La condenada (cuentos). Ibanez Vicente Blasco
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«¡Por aquí!.. ¡Cortadle el paso!.. Dos por el otro lado para que no escape… Ahora ha subido sobre el tren… ¡Seguidle!»
Y efectivamente, al poco rato las techumbres de los vagones temblaban bajo el galope loco de los que se perseguían en aquellas alturas.
Era, sin duda, el amigo, a quien habían sorprendido, y viéndose cercado se refugiaba en lo más alto del tren.
Estaba yo en una ventanilla de la parte opuesta al andén, y vi cómo un hombre saltaba desde la techumbre de un vagón inmediato, con la asombrosa ligereza que da el peligro. Cayó de bruces en un campo, gateó algunos instantes, como si la violencia del golpe no le permitiera incorporarse, y al fin huyó a todo correr, perdiéndose en la oscuridad la mancha blanca de sus pantalones.
El jefe del tren gesticulaba al frente de los perseguidores, algunos de los cuales reían.
– ¿Qué es eso? – pregunté al empleado.
– Un tuno que tiene la costumbre de viajar sin billete – contestó con énfasis – . Ya le conocemos hace tiempo: es un parásito del tren, pero poco hemos de poder o le pillaremos para que vaya a la cárcel.
Ya no vi más al pobre parásito. En invierno, muchas veces me he acordado del infeliz, y le veía en las afueras de una estación, tal vez azotado por la lluvia y la nieve, esperando el tren que pasa como un torbellino, para asaltarlo con la serenidad del valiente que asalta una trinchera.
Ahora leo que en la vía férrea, cerca de Albacete, se ha encontrado el cadáver de un hombre despedazado por el tren… Es él, el pobre parásito. No necesito más datos para creerlo: me lo dice el corazón. «Quien ama el peligro en él perece.» Tal vez le faltó inesperadamente la destreza. Tal vez algún viajero, asustado por su repentina aparición, fue menos compasivo que yo y le arrojó bajo las ruedas. ¡Vaya usted a preguntar a la noche lo que pasaría!
– Desde que le conocí – terminó diciendo el amigo Pérez – han pasado cuatro años. En este tiempo he corrido mucho, y viendo cómo viaja la gente por capricho o por combatir el aburrimiento, más de una vez he pensado en el pobre gañán, que, separado de su familia por la miseria, cuando quería besar a sus hijos tenía que verse perseguido y acosado como alimaña feroz y desafiar la muerte con la serenidad de un héroe.
Golpe doble
Al abrir la puerta de su barraca encontró Sènto un papel en el ojo de la cerradura…
Era un anónimo destilando amenazas. Le pedían cuarenta duros y debía dejarlos aquella noche en el horno que tenía frente a su barraca.
Toda la huerta estaba aterrada por aquellos bandidos. Si alguien se negaba a obedecer tales demandas, sus campos aparecían talados, las cosechas perdidas, y hasta podía despertar a media noche sin tiempo apenas para huir de la techumbre de paja que se venía abajo entre llamas y asfixiando con su humo nauseabundo.
Gafarró, que era el mozo mejor plantado de la huerta de Ruzafa, juró descubrirles, y se pasaba las noches emboscado en los cañares, rondando por las sendas, con la escopeta al brazo; pero una mañana lo encontraron en una acequia con el vientre acribillado y la cabeza deshecha… y adivina quién te dio.
Hasta los papeles de Valencia hablaban de lo que sucedía en la huerta, donde al anochecer se cerraban las barracas y reinaba un pánico egoísta, buscando cada cual su salvación, olvidando al vecino. Y a todo esto, el tío Batiste, alcalde de aquel distrito de la huerta, echando rayos por la boca cada vez que las autoridades, que le respetaban como potencia electoral, hablábanle del asunto, y asegurando que él y su fiel alguacil, el Sigró, se bastaban para acabar con aquella calamidad.
A pesar de esto, Sènto no pensaba acudir al alcalde. ¿Para qué? No quería oír en balde baladronadas y mentiras.
Lo cierto era que le pedían cuarenta duros, y si no los dejaba en el horno le quemarían su barraca, aquella barraca que miraba ya como un hijo próximo a perderse; con sus paredes de deslumbrante blancura, la montera de negra paja con crucecitas en los extremos, las ventanas azules, la parra sobre la puerta como verde celosía, por la que se filtraba el sol con palpitaciones de oro vivo; los macizos de geranios y dompedros orlando la vivienda, contenidos por una cerca de cañas; y más allá de la vieja higuera el horno, de barro y ladrillos, redondo y achatado como un hormiguero de África. Aquello era toda su fortuna, el nido que cobijaba a lo más amado: su mujer, los tres chiquillos, el par de viejos rocines, fieles compañeros en la diaria batalla por el pan, y la vaca blanca y sonrosada que iba todas las mañanas por las calles de la ciudad despertando a la gente con su triste cencerreo y dejándose sacar unos seis reales de sus ubres siempre hinchadas.
¡Cuánto había tenido que arañar los cuatro terrones que desde su bisabuelo venía regando toda la familia con sudor y sangre, para juntar el puñado de duros que en un puchero guardaba enterrados bajo de la cama! ¡En seguida se dejaba arrancar cuarenta duros!.. Él era un hombre pacífico; toda la huerta podía responder por él. Ni riñas por el riego, ni visitas a la taberna, ni escopeta para echarla de majo. Trabajar mucho para su Pepeta y los tres mocosos era su única afición; pero ya que querían robarle, sabría defenderse. ¡Cristo! En su calma de hombre bonachón despertaba la furia de los mercaderes árabes, que se dejan apalear por el beduino, pero se tornan leones cuando les tocan su hacienda.
Como se aproximaba la noche y nada tenía resuelto, fue a pedir consejo al viejo de la barraca inmediata, un carcamal que sólo servía para segar brozas en las sendas, pero de quien se decía que en la juventud había puesto más de dos a pudrir tierra.
Le escuchó el viejo con los ojos fijos en el grueso cigarro que liaban sus manos temblorosas cubiertas de caspa. Hacía bien en no querer soltar el dinero. Que robasen en la carretera como los hombres, cara a cara, exponiendo la piel. Setenta años tenía, pero podían irle con tales cartitas. Vamos a ver; ¿tenía agallas para defender lo suyo?
La firme tranquilidad del viejo contagiaba a Sènto, que se sentía capaz de todo para defender el pan de sus hijos.
El viejo, con tanta solemnidad como si fuese una reliquia, sacó de detrás de la puerta la joya de la casa: una escopeta de pistón que parecía un trabuco, y cuya culata apolillada acarició devotamente.
La cargaría él, que entendería mejor a aquel amigo. Las temblorosas manos se rejuvenecían. ¡Allá va pólvora! Todo un puñado. De una cuerda de esparto sacaba los tacos. Ahora una ración de postas, cinco o seis; a granel los perdigones zorreros, metralla fina, y al final un taco bien golpeado. Si la escopeta no reventaba con aquella indigestión de muerte, sería misericordia de Dios.
Aquella noche dijo Sènto a su mujer que esperaba turno para regar, y toda la familia le creyó, acostándose temprano.
Cuando salió, dejando bien cerrada la barraca, vio a la luz de las estrellas, bajo la higuera, al fuerte vejete ocupado en ponerle el pistón al amigo.
Le daría a Sènto la última lección, para que no errase el golpe. Apuntar bien a la boca del horno y tener calma. Cuando se inclinasen buscando el gato en el interior… ¡fuego! Era tan sencillo, que podía hacerlo un chico.
Sènto, por consejo del maestro, se tendió entre dos macizos de geranios a la sombra de la barraca. La pesada escopeta descansaba en la cerca de cañas apuntando fijamente a la boca del horno. No podía perderse el tiro. Serenidad y darle al gatillo a tiempo. ¡Adiós, muchacho! A él le gustaban mucho aquellas cosas; pero tenía nietos, y además estos asuntos los arregla mejor uno sólo.