La horda. Ibanez Vicente Blasco
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La horda - Ibanez Vicente Blasco страница 6
– ¿Quién puede dudarlo? – exclamó Maltrana con tono zumbón – . Por algo te llamo Zaratustra. Tú eres el solitario de Bellasvistas, el gran filósofo de los Cuatro Caminos, el sabio de la busca, el más profundo de los traperos que entran en Madrid.
– Noventa y cuatro años, señor – continuó Zaratustra, dirigiéndose al jefe del fielato – . El cuerpo sano, el estómago de buitre; sólo tengo flojas las piernas, que me obligan a permanecer quieto en el carro, mientras éste, que es mi ayudante – y señalaba al bobo de la gorra de pelo – , entra en las casas. Soy el más antiguo del gremio. Sólo quedan algunos de mi época allá en el Rastro, que se han establecido, han hecho fortuna y tienen casa abierta en las Américas. Más de cincuenta años de servicios; y en todo este tiempo, ni un día he dejado de bajar a Madrid… Yo he visto mucho; he visto al señor de Bravo Murillo traer las aguas a Madrid y saltar el Lozoya por primera vez en la antigua taza de la Puerta del Sol; he visto cómo la villa ha ido poco a poco ensanchándose y dándonos con el pie a los pobres para que nos fuéramos más lejos. Este fielato lo he visto en lo que es hoy glorieta de Bilbao. Donde yo tuve mi primera barraca hay ahora un gran café. Todo eran desmontes, cuevas para gente mala; a Dios le quitaban la capa así que cerraba la noche; y ahora anda uno por allí, y todo son calles y más calles, y luz eléctrica, y adoquines, y asfaltos, donde estos ojos pecadores vieron correr conejos… Los antiguos cementerios han quedado dentro; los pobres que vivimos cerca de ellos vamos en retirada, y acabaremos por acampar más allá de Fuencarral. Dicen que esto es el Progreso, y yo respeto mucho al tal señor. Muy bien por el Progreso… pero que sea igual para todos. Porque yo, señor mío, veo que de los pobres sólo se acuerda para echarnos lejos, como si apestásemos. El hambre y la miseria no progresan ni se cambian por algo mejor. La ciudad es otra, los de arriba gastan más majencia, pero los medianos y los de abajo están lo mismo. Igual hambre hay ahora que en mis buenos tiempos.
– ¡Bien, Zaratustra, muy bien! – dijo Maltrana, aprovechando una pausa del viejo.
– Yo, señor – continuó el viejo, dirigiéndose al del fielato – , lo que más siento es que no veré en qué acaba todo esto. Lo del Progreso ha nacido en mis tiempos. Cuando yo era muchacho, las aguas iban por otro lado. Yo, de mozo, fui carlista; soy manchego y anduve con Palillos: pura ignorancia. Pero repito que vi nacer la criatura, y tendría gusto en enterarme por mis ojos de hasta dónde alcanza, pues por ahora no es gran cosa lo que lleva hecho en favor del mediano… ¡Pero soy tan viejo!.. ¿Ve usted a Coleta, ese borrachín que nos oye? Parece de más años que yo, y le he visto nacer… Noventa y cuatro años, señor, y tengo cuerda para ciento y pico. Lo sé muy cierto: yo entiendo de estas cosas.
Maltrana y su amigo acogían con movimientos afirmativos las palabras del anciano. Su verbosidad, una vez suelta, no podía detenerse; hablaba con incoherencia infantil.
– Hoy voy tarde a la busca, pero no importa. Mi parroquia es segura y buena: cafés de la Puerta del Sol, comercios antiguos de la calle del Carmen. Hay casa que la tengo cuarenta años; a los dueños de ahora los he conocido niños, y cuando lloraban les hacían miedo amenazándoles con el tío Polo, que se los llevaría en el carro. Entonces tenía más humor y mejores trajes. A mí siempre me ha gustado vestir bien. ¿Ven ustedes esta prenda de pieles, que ni el rey la lleva? Pues la he hecho yo; y yo también otra que guardo en casa para los días de fiesta, con cintajos de colores y espejuelos que quitan la vista: un uniforme de magnate de las grandes Indias, según dice Isidrillo. En otros tiempos solía vestirme de peregrino para ir a la busca, pero los chicos me seguían como unos bobos y los guindillas me amenazaban con llevarme a la prevención. ¿Por qué, señores míos?.. Lo que yo les decía: ¿Qué somos todos en este mundo, mas que peregrinos que vamos pidiendo a los demás y caminando hasta llegar al final de nuestra vida? Peregrino es el rey, que pide a los de abajo los millones que necesita para vivir en grande; peregrinos los ricos, que viven de lo que les sacan a los pobres; peregrinos nosotros, los medianos… y no digo los de abajo, porque es feo. No hay criatura de Dios que esté abajo. De abajo sólo son los animales. Nosotros somos los medianos.
Y hablaba mirando a lo lejos, con cierta vaguedad conocida de Maltrana como precursora de un chaparrón de divagaciones.
– ¡Zaratustra, que te remontas! – exclamó el joven – . No nos aplastes con tus incoherencias filosóficas.
– Bueno estoy para remontarme. No he podido dormir en toda la noche… Estas malditas piernas; el reúma, que se me agarra a ellas como un perro rabioso. ¡Qué tiempo! Y lo peor es que durará toda esta luna. Ya sabes, Isidrillo, que yo entiendo de tales cosas. Nada de librotes, ni compases, ni mapas, como los sabios. He pasado mi vida en el campo, viendo el cielo de noche y de día. Para mí no tiene secretos. Créame usted, señor – añadió dirigiéndose al del fielato – ; el sol es el cuerpo noble, y de él viene todo lo bueno. Pero antes de que llegue hasta nosotros pasa por cuatro cuerpos: el azul, el rojo, el amarillo y el verde. Por eso vemos el arco iris. Según el color que predomina, así es el tiempo. Además, están los ocho vientos; pero éstos sólo los entiende el que los maneja, que es Dios. ¿No es esto cierto y clarísimo? Pues los señores sabios no quieren oírme. He ido muchas veces al Observatorio a dar buenos consejos, y no me dejan pasar de la puerta, diciendo que ya tienen quien recoja la basura. Así anda todo en este país. No se ocupa nadie de las cosas del cielo, y en el cielo está el pan. Sin lluvia no hay agricultura, y la agricultura es la más noble profesión del país. Hay que protegerla; hay que ayudar al mediano; que gaste el de arriba, ya que tiene, pero que no sea todo para él…
Maltrana interrumpió al viejo. Era capaz de permanecer allí toda la mañana si seguían escuchándolo. Le esperarían sus parroquianos; su ayudante, el Bobo, lanzábale miradas de impaciencia; el pobre Coleta aguardaba a que le dejase subir en el carro para ir a Madrid.
– Sube, vida perdurable – dijo Polo con vocecilla misericordiosa.
El borracho se encaramó en el vehículo, arrastrando su saco vacío, y Zaratustra tiró de las riendas, haciendo salir a la mula oblicuamente para ganar el centro del camino.
– Adiós – dijo el trapero – . No olvides, Isidrillo, que la abuela te espera. Ve por allá; le darás una alegría a la pobre… Y usted, señor, acuérdese de lo que le dice un viejo que sabe algo. Hay que ayudar al mediano. El mediano es el que da el pan.
Hablaba con la cabeza vuelta hacia el fielato, tirando de las riendas a la mula, sin ver adónde marchaba ésta. El carro chocó con un tranvía que acababa de detenerse en la glorieta de los Cuatro Caminos. La punta de una de sus barras hizo saltar del vagón varias costras de barniz y una ligera astilla.
Los empleados prorrumpieron en imprecaciones y echaron pie a tierra, insultando a Zaratustra.
Corrió la gente, aproximáronse los del fielato, y se formó un gran círculo de curiosos en torno del carro y de los que agitaban sus brazos increpando al trapero.
– No hay que enfadarse, caballeros – dijo el viejo con vocecilla triste – . Ya sé lo que es esto: tómenme ustedes el nombre.