La horda. Ibanez Vicente Blasco

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La horda - Ibanez Vicente  Blasco

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ellos, hablándoles con el descuido que da la ausencia de todo peligro. Luego, sus tertulias en la cervecería eran una prolongación del chismorreo femenino, mencionándose por todos ellos los defectos ocultos de las damas más famosas, con una delectación hostil, como si les complaciese las debilidades y miserias de un sexo enemigo.

      Todos eran refinados, sutiles, enemigos de la vil materia, de la prosa de la vida y de las violentas emociones. Publicaban volúmenes de poesías, con más páginas en blanco que impresas. Cada grupito de versos iba envuelto en varias hojas vírgenes, como flor de invernadero que podía morir apenas la tocase el viento de la calle. Abominaban de la impiedad de las masas, de todas las realidades de la vida vulgar; se decían católicos, anarquistas y aristócratas al mismo tiempo; no pensaban gran cosa en la religión, pero hablaban, con los ojos en blanco, de la dulzura del pecado monstruoso y de la voluptuosidad del arrepentimiento, seguido de la reincidencia. Encontraban un fondo de distinción en la vieja liturgia de la Iglesia, y titulaban sus poesías microscópicas Salmos, Letanías o Novenarios.

      Otros escribían comedias de sátira contra las costumbres de la aristocracia, que eran las suyas: obras teatrales en las que colaboraba el modisto con el poeta, y no había gran toilette que no tuviese su amor con un frac, que jamás era el del esposo. «Hay que flagelar», gritaban con expresión terrible.

      Y Maltrana pensaba sonriendo:

      «Está bien. ¿Y a éstos quién los flagela?..»

      De vez en cuando se ingerían en la reunión ciertos hombres de aspecto bestial y groseros modales, que les tuteaban, tratándolos con la superioridad despectiva del macho fuerte. Eran toreros fracasados, antiguos guardias civiles, mozos de tranvía, que vestían como señoritos y se mostraban contentos de su vida de holganza. Algunos hablaban de su mujer y sus hijos, y atusándose el pelo, justificaban con el amor a la familia lo extraordinario de sus ocupaciones.

      – Hay que ayudarse con algo. Los tiempos están malos y cada uno se agarra a lo que puede.

      Uno de los jóvenes, el marqués que había encontrado a Maltrana cierto parecido con Beethoven, acosábalo con su pegajosa amistad. Le pagaba los bocks, le había regalado varias corbatas, se sentaba a su lado, fijando en su rostro de morena fealdad unas pupilas glaucas iluminadas por extraño fuego.

      Iba completamente afeitado. Según los maldicientes de la tertulia, se había cortado el bigote, enviándolo bajo sobre, en un arrebato de nostalgia, a cierto pintor con el que había vivido en París, un artista malfamado y simbolista, que representaba sus concepciones por medio de efebos desnudos de femenil musculatura.

      Maltrana, una tarde en que los dos estaban solos en la cervecería, echó su silla atrás, sintiendo impulsos de cerrar de una bofetada aquellos ojos claruchos fijos en él cínicamente. Una mano ágil, de femenina suavidad, había trotado sobre sus piernas por debajo de la mesa.

      – Pero tú – exclamó indignado – no eres escritor, ni poeta, ni nada. Tú eres un…

      Y soltó la palabra brutal y callejera. Pero el otro, sin desconcertarse, sin dejar de acariciarlo con los ojos, contestó con suave desmayo:

      – No seas ordinario; no digas esas cosas… Llámame alma iniciada.

      III

      Huyó Maltrana de tales… almas, no volviendo más a la cervecería.

      Cansado de tertulias estériles y acosado por la necesidad, tuvo que pensar en la conquista del pan. Nada le restaba de la herencia de su protectora.

      Sus amigos no le vieron ya mas que en el Ateneo leyendo revistas, o en la Biblioteca Nacional rebuscando datos para ciertos eruditos y académicos, que le daban por este trabajo una exigua retribución. De vez en cuando, algún amigo le pasaba un libro para traducir, quedándose con la mitad del precio. Además, escribía artículos para un semanario social, a razón de diez céntimos la cuartilla, que luego firmaba el director, dando así práctico ejemplo de que la propiedad no es sagrada, ni mucho menos.

      Isidro, después de rodar de una a otra casa de huéspedes, salvando los restos de su biblioteca de las patronas que le perseguían por irregularidades en el pago, tuvo que subir la pendiente de los Cuatro Caminos y refugiarse en la calle de los Artistas, pidiendo asilo al señor José. De este barrio de miseria le había arrancado la caridad de la buena señora, y a él tornaba más infeliz y desarmado para la batalla de la vida que las rudas gentes condenadas a la pena del trabajo corporal.

      Vivió desde entonces con su padrastro y su hermano Pepín, que trabajaba en las obras como aprendiz. Su nueva existencia le puso en contacto con los parientes de su madre.

      Tenía ésta dos hermanos, antiguos traperos de Bellasvistas, que habían acabado por establecerse en el Rastro. Uno colocaba su puesto en la Ribera de Curtidores, dedicándose a la especialidad de armas y viejos instrumentos de música, que arreglaba con maestría extraordinaria. Otro era el grande hombre de la familia; todos hablaban de él con respeto, a causa de su riqueza. Había hecho buenos negocios; apenas sabía pintar su firma, pero las echaba de anticuario, y tenía su tienda en el patio de las Américas viejas.

      Los dos conocían vagamente a su sobrino Maltrana, por haber llegado hasta ellos su fama de sabio. Además, la esperanza de que pudiese heredar a su protectora les inspiraba gran consideración. La primera vez que se presentó a ellos con su madre acogiéronle con grandes agasajos. Después, al volver solo, aún le recibieron con cierto afecto, creyéndolo poseedor de la herencia y en camino de ser un personaje que extendería su protección sobre toda la familia. Pero viéndole en cada visita con un aspecto de miseria creciente, los codos y las rodillas del traje brillantes por el uso, y las botas torcidas, acabaron por hablarle con frialdad y visible recelo.

      «Estos temen que les suelte algún sablazo», se dijo Maltrana.

      Y como vivía al otro extremo de Madrid, dejó de visitar a sus parientes del Rastro.

      En el barrio de las Carolinas, más allá de Tetuán, albergue de las gentes de la busca, tenía a su abuela, la señora Eusebia, conocida por la Mariposa, una de las traperas más antiguas.

      Maltrana iba a verla en su casucha de ladrillos, que pasaba por ser el mejor edificio del barrio, y eso que el joven podía tocar con las manos su alero de tejas viejas.

      En el corral, delante de la casa, roncaban tres cerdos negros y enjutos, hociqueando la basura. Las gallinas picoteaban en medio tonel lleno de garbanzos deshechos, judías despanzurradas y huesos de aceituna, todo formando un plasma repugnante. Eran residuos de comida recogidos en las casas; los restos de los pucheros que nutrían a Madrid.

      La vieja le saludaba con cariño y respeto, viendo en él la gloria de la familia. Sus ojos lacrimosos y enrojecidos le miraban acariciadores, pero al mismo tiempo no se atrevía a tenderle los brazos, a poner en él sus manos negras y huesosas, con los dedos cargados de sortijas de latón. Su nariz de bruja y su barbilla saliente asomaban bajo un pañuelo rojo que la oprimía las sienes. Un trozo de mantón sujeto al talle con una cuerda servíale de corsé y de faja. El jubón era de seda negra, quemada por el tiempo, y se abría por todos lados, mostrando, al través de la urdimbre, en unas partes la camisa de blancura amarillenta, en otras la amojamada carne de un tono verdoso de bronce oxidado. Calzaba pantuflas de distinto tamaño y color, una roja y otra azul, adquiridas al azar de la busca. La falda estaba matizada de grandes remiendos, pero bajo estos andrajos superpuestos aún se revelaba en varios sitios el bordado del primitivo terciopelo.

      Maltrana veía con amarga conmiseración los ojillos pitañosos de la vieja, su boca sumida en una aureola de arrugas, moviéndose al hablar con gestos cabríos, las mejillas resinosas de suciedad,

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