La maja desnuda. Ibanez Vicente Blasco
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Josefina lloró mucho al separarse de mamá, mientras Renovales la despedía con mal disimulado gozo. ¡Buen viaje! Á duras penas podía aguantar á aquella señora, que se creía en perpetua postergación viendo cómo trabajaba su yerno por sostener el bienestar de su hija. Únicamente estaba de acuerdo con ella al regañar dulcemente á Josefina por su tenacidad en dar el pecho á la pequeña. ¡Pobre maja desnuda! La gentileza de su cuerpo de capullo borrábase con el amplio florecimiento de la maternidad. Sus piernas, dilatadas por la hinchazón del embarazo, habían perdido sus antiguas líneas; sus pechos, más fuertes y abultados ahora, ya no tenían su esbeltez de magnolia cerrada.
Parecía más robusta, pero la amplitud de su cuerpo iba acompañada de enémica flacidez. El marido, viendo cómo perdía su gentileza, la amaba más con tierna compasión. ¡Pobrecita! ¡Cuán buena era! ¡Se estaba sacrificando por su hija!..
Cuando ésta tenía un año, ocurrió la gran crisis de la vida de Renovales. Ganoso de darse «un baño de arte», de saber lo que ocurría fuera de aquella mazmorra en que estaba encerrado pintando á tanto la pieza, dejó á Josefina en Venecia é hizo un corto viaje á París para ver su famoso Salón. Volvió de allá transfigurado, con nueva fiebre de trabajo y una resolución de transformar su existencia, que causó en su mujer asombro y miedo. Iba á romper con su empresario; no se envilecería más en aquella pintura falsa, aunque tuviese que pedir limosna. En el mundo se hacían grandes cosas, y él sentíase con ánimos para ser un innovador, siguiendo el camino de aquellos pintores modernos que tan profundamente le impresionaban.
Aborrecía ahora la vieja Italia, adonde iban á estudiar los artistas, protegidos por gobiernos ignorantes.
En realidad, lo que encontraban en ella era un mercado de seductoras demandas, acostumbrándose al encargo, á la vida muelle y sin iniciativas de la ganancia fácil. Quería trasladarse á París. Pero Josefina, que acogía en silencio las ilusiones de Renovales, incomprensibles en gran parte para ella, modificó con sus consejos esta resolución. Ella también quería salir de Venecia. La ciudad le parecía triste durante el invierno, con sus interminables lluvias, que dejaban resbaladizos los puentes é intransitables las callejuelas de mármol. Decididos ya á levantar el campo, ¿por qué no regresar á Madrid? Mamá estaba enferma, se lamentaba en todas las cartas de vivir lejos de su hija. Josefina deseaba verla, presintiendo su muerte. Renovales reflexionó; también él deseaba volver á España. Sentía la nostalgia del país; pensó en el gran alboroto que levantaría allá, ensayando sus nuevos procedimientos en medio de la general rutina. Le tentaba el deseo de escandalizar á la gente académica que le había aceptado por sus anteriores abdicaciones.
El matrimonio volvió á Madrid con su pequeña Milita, á la que llamaban así familiarmente, abreviando el diminutivo de Emilia. Renovales llevaba por todo capital unos cuantos miles de liras, ahorros de Josefina y producto de la venta de una parte de los muebles que adornaban las salas destartaladas del palacio Foscarini.
Los principios fueron difíciles. Á los pocos meses de su permanencia en Madrid murió doña Emilia. Su entierro no correspondió á las ilusiones que siempre se había forjado la ilustre viuda. Apenas si asistieron á él dos docenas de sus innumerables y famosos parientes. ¡Pobre señora, si hubiese presenciado esta póstuma decepción!.. Renovales casi se alegró del suceso. Con él rompíase el único lazo que les unía al gran mundo. Él y Josefina vivieron en un piso cuarto de la calle de Alcalá, cercano á la Plaza de Toros, con una gran terraza que el artista convirtió en estudio. Su existencia fué modesta, recogida, humilde: ni amigos ni fiestas. Ella pasaba los días cuidando de su hija y de la casa, sin otra ayuda que la de una torpe doméstica de exigua retribución. Muchas veces, cuando más activa se mostraba, caía en profundo desaliento, quejándose de extrañas y variables enfermedades.
Mariano apenas trabajaba en su casa: pintaba al aire libre, aborrecía la luz convencional del estudio, la estrechez de su ambiente. Recorría los alrededores de Madrid y las provincias cercanas, buscando los tipos toscos é ingenuos, cuyas caras parecían transpirar la antigua alma española. Subía al Guadarrama en pleno invierno, permaneciendo como un explorador único en los campos de nieve, para trasladar al lienzo los pinos seculares, retorcidos y negros bajo sus gorros de heladas vedijas.
Al verificarse la Exposición estalló el nombre de Renovales como un cañonazo, esparciendo sus ecos por las cumbres del entusiasmo y las sombrías oquedades de la opinión. No presentó un cuadro enorme y con argumento como en su primer triunfo. Eran lienzos pequeños, estudios confiados al azar de un buen encuentro, pedazos de Naturaleza, hombres y paisajes reproducidos con una verdad asombrosa y brutal que escandalizaba al público.
Los padres graves de la pintura retorcíanse, como si recibiesen una bofetada, ante estos hierros que parecían llamear entre los otros cuadros apagados y plomizos. Reconocían que Renovales era un pintor, pero sin imaginación, sin inventiva, sin otro mérito que el de trasladar al lienzo aquello que contemplaban sus ojos. Los jóvenes se agrupaban en torno del nuevo maestro: hubo disputas interminables, apasionadas discusiones, odios de muerte, aleteando sobre esta batalla el nombre de Renovales, fijo casi á diario en las columnas de los periódicos, hasta el punto de que le faltaba poco para ser tan célebre como un matador de toros ó un orador del Congreso.
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