Lazaro. Jacinto Octavio Picón Bouchet

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Lazaro - Jacinto Octavio Picón Bouchet

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podían gozarse en el Palacio Episcopal, siendo tratado como convenía a su parentesco con el reverendo prelado. Diéronle un cuarto que, aunque no bueno, era de lo mejor que había en el edificio; tenía unas cuatro varas en cuadro, blanqueados los muros, la cama hecha con colchones de vieja y apelotonada lana, y las sábanas más ásperas que cutis de setentona. Le pusieron a la cabecera del lecho la imagen de un santo difícil de identificar, pero santo al fin, y al lado de una gran ventana, que se abría sobre el ancho panorama del campo, colocaron una mesa cargada de libros, y un tintero de cobre. Por deferencia a Su Ilustrísima, le sirvieron de maestros los más instruidos canónigos del cabildo. Puso él de su parte cuanto pudo; ayudó en gran manera su clara inteligencia, y pocos meses después empezaba su imaginación a adivinar nuevos horizontes, llenos de promesas gloriosas, en la senda a que se le destinaba. Los libros que leía, las lecciones que escuchaba, dejaban en su espíritu profunda huella; y el pobre muchacho, traído del campo hasta la morada del obispo, trasladado de pronto desde la libre existencia de los prados y montes al severo recinto por donde vagaban, como espectros atezados, los familiares de su tío; obligado a cambiar de género de vida, rodeado siempre de rostros en que parecía delito la sonrisa, sin nadie a quien poder trasmitir las primeras impresiones que, como bandada de pájaros no avezados al vuelo, se alzaban en su alma, fue poco a poco haciéndose reservado y triste; sintió anublado su espíritu por las sombras que la soledad engendra, y sólo halló para sus cavilaciones puerto de refugio en la esperanza del porvenir. Aquellos libros que le obligaban a estudiar, y aquellos hombres que había de tratar por fuerza, le pintaban el mundo como una sola jornada de la vida humana, como una prueba para el temple del alma; la tierra como valle de lágrimas, en que son mentira los aromas del campo y las alegrías del corazón. – Aquí abajo – le dijeron – todo es falso, impuro y deleznable. Las dichas terrenales son cantos de sirena, que arrastran al mal; cuanto se sufre y se padece son méritos que en el mundo se hacen para que sean premiados arriba, y en este breve tránsito, donde los pies se hieren en los guijarros de todos los caminos, debe la esperanza refugiarse en los cielos, que allí aguardan al alma la inmortalidad y a la virtud el premio de sus luchas. Pero fuera de esa esperanza y de lo que ha de hacerse por mirarla cumplida, en el mundo no hay nada; fuera del mal, la tentación y el error, todo es mentira. El desprecio de la Naturaleza y del hombre es la ley suprema de la conciencia; la contemplación de lo divino el solo cuidado del entendimiento; la fe en Dios o la confianza en los que le representan, la única luz que alumbra la pasajera pero densa tiniebla de la vida.

      De esa idea del mal difundido en el mundo como el aire en los espacios, y de esa esperanza del bien puesto tras la existencia como la luz del día tras la oscuridad de la noche, nacían el horror a lo terrenal y humano, brotando la conmiseración y la piedad hacia los que sufren y padecen. De ahí toda la vida de la religión, toda la esencia de sus doctrinas, toda la fuerza de sus dogmas, toda su idea del universo mundo.

      Sobre cuanto existe, Dios, fuente inagotable de dulzuras eternas, fuerza en constante trabajo, que jamás disminuye ni merma, causa insondable, secreto impenetrable; misterio tanto más grande, cuanto mayor sea la inteligencia humana. Luego, en la tierra, colocado entre las amargas olas de los mares y las punzantes malezas de los campos, el hombre, sintiendo siempre sobre la cabeza el perdurable martirio de la duda, y bajo sus pies un erial rebelde al trabajo, manchado y envilecido por el primer pecado. Pero entre Dios y el hombre, como eslabón que une el bien al mal teniéndolos distantes, la religión, manto de la deidad suprema en cuyos pliegues se cobija la humanidad, al modo que entre las anchas ramas de la encina se guarecen los gusanillos de la selva. Y, por fin, como última consecuencia de este sistema, postrer hijuela de esta concepción del universo, el hombre de Dios, el sacerdote que tiene por misión tender la mano al que vacila, sostener al que cae, infundir fe al que duda, perdonar al que peca, defender al que sufre, sojuzgar al altivo, y abriendo a todos los brazos con amor, decir cómo el Hijo del Hombre: «Amáoslos unos a los otros; practicad la virtud, y lo demás os será dado con exceso.»

      Esto enseñaban a Lázaro, y así lo admitía él.

      – Sí, – se decía; – Dios y el hombre.... El cielo y la tierra.... El bien y el mal.... Entre ambos la religión, el sacerdote, el soldado de las grandes peleas, el profeta que anuncia la aurora del porvenir, el eterno apóstol que, repitiendo la frase de San Pablo, dice a todos los pueblos de la tierra: «Hermanos, sois llamados a la libertad.»

      Como el áspero mármol que la mano del artista desbasta, esculpe y modela haciendo surgir de la brutal materia la forma encantadora, fue Lázaro trasformándose por el estudio, abriendo cada día con mayor avidez los ojos a la luz de la fe, sintiendo penetrar dulcemente en su alma un algo indefinible que caía sobre su corazón como el rocío del cielo sobre el brote de la planta.

      Bien veía o creía ver algunas veces cierta disparidad entre lo que sentía y lo que le rodeaba; pero no se paraba a aquilatar las cosas muy despacio, embebecida su inteligencia en las novedades que a su entendimiento se ofrecían. La transición de las costumbres campesinas al refinamiento mental de su presente vida, era demasiado inopinada y brusca para que dejara de parar mientes en ella.

      Además pronto se dio cuenta de que no eran pocos los sagrados textos que parecían olvidados en derredor de Su Ilustrísima. Preceptos más sanos que aire de monte quedaban sin cumplimiento, o se obedecían por pura fórmula a veces y otras había manifiesta oposición entre lo mandado por autoridades de continuo invocadas, y lo que en la morada episcopal se practicaba.

      Por de pronto, el Rdo. Antolín, si no era rico, no daba muestras de aborrecer la riqueza: su pobreza tenía algo de problemática. Sin contar las mesadas que del Estado cobraba, las ricas vestiduras de que estaban atestados sus cajones, y los vaso y alhajas de metales preciosos, las gentes señalaban en los alrededores de la ciudad alguna finca, escondida entre macizos de árboles, donde Su Ilustrísima podía, como en cosa propia, hacer lo que mejor le pareciese.

      Lázaro observaba que la caridad cristiana aparece en los Evangelios muy diferente, de la que se ejercía en torno suyo, que no eran siempre la humildad y la mansedumbre los móviles de los amigos íntimos del obispo, y que algunas veces se vela asomar cobardemente a los labios de los familiares cierta sonrisa reveladora de hipocresía y envidia.

      La facilidad con que se recibía en aquella santa morada cuanto dinero daban para limosnas los caritativos fieles, se trocaba en formalidades y retrasos cuando las monedas habían de pasar a la faltriquera de los pobres, pareciendo aquello despacho de banquero donde se toma sin vacilar el oro ajeno y en donde todo son al devolverlo garantías, molestias y dilaciones. Nada oyó el futuro sacerdote en desdoro de su tío; pero, con frecuencia, las gentes que cruzaban las antesalas y corredores del palacio no parecían salir completamente satisfechas de la entrevista con el Prelado: y era lo extraño que si nunca se retiraban descontentos la dama encopetada o el canónigo influyente, solía verse descorazonado y abatido al pobre párroco de aldea o al cura de misa y olla cuyos grasientos y raídos manteos pregonaban descaradamente la miseria. Jamás notó Lázaro cosa que disonara en el tranquilo concierto de aquella existencia casi monacal, donde todo estaba dispuesto y regulado de antemano, como en ceremonia palaciega; pero semejante al sordo ruido de vientos lejanos, creyó escuchar algunos días el rumor de murmuraciones engendradas en las porterías, robustecidas en las antecámaras y detenidas por el miedo ante las puertas del despacho donde trabajaba el bueno del obispo.

      Levantábase Lázaro a la hora del alba, oía una misa, tomaba chocolate, y ayudaba en algo a su anciano tío. No tenía otra cosa que hacer hasta la comida, que se hacía siempre a la una, con puntualidad cronométrica.

      Lázaro se quedó ensimismado y pensativo en más de una ocasión, reflexionando lo distintas que eran las privaciones que imaginó sufrir y la regalada vida que le daban. Todo aquello de comer como los anacoretas yerbas salvajes o salta-montes del campo, era, por lo visto, pura fábula, tradición olvidada. Al presente, y gracias a un cocinero lleno de buenas cualidades, en la mesa de Su Ilustrísima hubiera podido darse por alegre y satisfecho el más descontentadizo; en todo lo que a la culinaria se refiere, era el obispo ardiente partidario del progreso. Tratábase a cuerpo de rey constitucional;

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