Don Quijote. Miguel de Cervantes Saavedra

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Don Quijote - Miguel de Cervantes Saavedra

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la fe de la amistad vuestra, con el paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo, y que en este lugar había de ser enterrado; y así, de curiosidad y de lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos había lastimado en oíllo. Y, en pago desta lástima y del deseo que en nosotros nació de remedialla si pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio! (a lo menos, yo te lo suplico de mi parte), que, dejando de abrasar estos papeles, me dejes llevar algunos dellos.

      Y, sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó algunos de los que más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:

      – Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento vano.

      Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno dellos y vio que tenía por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio y dijo:

      – Ése es el último papel que escribió el desdichado; y, porque veáis, señor, en el término que le tenían sus desventuras, leelde de modo que seáis oído; que bien os dará lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura.

      – Eso haré yo de muy buena gana – dijo Vivaldo.

      Y, como todos los circunstantes tenían el mesmo deseo, se le pusieron a la redonda; y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:

      Capítulo XIV. Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor, con otros no esperados sucesos

      Canción de Grisóstomo

      Ya que quieres, cruel, que se publique,

      de lengua en lengua y de una en otra gente,

      del áspero rigor tuyo la fuerza,

      haré que el mesmo infierno comunique

      al triste pecho mío un son doliente,

      con que el uso común de mi voz tuerza.

      Y al par de mi deseo, que se esfuerza

      a decir mi dolor y tus hazañas,

      de la espantable voz irá el acento,

      y en él mezcladas, por mayor tormento,

      pedazos de las míseras entrañas.

      Escucha, pues, y presta atento oído,

      no al concertado son, sino al rüido

      que de lo hondo de mi amargo pecho,

      llevado de un forzoso desvarío,

      por gusto mío sale y tu despecho.

      El rugir del león, del lobo fiero

      el temeroso aullido, el silbo horrendo

      de escamosa serpiente, el espantable

      baladro de algún monstruo, el agorero

      graznar de la corneja, y el estruendo

      del viento contrastado en mar instable;

      del ya vencido toro el implacable

      bramido, y de la viuda tortolilla

      el sentible arrullar; el triste canto

      del envidiado búho, con el llanto

      de toda la infernal negra cuadrilla,

      salgan con la doliente ánima fuera,

      mezclados en un son, de tal manera

      que se confundan los sentidos todos,

      pues la pena cruel que en mí se halla

      para contalla pide nuevos modos.

      De tanta confusión no las arenas

      del padre Tajo oirán los tristes ecos,

      ni del famoso Betis las olivas:

      que allí se esparcirán mis duras penas

      en altos riscos y en profundos huecos,

      con muerta lengua y con palabras vivas;

      o ya en escuros valles, o en esquivas

      playas, desnudas de contrato humano,

      o adonde el sol jamás mostró su lumbre,

      o entre la venenosa muchedumbre

      de fieras que alimenta el libio llano;

      que, puesto que en los páramos desiertos

      los ecos roncos de mi mal, inciertos,

      suenen con tu rigor tan sin segundo,

      por privilegio de mis cortos hados,

      serán llevados por el ancho mundo.

      Mata un desdén, atierra la paciencia,

      o verdadera o falsa, una sospecha;

      matan los celos con rigor más fuerte;

      desconcierta la vida larga ausencia;

      contra un temor de olvido no aprovecha

      firme esperanza de dichosa suerte.

      En todo hay cierta, inevitable muerte;

      mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo

      celoso, ausente, desdeñado y cierto

      de las sospechas que me tienen muerto;

      y en el olvido en quien mi fuego avivo,

      y, entre tantos tormentos, nunca alcanza

      mi vista a ver en sombra a la esperanza,

      ni yo, desesperado, la procuro;

      antes, por estremarme en mi querella,

      estar sin ella eternamente juro.

      ¿Puédese, por ventura, en un instante

      esperar y temer, o es bien hacello,

      siendo las causas del temor más ciertas?

      ¿Tengo, si el duro celo está delante,

      de cerrar estos ojos, si he de vello

      por mil heridas en el alma abiertas?

      ¿Quién no abrirá de par en par las puertas

      a la desconfianza, cuando mira

      descubierto el desdén, y las sospechas,

      ¡oh amarga conversión!, verdades hechas,

      y la limpia verdad vuelta en mentira?

      ¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos

      celos, ponedme un hierro en estas manos!

      Dame, desdén, una torcida soga.

      Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,

      vuestra memoria el sufrimiento ahoga.

      Yo muero, en fin; y, porque nunca espere

      buen suceso en la muerte ni en la vida,

      pertinaz estaré en mi fantasía.

      Diré que va acertado el que bien quiere,

      y que es más libre el alma más rendida

      a la de amor antigua tiranía.

      Diré que la enemiga siempre mía

      hermosa el alma como el cuerpo tiene,

      y que su olvido de mi culpa nace,

      y que, en fe de los males que nos hace,

      amor su imperio en justa paz mantiene.

      Y, con esta opinión y un duro lazo,

      acelerando el miserable plazo

      a que me han conducido sus desdenes,

      ofreceré a los vientos cuerpo y alma,

      sin

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