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– ¡Victoriosos! – exclamó con desdén Doña Francisca. – Si pueden ellos más… Estos bravucones parece que se quieren comer el mundo, y en cuanto salen al mar parece que no tienen bastantes costillas para recibir los porrazos de los ingleses.
– ¡No! – dijo Medio-hombre enérgicamente y cerrando el puño con gesto amenazador. – ¡Si no fuera por sus muchas astucias y picardías!… Nosotros vamos siempre contra ellos con el alma a un largo, pues, con nobleza, bandera izada y manos limpias. El inglés no se larguea, y siempre ataca por sorpresa, buscando las aguas malas y las horas de cerrazón. Así fue la del Estrecho, que nos tienen que pagar. Nosotros navegábamos confiados, porque ni de perros herejes moros se teme la traición, cuantimás de un inglés que es civil y al modo de cristiano. Pero no: el que ataca a traición no es cristiano, sino un salteador de caminos. Figúrese usted, señora – añadió dirigiéndose a Doña Francisca para obtener su benevolencia, – que salimos de Cádiz para auxiliar a la escuadra francesa que se había refugiado en Algeciras, perseguida por los ingleses. Hace de esto cuatro años, y entavía tengo tal coraje que la sangre se me emborbota cuando lo recuerdo. Yo iba en el Real Carlos, de 112 cañones, que mandaba Ezguerra, y además llevábamos el San Hermenegildo, de 112 también; el San Fernando, el Argonauta, el San Agustín y la fragata Sabina. Unidos con la escuadra francesa, que tenía cuatro navíos, tres fragatas y un bergantín, salimos de Algeciras para Cádiz a las doce del día, y como el tiempo era flojo, nos anocheció más acá de punta Carnero. La noche estaba más negra que un barril de chapapote; pero como el tiempo era bueno, no nos importaba navegar a obscuras. Casi toda la tripulación dormía: me acuerdo que estaba yo en el castillo de proa hablando con mi primo Pepe Débora, que me contaba las perradas de su suegra, y desde allí vi las luces del San Hermenegildo, que navegaba a estribor como a tiro de cañón. Los demás barcos iban delante. Pusque lo que menos creíamos era que los casacones habían salido de Gibraltar tras de nosotros y nos daban caza. ¿Ni cómo los habíamos de ver, si tenían apagadas las luces y se nos acercaban sin que nos percatáramos de ello? De repente, y anque la noche estaba muy obscura, me pareció ver… yo siempre he tenido un farol como un lince… me pareció que un barco pasaba entre nosotros y el San Hermenegildo. «José Débora – dije a mi compañero; – o yo estoy viendo pantasmas, o tenemos un barco inglés por estribor».
José Débora miró y me dijo:
«Que el palo mayor se caiga por la fogonadura y me parta, si hay por estribor más barco que el San Hermenegildo.
– Pues por sí o por no – dije, – voy a avisarle al oficial que está de cuarto».
No había acabado de decirlo, cuando pataplús… sentimos el musiqueo de toda una andanada que nos soplaron por el costado. En un minuto la tripulación se levantó… cada uno a su puesto… ¡Qué batahola, señora Doña Francisca! Me alegrara de que usted lo hubiera visto para que supiera cómo son estas cosas. Todos jurábamos como demonios y pedíamos a Dios que nos pusiera un cañón en cada dedo para contestar al ataque. Ezguerra subió al alcázar y mandó disparar la andanada de estribor… ¡zapataplús! La andanada de estribor disparó en seguida, y al poco rato nos contestaron… Pero en aquella trapisonda no vimos que con el primer disparo nos habían soplado a bordo unas endiabladas materias comestibles (combustibles quería decir), que cayeron sobre el buque como si estuviera lloviendo fuego. Al ver que ardía nuestro navío, se nos redobló la rabia y cargamos de nuevo la andanada, y otra, y otra. ¡Ah, señora Doña Francisca! ¡Bonito se puso aquello!… Nuestro comandante mandó meter sobre estribor para atacar al abordaje al buque enemigo. Aquí te quiero ver… Yo estaba en mis glorias… En un guiñar del ojo preparamos las hachas y picas para el abordaje… el barco enemigo se nos venía encima, lo cual me encabrilló (me alegró) el alma, porque así nos enredaríamos más pronto… Mete, mete a estribor… ¡qué julepe! Principiaba a amanecer: ya los penoles se besaban; ya estaban dispuestos los grupos, cuando oímos juramentos españoles a bordo del buque enemigo. Entonces nos quedamos todos tiesos de espanto, porque vimos que el barco con que nos batíamos era el mismo San Hermenegildo.
– Eso sí que estuvo bueno – dijo Doña Francisca mostrando algún interés en la narración. – ¿Y cómo fueron tan burros que uno y otro…?
– Diré a usted: no tuvimos tiempo de andar con palabreo. El fuego del Real Carlos se pasó al San Hermenegildo, y entonces… ¡Virgen del Carmen, la que se armó! ¡A las lanchas!, gritaron muchos. El fuego estaba ya ras con ras con la Santa Bárbara, y esta señora no se anda con bromas… Nosotros jurábamos, gritábamos insultando a Dios, a la Virgen y a todos los santos, porque así parece que se desahoga uno cuando está lleno de coraje hasta la escotilla.
– ¡Jesús, María y José!, ¡qué horror! – exclamó mi ama. – ¿Y se salvaron?
– Nos salvamos cuarenta en la falúa y seis o siete en el chinchorro: éstos recogieron al segundo del San Hermenegildo. José Débora se aferró a un pedazo de palo y arribó más muerto que vivo a las playas de Marruecos.
– ¿Y los demás?
– Los demás… la mar es grande y en ella cabe mucha gente. Dos mil hombres apagaron fuegos aquel día, entre ellos nuestro comandante Ezguerra, y Emparán el del otro barco.
– Válgame Dios – dijo Doña Francisca. – Aunque bien empleado les está, por andarse en esos juegos. Si se estuvieran quietecitos en sus casas como Dios manda…
– Pues la causa de este desastre – dijo Don Alonso, que gustaba de interesar a su mujer en tan dramáticos sucesos, – fue la siguiente. Los ingleses, validos de la obscuridad de la noche, dispusieron que el navío Soberbio, el más ligero de los que traían, apagara sus luces y se colocara entre nuestros dos hermosos barcos. Así lo hizo: disparó sus dos andanadas, puso su aparejo en facha con mucha presteza, orzando al mismo tiempo para librarse de la contestación. El Real Carlos y el San Hermenegildo, viéndose atacados inesperadamente, hicieron fuego; pero se estuvieron batiendo el uno contra el otro, hasta que cerca del amanecer y estando a punto de abordarse, se reconocieron y ocurrió lo que tan detalladamente te ha contado Marcial.
– ¡Oh!, ¡y qué bien os la jugaron! – dijo la dama. – Estuvo bueno, aunque eso no es de gente noble.
– Qué ha de ser – añadió Medio-hombre. – Entonces yo no los quería bien; pero dende esa noche… Si están ellos en el Cielo, no quiero ir al Cielo, manque me condene para toda la enternidad…
– ¿Pues y la captura de las cuatro fragatas que venían del Río de la Plata? – dijo D. Alonso animando a Marcial para que continuara sus narraciones.
– También en esa me encontré – contestó el marino, – y allí me dejaron sin pierna. También entonces nos cogieron desprevenidos, y como estábamos en tiempo de paz, navegábamos muy tranquilos, contando ya las horas que nos faltaban para llegar, cuando de pronto… Le diré a usted cómo fue, señora Doña Francisca, para que vea las mañas de esa gente. Después de lo del Estrecho, me embarqué en la Fama para Montevideo, y ya hacía mucho tiempo que estábamos allí, cuando el jefe de la escuadra recibió orden de traer a España los caudales de Lima y Buenos Aires. El viaje fue muy bueno, y no tuvimos más percance que unas calenturillas, que no mataron ni tanto así de hombre… Traíamos mucho dinero del Rey y de particulares, y también lo que llamamos la caja de soldadas, que son los ahorrillos de la tropa que sirve en las Américas. Por junto, si no me engaño, eran cosa de cinco millones de pesos, como quien no dice nada, y además traíamos pieles de lobo, lana de vicuña, cascarilla, barras de estaño y cobre y maderas finas… Pues, señor, después de cincuenta días de navegación, el 5 de Octubre, vimos tierra, y ya contábamos entrar en Cádiz al día siguiente, cuando cátate que hacia el Nordeste se nos presentan