La familia de León Roch. Benito Pérez Galdós
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¿Quién no conoce a D. Joaquín Onésimo, ese fanal luminoso de la Administración, que está encendido en todas las situaciones, iluminando con sus rayos a una pléyade de Onésimos que en diversos puestos del Estado consumen medio presupuesto? Alguien dijo que los Onésimos no eran una familia, sino una epidemia; pero no puede dudarse ¡cielos!, que si esa luminaria se apagase quedarían a oscuras los ámbitos de la buena administración, y reducidos a revuelto caos el orden, las instituciones y la sociedad toda.
El tercer ángulo de este triángulo lo formaba un acicalado y muy bien parecido joven, en cuyo semblante pálido y linfático parecían extinguidas prematuramente la frescura y la energía propias de sus treinta y dos años. Eran sus maneras perezosas y su aspecto de fatiga y agotamiento, como es común en los que han derrochado la riqueza moral en la mala política, la intelectual en el periodismo de pandilla, y la física en el vicio. Este tipo esencialmente español y matritense, nocturno, calenturiento, extenuado, personificación de esa fiebre nacional que se manifiesta devorante y abrasadora en las redacciones trasnochantes, en los casinos que sólo apagan sus luces al salir el sol, en las tertulias crepusculares y en los mentideros que perpetuamente funcionan en pasillos de teatro, rincones de café o despachos de Ministerio, parecía muy fuera de su lugar propio en aquel ambiente puro y luminoso, a la sombra de gigantescos árboles. Se podría creer que le causaba molestia hallarse lejos de sus antros de corrupción y malevolencia, y que para las esplendentes gracias de la Naturaleza no había en su corazón un latido, ni una mirada en sus turbios ojos sin viveza, de párpados turgentes, embolsados y rojos por el hábito del insomnio.
Federico Cimarra, que era el joven, don Joaquín Onésimo (a quien se creía próximo a llamarse marqués de Onésimo) y D. Pedro Fúcar, marqués de Casa-Fúcar, luego que midieron dos o tres veces la alameda, se sentaron.
Capítulo III. Donde el lector verá con gusto los panegíricos que los españoles hacen de sus compatriotas y de su país
– Ya es evidente que León se casa con la hija del marqués de Tellería – dijo Federico Cimarra. – No es gran partido, porque el marqués está más tronado que los cómicos en Cuaresma.
– Ya sólo le queda la casa de la calle de Hortaleza – apuntó Fúcar con indiferencia. – Es buena finca, construida en tiempos del marqués de Pontejos… Al fin se quedará también sin ella. Dicen que en esa familia todos, desde el marqués hasta Polito, tienen la cabeza a pájaros.
– ¿Pero no le queda a Tellería más que la casa? – preguntó el hombre de Administración con curiosidad que parecía el afán celoso del Fisco buscando la materia imponible.
– Nada más – repitió el de Fúcar, demostrando conocer a fondo el asunto. – Las tierras de Piedrabuena han sido vendidas en subasta judicial hace dos meses. Con las casas y la fábrica de Nules se quedó mi cuñado en Febrero último. En fondos públicos no debe de tener nada. Me consta que en Junio tomó dinero al 20 por 100 con no sé qué garantía… En fin, otra torre por los suelos.
– Y esa casa fue poderosa – dijo Onésimo. – Yo le oí contar a mi padre que en el siglo pasado estos Tellerías ponían la ley a toda Extremadura. Era la segunda casa en ganados. Tuvieron medio siglo las alcabalas de Badajoz.
Federico Cimarra se puso en pie frente a los otros dos, y abriendo las piernas en forma de compás, empezó a hacer el molinete con su bastón.
– Es increíble – dijo sonriendo – la calaverada que va a hacer ese pobre León… Cuidado que yo le quiero… Es mi amigo… ¿Pero quién se atreve a contradecirle? Váyase usted a argumentar con estas cabezas de piedra que se llaman matemáticos. ¿Han conocido ustedes un solo sabio que tenga sentido común?
– Ninguno, ninguno – exclamó el marqués de Fúcar riendo a borbotones, que era su especial manera de reír. – ¿Y es cierto lo que me han dicho?… ¿que la chica es algo mojigata? Sería cosa muy bufa a un libre-pensador de mares altos pescado con anzuelito de padrenuestros y avemarías.
– No sé si es mojigata; pero sí sé que es muy bonita – afirmó Cimarra paladeando. – Pase lo de santurrona por lo que tiene de barbiana… Pero su carácter no está formado… es una chiquilla, y después que está enamorada no piensa en santidades. La que me parece en camino de ser verdadera beata es la marquesa, que no podrá eludir la ley por la cual una juventud divertida viene a parar en vejez devota. ¡Qué desmejorada está la marquesa! La vi la semana pasada en Ugoibea y me pareció una ruina, una completa ruina. En cambio, María está hecha una diosa… ¡Qué cabeza!… ¡qué aire y qué trapío!
En el lenguaje de Cimarra se mezclaban siempre a la fraseología usual de la gente discreta los términos más comunes de la germanía moderna.
– Eso sí – dijo el marqués de Fúcar con expresión y sonrisa de sátiro. – María Sudre vale cualquier cosa… Yo creo que el matemático ha perdido la chaveta y se ha dejado enloquecer por aquellos ojos de fuego. Esa chiquilla no me gustaría para esposa… Hermosura superior, fantasía, tendencia al romanticismo, un carácter escondido, algo que no se ve… en fin, no me gusta, no me gusta.
– ¡Caramba! – exclamó el hombre de administración dándose una palmada en la propia rodilla. – Todo menos hablar mal de María Sudre. La conozco… es un portento de bondad… es lo mejor de la familia.
– Hombre – dijo el marqués de Fúcar descuadernando su cara en una risa homérica. – La familia es la familia de tontos más completa que conozco, sin exceptuar al mismo Gustavo, que pasa por un prodigio.
– ¡Ah!, no, la chica vale, vale – afirmó Onésimo. – No diré lo mismo de León. Es un sabio de nuevo cuño, uno de estos productos de la Universidad, del Ateneo y de la Escuela de Minas, que maldito si me inspiran confianza. Mucha ciencia alemana, que el demonio que la entienda; mucha teoría oscura y palabrejas ridículas; mucho aire de despreciarnos a todos los españoles como a un hatajo de ignorantes; mucho orgullo, y luego el tufillo de descreimiento, que es lo que más me carga. Yo no soy de esos que se llaman católicos y admiten teorías contrarías al catolicismo; yo soy católico, católico.
Se dio dos palmadas en el pecho.
– Hombre, sea usted todo lo católico que quiera – dijo Fúcar, riendo con menos estrépito, o si se quiere con cierta tendencia a la seriedad. – Todos somos católicos… Pero no exageremos… ¡Oh!, la exageración es lo que mata todo en este país. Dejemos a un lado las creencias, que son muy respetables, pero muy respetables. Lo que digo es que León es un hombre de mucho, de muchísimo mérito. Es lo mejor que ha salido de la Escuela de Minas desde que existe. Su colosal talento no conoce dificultades en ningún estudio, y lo mismo es geólogo que botánico. Según dicen, todos los adelantos de la Historia Natural le son familiares, y es un astrónomo de primera fuerza.
– ¡Oh!, León Roch – exclamó Cimarra con el tono de hinchazón protectora que toma la ignorancia cuando no tiene más remedio que hacer justicia a la sabiduría, – vale mucho. Es de lo poco bueno que tenemos en España. Somos amigos, estuvimos juntos en el colegio. Verdad es que en el colegio no se distinguía; pero después…
– No me entra, repito que no me entra; no le puedo pasar… – dijo Onésimo como quien se niega a tomar una pócima amarga.
– Mire usted, amigo Onésimo – indicó el marqués en tono solemne, – no hay que exagerar… La exageración es el principal mal de este país… Eso de que porque seamos católicos condenemos a todos los hombres que cultivan las ciencias naturales, sin darse golpes de pecho, y se desvían… Yo concedo que se desvíen un poco, mucho quizás, de las vías católicas… Pero ¿qué me importa?