Dulce y sabrosa. Jacinto Octavio Picón Bouchet
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Mientras ella despachaba sellos y cigarros, su tía permanecía junto al mostrador, en invierno haciendo calceta con el gato en la falda y puestos los pies en la tarima del brasero; en verano dormitando o abanicándose, y en todo tiempo celosa de que ningún comprador sostuviera conversación larga o palique peligroso con la chica, que ya exigía aquella vigilancia, porque según se iba desarrollando, aumentaba el número de los que la echaban chicoleos y flores, no siempre de aroma muy puro. Así llegó a tener fama de bonita, sin que nadie pudiera jactarse de haber conseguido de ella una mirada cariñosa.
Era lista y comprendía perfectamente, de un lado, que no le convenía incurrir en el desagrado de sus tíos ni desacreditarse a fuerza de coqueteos; y de otro, que no podía encontrar con facilidad, entre los hombres que frecuentaban el estanco, quien honrosamente mejorase su suerte. No le gustaban los jornaleros, y con instinto superior a sus años, adivinaba que los señoritos eran peligrosos.
Como crecida a puerta de calle, sabía mucho más de lo que debe ignorar la pureza; pero esto que, a ser ella tonta, hubiera constituido un escollo, dado su natural despejo se trocaba en ventaja. Las doncellas ricas que despiertan a la vida entre muebles lujosos y en casas suntuosas, conocen las sirtes donde naufraga la virtud por la torpe murmuración de las visitas y el grosero lenguaje de ayas y criadas; pero lo inmoral y pecaminoso llega a su entendimiento desfigurado, incompleto y hasta poetizado con cierto aroma de encanto prohibido que acrecienta el peligro. En cambio, las pobres como Cristeta, desde pequeñas se codean simultáneamente con lo vedado y lo lícito, aprenden a defenderse por sí mismas, se acorazan contra los hombres, y con perfecto conocimiento de causa se esfuerzan en conservar lo que tanto les importa no perder.
Cristeta vendía con amabilidad, sin hablar más de lo necesario; y en cuanto despachaba lo que le pedían, se ponía a leer, apoyada de codos en el mostrador, siendo su lectura favorita la de dramas y comedias.
Apenas se estrenaba en cualquier teatro una obra, ya la tenía entre las manos: y como los ejemplares cuestan dinero y ella no lo gastaba, claro está que alguien se los prestaba.
Sus tíos eran muy cariñosos, pero no podían vigilarla con igual interés que lo hubieran hecho sus padres, así que le dejaban leer cuanto quería; de modo que, a fuerza de devorar escenas de apasionamientos románticos y exageraciones realistas, llegó la chica a saber, teóricamente, mil cosas de amor que fueron aleccionándola en tan peligrosa y dulce enseñanza. Pero ¿quién proveía a Cristeta de dramas y comedias?
En el piso principal de la misma casa del estanco vivía un editor, quien, por ser pequeña su habitación, tenía arrendado en la planta baja un cuarto, convertido en almacén de las obras que administraba. Cristeta escogía cuidadosamente los puros que el editor fumaba, daba a sus dependientes las cajetillas más gruesas, y, a cambio de esta amabilidad, ellos le prestaban cuantos libros pedía. Además, el cuarto – almacén tenía la entrada por un patio, que era de los estanqueros, y éstos cuidaban de que sólo entrasen allí los dependientes del editor, con lo cual él, seguro de robos, pagaba la custodia con billetes de favor para los teatros, a que de ese modo asistía Cristeta gratis y a menudo.
Por último, los dependientes, que frecuentaban el estanco, habían puesto a Cristeta al corriente de quiénes eran los autores de las más de las obras que tenía leídas: así que la chica, merced a lo céntrico del sitio y a la mucha gente que allí entraba, llegó a conocer de vista y por sus nombres a casi todos los actores y poetas dramáticos y cómicos de Madrid.
Entre semejantes lecturas y el roce de tales parroquianos, Cristeta fue cobrando desmesurada afición al teatro. Aquella mujercita sería, hasta parecer esquiva con la generalidad de los compradores, reservaba las sonrisas y el agrado para los escritores y cómicos, a quienes en el fondo de su imaginación no veía según la realidad, sino que pensaba en ellos como en seres superiores, de cuyos cerebros surgían y en cuyos labios tomaban vida todos los lances, intrigas, amores y aventuras que le encantaban el ánimo.
Su fantasía transfiguraba y ennoblecía a los autores de los versos que se sabía de memoria. En vano le decían, por ejemplo, mostrándole un poeta sucio, grosero y malhablado: «Ése es quien ha escrito La vida por el amor». Ella en seguida le confundía con su obra, le limpiaba con la poesía de sus propias frases, acabando por figurárselo y verlo, no tal cual era, sino ennoblecido, pulcro y elegante. Venía al estanco un comicastro, injerto en payaso, rodeado de amigos tabernarios; pedía entre ternos y tacos una cajetilla de las más baratas, pagaba mostrando puercas las manos, sebosa la ropa, y apenas Cristeta le servía y veía marchar, ya no era su figura real la que conservaba en la imaginación, sino la de algún apuesto y enamorado caballero que le vio representar en las tablas.
Pero estas pequeñas emociones nada eran ni valían comparadas con su alegría cuando el editor, por tener propicios a los estanqueros, les enviaba un par de butacas de tifus en las últimas filas de cualquier teatro que andaba mal. Entonces Cristeta se vestía y emperejilaba, cepillaba cuidadosamente a su tío la americana o ayudaba a su tía a ponerse la mantilla, y con el que había de acompañarla partía gozosa, siendo completa su satisfacción la noche que, durante algún entreacto, la saludaba familiarmente cualquier poeta ramplón o se le acercaba un actor, por malo que fuese, a echarle cuatro requiebros.
En medio del contento que Cristeta experimentaba viendo así halagados sus gustos, aún le quedaba una gran curiosidad por satisfacer. Conocía a muchos actores y poetas, músicos y danzantes, pero nunca había hablado con una cómica, dama joven o graciosa, ni siquiera característica, a quienes ella se fingía poco menos que como criaturas extraordinarias, completamente felices, que no tenían tiempo de sufrir ni padecer, perpetuamente ocupadas en ser grandes señoras, reinas y hasta diosas, cuya misión única en el mundo consistía en escuchar frases bonitas y estar preparadas para raptos de esos que, según los casos, terminan en muerte violenta, o boda y perdón de padre bondadoso.
Para Cristeta una actriz era una mujer que nunca deja de tener a sus pies un hombre arrodillado, y en su camarín un mueble lleno de doblas con que pagar albricias por los mensajes de amor. Ignoraba que muchas veces la que en las tablas hace de princesa es en su casa criada de sí misma. Por fin llegó un día en que vio de cerca a una cómica, y no de las que andan de pueblo en pueblo trabajando a partido, sino de las que triunfan en Madrid y pagan a su modista cuentas que importan miles de pesetas.
Había entrado un poeta en el estanco, le vio la comedianta, que en aquel momento pasaba por la calle, y, deseando hacerle algunas preguntas, entró tras él. La conversación que sostuvieron fue larga, y mientras duró pudo Cristeta contemplar a su sabor la elegantísima figura de aquella mujer a quien tantas veces había visto en la escena. Llevaba un primoroso traje negro con lunares blancos, el cuerpo del vestido cortado con tal arte que, sin formar la más leve arruga, dibujaba un busto de hermosas líneas; iba coquetamente calzada y sobre sus guantes grises, muy altos, brillaban tres o cuatro aros de plata y de oro. El sombrero era de ala ancha y estaba guarnecido con una pluma grande y rizada. Sus ademanes eran vivos, se movía mucho y jugueteaba rápidamente con el mango de la sombrilla; su voz, aunque dulce, denotaba carácter hecho a dominar y vencer.
Cristeta, mirándola y remirándola, se anegaba en la admiración que sentía: hasta llegó a forjarse la ilusión de ser ella misma