quedado.
Agradezco a mi editor, Joe Jackson, que me dio toda la libertad que quise, pero estuvo siempre listo para ofrecer consejos sobre cómo mejorar la estructura y narrativa del libro. Ha sido una bendición tener a Kate Garber como asistente académica, pues me ayudó a mejorar mi inglés y señaló cuándo mi estilo de escritura era demasiado enredado como para tener ningún sentido aún para una mente tan aguda como la suya. Muchas gracias también a los bibliotecarios de la Escuela de Derecho de Columbia, que incansablemente buscaron los materiales que necesitaba, y a Karen Verde, que pulió el manuscrito final con mucho cuidado.
Dedico este libro a mi esposo, Carsten Bönnemann. Compartió mi entusiasmo por este proyecto desde el inicio y ha sido mi caja de resonancia en todo el proceso de escritura. Nunca se quejó de que el libro se comiera nuestro tiempo juntos, aunque eso ocurrió muchas veces que estuvimos juntos y mi mente se fue por otro camino, cuando una nueva oportunidad de enseñar a los estudiantes o de hablar ante audiencias en otros países sobre los argumentos centrales del libro me alejaron de él, o cuando, en sus etapas finales, inclusive nos acompañó a nuestras vacaciones de verano. Fue mi lector más crítico, quien hizo las preguntas más provocadoras y quien me impulsó a llevar mis argumentos hasta sus conclusiones lógicas, aun cuando eso suponía el riesgo de alienar a aliados o amigos potenciales. Lo más importante de todo, me recordó una y otra vez que había una vida más allá del libro. Danke.
[1] La figura del fideicomiso según se utiliza en los países de habla hispana es similar, pero tiene diferencias importantes con el trust del derecho anglosajón. N. del T.
[2] Por su uso corriente tanto en derecho como en economía usaremos la fórmula en inglés de ahora en adelante. N. del T.
I. El imperio de la ley
Parece una cabeza de elefante. Es la línea que representa la tasa de crecimiento y la cantidad de riqueza capturada por diferentes grupos de ingreso de todo el globo entre 1980 y 2017. Es muy apropiado que se le llame “la curva del elefante”.[1] La amplia frente contiene cincuenta por ciento de la población global; a lo largo de los últimos 35 años quienes la llenan han capturado un magro doce por ciento del crecimiento de la riqueza global. De la frente nace una curva que baja hacia la trompa y de ahí sube rápidamente hacia la punta, que se alza. La trompa es donde se ubica “el uno por ciento”; poseen 27 por ciento de la riqueza nueva, más del doble de lo que controla la gente agrupada en la frente del elefante. El valle entre la frente y la trompa es donde se ubican las familias de bajos ingresos de las economías de mercado de Occidente, el “apretado noventa por ciento de abajo” de esas economías.[2]
No debía haber sido así. Los años ochenta vieron una ola de reformas económicas y legales en los mercados desarrollados y emergentes por igual que priorizaron a los mercados sobre los gobiernos a la hora de distribuir los recursos económicos, en un proceso galvanizado por la desaparición del telón de acero y el colapso del socialismo.[3] La idea era crear las condiciones por las que todo mundo prosperaría. La iniciativa individual, protegida por derechos de propiedad claros y por un cumplimiento creíble de los contratos, aseguraría —o al menos eso se argumentaba— que los recursos escasos llegaran al dueño más eficiente y esto a su vez aumentaría el tamaño del pastel para beneficio de todos. Quizá la cancha no estaba nivelada, pero la idea prevaleciente era que, al liberar a los individuos de los grilletes de la tutela estatal, todos se beneficiarían eventualmente.
Treinta años después no estamos celebrando la prosperidad para todos, sino debatiendo si ya alcanzamos o todavía no niveles de desigualdad que no se habían visto desde antes de la Revolución francesa. Esto, además, está ocurriendo en países que se llaman democracias, con sus compromisos con el autogobierno basado en los mandatos mayoritarios, no de las élites. Es difícil reconciliar estas aspiraciones con niveles de desigualdad que tienen un regusto a Ancien Régime.
Obviamente no ha habido ninguna escasez de explicaciones. Los marxistas señalan la explotación del trabajo por parte de los capitalistas.[4] Los escépticos de la globalización sostienen que una excesiva globalización ha privado a los Estados del poder para redistribuir algo de las ganancias que los capitalistas logran a través de programas sociales o de una estructura de impuestos progresiva.[5] Finalmente, una nueva interpretación sostiene que en economías maduras el capital crece más rápido que el resto de la economía; quien haya amasado riqueza en el pasado, por tanto, la expandirá aún más en relación con los demás.[6] Éstas son explicaciones al menos parcialmente plausibles, pero no lidian con la pregunta fundamental sobre la génesis del capital:[7] ¿Cómo se crea la riqueza en primer lugar? Ligado a eso, ¿cómo es que el capital sobrevive muchas veces a los ciclos y crisis económicas que dejan a tantos a la deriva, privados de las ganancias que habían logrado antes?
La respuesta a estas preguntas, sugiero yo, está en el código legal del capital. Básicamente, el capital está hecho de dos ingredientes: un activo y el código legal. Uso el término “activo” en un sentido amplio para denotar cualquier objeto, derecho, habilidad o idea, sin importar su forma. En su apariencia sin adulterar estos simples activos son solamente eso: un poco de tierra, un edificio, una promesa de recibir pagos en una fecha futura, una idea para una nueva medicina o una línea de código digital. Con una codificación adecuada, cualquiera de estos activos puede convertirse en capital y, por tanto, aumentar su propensión a crear riqueza para su(s) tenedor(es).
El abanico de activos codificados en la ley ha cambiado con el tiempo y seguramente seguirá cambiando. En el pasado la tierra, las empresas, la deuda y el know how han sido codificados como capital y, como esta lista sugiere, la naturaleza de esos activos ha cambiado en el proceso. La tierra produce alimentos y ofrece un refugio aún sin un código legal, pero los instrumentos financieros y los derechos de propiedad intelectual existen solamente en la ley y los activos digitales en el código binario, y en ese caso el