Don Quijote. Miguel de Cervantes Saavedra

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Don Quijote - Miguel de Cervantes Saavedra

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que buscaba. Reducíansele a la memoria los maravillosos acaecimientos que en semejantes soledades y asperezas habían sucedido a caballeros andantes. Iba pensando en estas cosas, tan embebecido y trasportado en ellas que de ninguna otra se acordaba. Ni Sancho llevaba otro cuidado – después que le pareció que caminaba por parte segura – sino de satisfacer su estómago con los relieves que del despojo clerical habían quedado; y así, iba tras su amo sentado a la mujeriega sobre su jumento, sacando de un costal y embaulando en su panza; y no se le diera por hallar otra ventura, entretanto que iba de aquella manera, un ardite.

      En esto, alzó los ojos y vio que su amo estaba parado, procurando con la punta del lanzón alzar no sé qué bulto que estaba caído en el suelo, por lo cual se dio priesa a llegar a ayudarle si fuese menester; y cuando llegó fue a tiempo que alzaba con la punta del lanzón un cojín y una maleta asida a él, medio podridos, o podridos del todo, y deshechos; mas, pesaba tanto, que fue necesario que Sancho se apease a tomarlos, y mandóle su amo que viese lo que en la maleta venía.

      Hízolo con mucha presteza Sancho, y, aunque la maleta venía cerrada con una cadena y su candado, por lo roto y podrido della vio lo que en ella había, que eran cuatro camisas de delgada holanda y otras cosas de lienzo, no menos curiosas que limpias, y en un pañizuelo halló un buen montoncillo de escudos de oro; y, así como los vio, dijo:

      – ¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado una aventura que sea de provecho!

      Y buscando más, halló un librillo de memoria, ricamente guarnecido. Éste le pidió don Quijote, y mandóle que guardase el dinero y lo tomase para él. Besóle las manos Sancho por la merced, y, desvalijando a la valija de su lencería, la puso en el costal de la despensa. Todo lo cual visto por don Quijote, dijo:

      – Paréceme, Sancho, y no es posible que sea otra cosa, que algún caminante descaminado debió de pasar por esta sierra, y, salteándole malandrines, le debieron de matar, y le trujeron a enterrar en esta tan escondida parte. – No puede ser eso – respondió Sancho – , porque si fueran ladrones, no se dejaran aquí este dinero.

      – Verdad dices – dijo don Quijote – , y así, no adivino ni doy en lo que esto pueda ser; mas, espérate: veremos si en este librillo de memoria hay alguna cosa escrita por donde podamos rastrear y venir en conocimiento de lo que deseamos.

      Abrióle, y lo primero que halló en él escrito, como en borrador, aunque de muy buena letra, fue un soneto, que, leyéndole alto porque Sancho también lo oyese, vio que decía desta manera:

      O le falta al Amor conocimiento, o le sobra crueldad, o no es mi pena igual a la ocasión que me condena al género más duro de tormento.

      Pero si Amor es dios, es argumento que nada ignora, y es razón muy buena que un dios no sea cruel. Pues, ¿quién ordena el terrible dolor que adoro y siento?

      Si digo que sois vos, Fili, no acierto;

      que tanto mal en tanto bien no cabe, ni me viene del cielo esta rüina.

      Presto habré de morir, que es lo más cierto;

      que al mal de quien la causa no se sabe milagro es acertar la medicina.

      – Por esa trova – dijo Sancho – no se puede saber nada, si ya no es que por ese hilo que está ahí se saque el ovillo de todo.

      – ¿Qué hilo está aquí? – dijo don Quijote.

      – Paréceme – dijo Sancho – que vuestra merced nombró ahí hilo.

      – No dije sino Fili – respondió don Quijote – , y éste, sin duda, es el nombre de la dama de quien se queja el autor deste soneto; y a fe que debe de ser razonable poeta, o yo sé poco del arte.

      – Luego, ¿también – dijo Sancho – se le entiende a vuestra merced de trovas? – Y más de lo que tú piensas – respondió don Quijote – , y veráslo cuando lleves una carta, escrita en verso de arriba abajo, a mi señora Dulcinea del Toboso. Porque quiero que sepas, Sancho, que todos o los más caballeros andantes de la edad pasada eran grandes trovadores y grandes músicos; que estas dos habilidades, o gracias, por mejor decir, son anexas a los enamorados andantes. Verdad es que las coplas de los pasados caballeros tienen más de espíritu que de primor.

      – Lea más vuestra merced – dijo Sancho – , que ya hallará algo que nos satisfaga.

      Volvió la hoja don Quijote y dijo:

      – Esto es prosa, y parece carta.

      – ¿Carta misiva, señor? – preguntó Sancho.

      – En el principio no parece sino de amores – respondió don Quijote. – Pues lea vuestra merced alto – dijo Sancho – , que gusto mucho destas cosas de amores.

      – Que me place – dijo don Quijote.

      Y, leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado, vio que decía desta manera:

      Tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan a parte donde antes volverán a tus oídos las nuevas de mi muerte que las razones de mis quejas. Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene más, no por quien vale más que yo; mas si la virtud fuera riqueza que se estimara, no envidiara yo dichas ajenas ni llorara desdichas propias. Lo que levantó tu hermosura han derribado tus obras: por ella entendí que eras ángel, y por ellas conozco que eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi guerra, y haga el cielo que los engaños de tu esposo estén siempre encubiertos, porque tú no quedes arrepentida de lo que heciste y yo no tome venganza de lo que no deseo. Acabando de leer la carta, dijo don Quijote:

      – Menos por ésta que por los versos se puede sacar más de que quien la escribió es algún desdeñado amante.

      Y, hojeando casi todo el librillo, halló otros versos y cartas, que algunos pudo leer y otros no; pero lo que todos contenían eran quejas, lamentos, desconfianzas, sabores y sinsabores, favores y desdenes, solenizados los unos y llorados los otros.

      En tanto que don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta, sin dejar rincón en toda ella, ni en el cojín, que no buscase, escudriñase e inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de lana que no escarmenase, porque no se quedase nada por diligencia ni mal recado: tal golosina habían despertado en él los hallados escudos, que pasaban de ciento. Y, aunque no halló mas de lo hallado, dio por bien empleados los vuelos de la manta, el vomitar del brebaje, las bendiciones de las estacas, las puñadas del arriero, la falta de las alforjas, el robo del gabán y toda la hambre, sed y cansancio que había pasado en servicio de su buen señor, pareciéndole que estaba más que rebién pagado con la merced recebida de la entrega del hallazgo.

      Con gran deseo quedó el Caballero de la Triste Figura de saber quién fuese el dueño de la maleta, conjeturando, por el soneto y carta, por el dinero en oro y por las tan buenas camisas, que debía de ser de algún principal enamorado, a quien desdenes y malos tratamientos de su dama debían de haber conducido a algún desesperado término. Pero, como por aquel lugar inhabitable y escabroso no parecía persona alguna de quien poder informarse, no se curó de más que de pasar adelante, sin llevar otro camino que aquel que Rocinante quería, que era por donde él podía caminar, siempre con imaginación que no podía faltar por aquellas malezas alguna estraña aventura.

      Yendo, pues, con este pensamiento, vio que, por cima de una montañuela que delante de los ojos se le ofrecía, iba saltando un hombre, de risco en risco y de mata en mata, con estraña ligereza. Figurósele que iba desnudo, la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rabultados, los pies descalzos y las piernas sin cosa alguna; los muslos cubrían

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